**RITA**
Con cautela, bajé de la enredadera, mis manos temblorosas aferrándose a las ramas, y me acerqué lentamente a la figura en la penumbra. Me escondí entre las sombras del jardín, siguiendo cada uno de sus movimientos, sintiendo cómo la adrenalina corría por mis venas. Mientras me aproximaba, esa figura me pareció familiar, como un eco de un pasado que creía olvidado.
El hombre se dio la vuelta lentamente, y en ese instante, mi respiración se detuvo. Era él. El hombre que me había robado la primera vez, el que me había quitado mi inocencia y que había desaparecido de mi vida, dejándome con cicatrices invisibles pero indelebles. Mis ojos se encontraron con los suyos, y en ese momento, la historia cambió de repente, como si el tiempo se hubiera congelado en ese instante justo antes del desastre.
Mi mente luchaba por comprender cómo era posible verlo allí, en la oscuridad de esa noche, en un lugar donde debería estar fuera de su alcance. La incredulidad se mezclaba con un torrente de emociones: rabia, miedo, ansiedad, pero también una extraña sensación de que quizás, solo quizás, esa noche sería la última oportunidad para resolver viejas heridas o, tal vez, abrir nuevas puertas al destino que nos aguardaba.
Mi cuerpo se tensó aún más, cada músculo vibraba de tensión, y el aire se escapó de mis pulmones en un suspiro entrecortado. Retrocedí lentamente, con los ojos fijos en aquel hombre que, sin duda alguna, había marcado un punto de inflexión en mi existencia. Cada paso que daba parecía un pequeño acto de desesperación, un intento casi desesperado por escapar, por desaparecer de su alcance. Pero en ese instante, algo inesperado ocurrió: una mano firme, cálida y segura, se posó en mi cintura y me detuvo en seco.
¿En qué momento había llegado esa mano a mí? La pregunta se me quedó atorada en la garganta, mientras mi corazón latía con una fuerza desbocada, y la respiración se me agitaba en un frenesí de miedo y confusión. La cercanía de aquel hombre, esa presencia imponente, me hacía sentir vulnerable, como si el suelo debajo de mis pies desapareciera y sólo quedara esa tensión en el aire.
—Así que trabajas aquí, ¿eh? —su voz, grave y ronca, resonó en el silencio de la noche, cortando el aire con cada palabra. Cada sílaba parecía cargar una gravedad que me hacía temblar, que me erizaba la piel. El olor a tabaco, a alcohol, se filtraba en su aliento, invasivo y pesado, y la bilis subió por mi garganta como si quisiera salir a toda prisa.
¿Trabajar? ¿Eso fue lo que dijo? La frase resonó en mi cabeza como un eco cruel. No tenía idea de quién era realmente, ni qué relación podía tener conmigo, por los momentos lo odio, y por eso mismo, esa ignorancia era un refugio. Cuanto menos supiera él, más fácil sería desaparecer, más fácil sería escapar. Si llegara a descubrir quién era en realidad, sé que no me dejaría marchar sin antes exigir explicaciones, sin obligarme a volver a un pasado que intento enterrar.
Me solté con algo de brusquedad de su agarre, alejándome con un movimiento decidido. Lo miré con desprecio, incapaz de ocultar el hastío y el miedo que me invadían. —Me confundió, señor. —dije con voz firme, intentando que no temblara—. Me voy.
Daba unos pasos hacia atrás, cuanto más lejos mejor, lista para huir, para desaparecer en la oscuridad y nunca volver a enfrentarme a esa presencia que empezaba a sentirse como una sombra que se cernía sobre mí. Pero entonces, esa mano, esa misma mano que me sujetaba con fuerza, me detuvo otra vez, más firme, más insistente.
—No te vayas. —su voz se tornó más dura, más autoritaria—. Me debes una disculpa. ¿Me debes también una explicación?
Las palabras resonaron en mi cabeza, como un eco que no quería quedarse allí. La rabia, la impotencia, y un dolor antiguo subieron a mi garganta, tirando de mí con fuerza. La frustración me hizo reír, una risa que sonaba más a un sollozo contenido. La chispa de la desesperación brillaba en mis ojos.
—¿Disculpa? ¿Explicación? —repetí, con sarcasmo, tratando de mantener la calma—. El que me debe una disculpa, es usted. —las palabras salieron crudas, cargadas de un resentimiento acumulado durante años—. Me quitó mi primera vez, y luego aparece como si nada. ¡Como si aquel día no hubiera significado nada para usted!
—Que yo recuerde que la primera persona que salió corriendo fuiste tú.
—¿Cómo te aprovechaste de una mujer que solamente iba a trabajar? Eres un patán. Quítate, que tengo prisa
Él permaneció en silencio, mirándome con una expresión que no lograba descifrar. En sus ojos, inundados de asombro y confusión, observé un indicio de desconcierto, como si no recordara algo que indudablemente había ocurrido. La oscuridad de la noche ocultaba los detalles de su rostro, pero no podía negar aquella sensación: no sabía quién era realmente yo. Ese descubrimiento, por un instante, me trajo una especie de alivio. La ventaja de la ignorancia.
Pero esa sensación fue efímera. Porque en ese mismo instante, una lúgubre comprensión me atravesó el pecho como un puñal: la vida siempre me había jugado en contra. Y esta vez no sería diferente.
—¿A dónde vas? —su voz grave y profunda resonaba en la oscuridad de la noche, como si quisiera atravesar el silencio y llegar directo a mis huesos.
—No te interesa —respondí, intentando evadir su mirada, pero mis piernas parecían flotar, incapaces de sostenerme. Mi corazón latía con violencia en mi pecho, una mezcla de miedo, rabia y confusión. Cada segundo que pasaba junto a él, sentía que las cadenas en mis manos y pies se apretaban más, atrapándome en un laberinto sin salida.
—No puedo dejar que una chica se aventure en las calles sola a estas horas de la noche. Ahora, más que nunca, está peligroso —dijo, su tono de voz cambió, ahora era suave, casi un susurro seductor, pero con un matiz de autoridad que no admitía réplica.
Un bufido irritable escapó de mis labios. ¿Peligroso? Él era el único peligro evidente que veía en ese momento. Mi cuerpo, en silencio, respondía a su presencia, y dentro de mí una lucha interna se desarrollaba: por un lado, la voluntad de escapar; por otro, una extraña sensación de vulnerabilidad que me hacía dudar y dudar, incapaz de moverme libremente.
La primera vez que me había robado, sí, y ahora, en esta noche inexplicablemente oscura, parecía comportarse como mi protector, como si deseara enredarme más en sus propias falsedades. La ironía era tan grande que el instinto de querer reírme, de querer llorar, se apoderaba de mí con la misma intensidad.
—No me digas qué hacer —le susurré, con la voz temblorosa, intentando parecer firme. Pero él no me soltaba. Me sostuvo del brazo con fuerza, como si quisiera marcarme un camino que solo él podía decidir—. Déjame ir —le rogué, con un tono que apenas lograba mantener, con la esperanza de que me soltara, de que me permitiera escapar de esa situación incómoda, de aquel silencio pesado y lleno de tensiones no resueltas.
—No, no hasta que me digas por qué huyes de esta fiesta —dijo, su mirada fija y penetrante, como si quisiera leer cada rincón de mi alma. La intensidad en sus ojos me hacía sentir expuesta, vulnerable, ante una criatura que parecía saber más de mí que yo misma.