ROMPIENDO EL VESTIDO DE COMPROMISO

1158 Words
**RITA**  Mi vestido de compromiso descansaba sobre la cama, un trozo de tela blanca que parecía reírse de mí, como si tuviera vida propia, y supiera que esa imagen, esa ilusión, era solo una máscara que me ocultaba a mí misma. Miré esa prenda con una mezcla de tristeza y desdén, sabiendo que en su suavidad se escondían años de sacrificios, de expectativas impuestas, de sueños que no me habían permitido soñar en libertad. La tela parecía burlarse de mi miedo, de mi incertidumbre, de la vida que me esperaba. Yo me reía internamente, una risa amarga que se atoraba en mi garganta, porque en el fondo no era más que una burla. Una farsa. La fiesta iba a empezar en el salón principal, un lugar decorado con globos y flores blancas, donde la risa y la alegría parecían estar reservados solo para las apariencias. Pero en mi interior, me sentía como un objeto, el premio de una rifa que nadie había querido realmente, solo una pieza más en el juego de poder de los otros. Sin embargo, no lo mostraba, no lo hacía. Aprendí desde siempre a esconder mis sentimientos, a poner una máscara de calma y sumisión, aunque en mi interior ardía una tormenta de emociones. De repente, la puerta se abrió suavemente y entró mi madrastra, con un vestido elegante que resaltaba su figura y unos aires de grandeza que parecían gritar por atención. Sonreía de oreja a oreja, como si tuviera en sus manos el Óscar a la Mejor Actriz de su propio espectáculo. Me miró con ese orgullo fingido, esa satisfacción que solo ella sabe sentir cuando logra lo que desea: manipular, dominar, hacer que los demás se sientan pequeños a su lado. “Te ves radiante, mi niña”, dijo con una voz que sonaba demasiado dulce, demasiado afectuosa, pero que en realidad era una máscara para ocultar sus verdaderas intenciones. Se acercó, me tomó de las manos con cierta ternura fingida, y añadió con un tono que pretendía ser lleno de sinceridad: “Este día es para ti. Hoy empieza una nueva etapa en tu vida. Quiero que sepas que esto lo hago por ti, porque te amo y quiero lo mejor para ti.” Sus palabras, como siempre, estaban impregnadas de un falso afecto, pero a mí me produjeron náuseas. Era un discurso aprendido de memoria, una manipulación emocional que me hacía sentir menos, solo un peón en su ambicioso tablero de ajedrez. Intenté mantener una expresión serena, asintiendo con la cabeza, pero por dentro quería gritar, quería romper esa fachada de perfección impostada. Luego, en un impulso que salió de lo más profundo de mí, me solté de sus manos y me dirigí al espejo. La vi reflejada en ese vidrio, detrás de mí, una figura vacía, una mujer que solo parecía ser la protagonista de su propia tragedia, maquillada con risas y vestidos caros. La sonrisa que le di fue forzada, una mueca que no llegó a mis ojos, que solo pretendía esconder el tormento que llevaba dentro. “Gracias”, susurré en voz baja, casi sin voz, como un acto de resistencia silenciada. Por dentro, no podía evitar burlarme. Me burlaba de ella, de su falso afecto, de su discurso, de sus aires de grandeza. Pero también me burlaba de mí misma, de haber creído alguna vez que este sería mi destino, de haber pensado que mi vida podía pertenecerme, que podía ser libre. La verdad era que siempre había sido una prisionera de las expectativas ajenas, de las decisiones forzadas, de un futuro que otros dictaban para mí y del que solo quedaba esperar que llegara a su fin. Ahora, más que nunca, entendía que no podía seguir viviendo bajo esa mentira, que debía despertar, desafiar esa realidad que me querían imponer. La belleza del vestido y las risas fingidas no eran más que un disfraz, una trampa que me mantenía dormida, atrapada en una historia que no era la mía. Sabía que llegaría el momento de alzar la voz, de romper con esas cadenas invisibles y buscar mi propio camino, aunque eso significara enfrentarse a las consecuencias de ser auténtica. Porque, al final, lo único que importaba era que mi vida no fuera una máscara más en un escenario ajeno, sino la historia que yo misma escribiera, sin miedo, sin falsas sonrisas, sin máscaras que mi alma no reconociera. —Es momento de largarme, de aquí. —rompi el vestido dejándolo hecho pedazos. Arrastré la navaja por el delicado satén del vestido de compromiso, sintiendo una satisfacción perversa que me recorría la espalda como un río de electricidad. El sonido del tejido rasgándose fue música para mis oídos, un silencio rotundo que rompía con la suavidad del material. El color blanco, símbolo de pureza e inocencia, se transformó en un caos de cortes y agujeros, un reflejo distorsionado de la tormenta que rugía en mi interior. Lo dejé caer sobre la alfombra, un montón de trapos inútiles, tan vacíos y sin sentido como lo era yo en aquel momento, atrapada en un naufragio emocional de dudas y desesperación. Me levanté lentamente, mis pasos resonando en la habitación vacía, y me puse unos jeans gastados y una camiseta negra. Era mi uniforme de rebelión, mi armadura contra un mundo que me parecía insensible. Me metí en la cama y abrí la ventana, dejando que el aire fresco de la noche entrara en mi piel sudorosa. La brisa trajo consigo el olor de la enredadera que crecía en la pared exterior, la única amiga que necesitaba esta noche. Su ramaje entrelazado, testigo silente de mis angustias, era la vía de escape, la salvación que buscaba entre la oscuridad. Desde la habitación escuchaba el bullicio del salón principal: risas estruendosas, conversaciones superficiales, y música que resonaba en las paredes como un tambor de fondo. Todo parecía tan lejano, tan ajeno a mí, como si fuera otro mundo al que nunca podría pertenecer. ¿Cómo podían ser tan felices cuando yo estaba al borde de hacer algo irreversible? La idea de irme, de desaparecer, se convirtió en un peso aplastante en mi pecho. Revisé mi bolso de mano, buscando mi celular y algo de dinero. Tenía lo suficiente para un taxi, para alejarme de todo ese horror, para desaparecer sin dejar rastro. La posibilidad de escaparme se volvió casi una obsesión, una esperanza fugaz de libertad. Justo cuando estaba a punto de salir corriendo, mis ojos se encontraron con la silueta de un hombre en la oscuridad del jardín. Estaba de espaldas, fumando tranquilamente, un cigarrillo encendido en la punta de sus dedos —una figura que parecía sacada de un cuadro desdeñado por el tiempo. Era extraño que alguien estuviera afuera, en ese momento, mientras todos los invitados estaban dentro, entregados a la celebración. Mi corazón empezó a latir con fuerza, pero no de miedo, sino de una curiosidad inexplicable que me paralizó en el lugar.
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