ATRAIDO A ELLA

1257 Words
**MANUEL** Entré a la fiesta con mi madre en un brazo y Camila en el otro. La entrada fue teatral, como si cada movimiento y cada gesto estuvieran cuidadosamente coreografíado, pero en realidad era inevitable. Mi madre insistió en que llegáramos juntos, como familia, como si esa unión fuera la única forma de demostrar algo, aunque a mí me pesaba en el pecho, ambivalente y cargada de recuerdos y conflictos no resueltos. Camila, por su parte, no paraba de hablar desde que bajamos del auto. Su entusiasmo era contagioso, una chispa brillante en medio de la tensión que me rodeaba. Sus palabras danzaban en el aire, llenas de expectativas, mientras yo trataba de concentrarme en la música y en las facciones borrosas que me rodeaban tras el forro de las máscaras. La piel de la noche se hacía más espesa a medida que caminábamos, y mi ansiedad aumentaba con cada paso. El salón estaba iluminado con luces tenues y doradas, como si todo estuviera envuelto en una fantasía elegante y misteriosa. La música suave acariciaba los oídos, y las copas tintineaban en un eco de risas y susurros. Personas con máscaras de todos los estilos recorrían el espacio, sus rostros invisibles, creando un aire de anonimato y secreto. Reconocí a pocos, rostros que se mezclaban en la multitud, sus identidades borradas tras disfraces elaborados. La magia del momento, pensé, es que aquí, bajo las máscaras, todos somos iguales. Tomé una copa de vino, apenas entramos, buscando en el líquido rojo un reflejo de la tumultuosa tormenta que bullía en mi interior. Necesitaba algo que me ayudara a disolver la incomodidad que me recorría desde la nuca hasta el estómago: un bálsamo efímero para calmar los nervios. Camila no dejaba de repetir que quería ver a Sergio, mencionándolo en cada frase, en cada susurro de su boca. Sergio esto, Sergio lo otro. Su entusiasmo era contagioso, sí, pero a mí me pesaba. No por celos, sino por lo que él representaba: esa imagen perfecta, intocable, la vara con la que todos medían el éxito y la admiración. Y entonces, allí lo vi. Sergio. Impecable, como siempre, con esa presencia que imponía, que obligaba a la gente a mirarlo con respeto, casi con reverencia. Y junto a él, una mujer esbelta, con un vestido que parecía hecho para flotar entre las luces, su máscara perfecta, diseñada para destacar y esconder todo al mismo tiempo. No podía ver su rostro, pero algo en su postura, en la forma en que se movía, me hizo detenerme. Una sensación extraña, como si una corriente invisible me atrapara. La vi caminar hacia el baño. No sé qué me impulsó, quizás un deseo irrefrenable de entender, de comprobar que lo que sospechaba era cierto. En silencio, la seguí. Con pasos medidos, atentos a cada movimiento, como si el suelo pudiera delatarme. El pasillo estaba vacío, silencioso, envolviendo el momento en una aura de secreto. El baño, en la penumbra, parecía un lugar fuera del tiempo, un refugio para momentos que solo viven en la piel. Entonces la vi. Sin máscara. Mi respiración se cortó en la garganta. Ahí estaba, claramente ella, en carne y hueso. Rita. Su rostro, sus ojos, esa expresión que combina fuerza y vulnerabilidad en una misma mirada. No había duda. Era ella. La misma que hacía poco menos de un día que la dejé en el apartamento. Su presencia me golpeó más fuerte que cualquier palabra, más que cualquier melodía de la música de fondo, más fuerte que el latido en mi pecho. Me quedé paralizado, inmóvil, como si el tiempo se hubiera congelado solo para que pudiera mirarla. Un instante eterno en el que el pasado y el presente se fundieron en un solo latido. La ansiedad, esa que me había carcomido desde que llegó hasta aquí, se convirtió en una mezcla de miedo y deseo. Y en ese instante, sin pensarlo, entre y la besé a mi antojo, dejándome llevar por una fuerza que no podía controlar. El roce de nuestros labios fue como un chisporroteo en el aire, una explosión de emociones contenidas. Sentí esa sensación deliciosa, esa chispa de deleite que solo puede desprenderse cuando la pasión se impone por encima del pudor y la razón. La mía fue una impulsividad que me arrancó todo el control, un acto de deseo puro y desesperado. Al marcharme, aun sintiendo esa deliciosa sensación en los labios, la adrenalina corría por mis venas. Sin embargo, lo que realmente me amargaba, lo que tenía en el fondo del alma en una caldera hirviendo, era que estaba con él otra vez. Sergio. Él, esa figura inalcanzable que todos admiran, que todos envidian. Sergio, el símbolo de lo que siempre he querido tener y que, en ese instante, parecía una existencia impenetrable, una muralla infranqueable. ¿Y ahora qué? La duda me atormentaba. Saber que había roto todos los límites, que había tocado una fibra prohibida, me dejaba una sensación agridulce. La noche, con su magia y sus secretos, había cambiado en un instante. Y quizás, solo quizás, nada volvería a ser igual. —Hermano, ¿encontraste a Sergio? No quiero irme sin su autógrafo —dijo Camila, con esa emoción adolescente que me exaspera más de lo que debería. —Camila, deja de molestar —respondí, sin mirarla. Pero por dentro, ya lo había identificado. Sergio estaba allí, como siempre, robándose las miradas, caminando con esa confianza natural, como si el mundo entero fuera su escenario personal. Lo que realmente me inquietaba no era él, sino ella. Mi atención estaba dividida entre su presencia y lo que sucedía a mi alrededor, pero en ese momento, la figura que capturaba mi interés más profundo era Rita. Ella caminaba con una elegancia contenida, como si supiera que todos la miraban, y no le importara en lo más mínimo. Su vestido era impecable, ajustado a su figura, y llevaba una máscara que resaltaba sus rasgos, sin exageraciones, con una sutileza que parecía más un reflejo de su carácter que un adorno. Sin embargo, lo que más desconcertaba era cómo Sergio la miraba. Con atención, con interés genuino, como si ella fuera más que una acompañante improvisada en esa noche de máscaras. ¿Cómo podía una chica como Rita, de perfil bajo, haber logrado captar la atención de Sergio, ese jugador del momento, ese buscador de instantes sin atadura? Me lo pregunté sin querer, como si mi conciencia necesitara una explicación que no quería aceptar. Sergio no se compromete. Él colecciona experiencias, historias en proceso, pero no vínculos profundos. Y Rita… Rita no encajaba en ese esquema. No debería estar allí, envuelta en luces artificiales, en promesas vacías, en una noche que parecía tanto un juego como un vacío. Mi mirada se fijó en ella, en esa presencia que parecía desafiar toda lógica, y de repente, sin querer, apreté los puños. Fue un movimiento instintivo, como si algo en mí se rebelara contra esa apariencia de normalidad. No eran celos, o eso parecía, aunque en el fondo quizás sí. Era rabia, esa sensación incómoda de que algo no encajaba, de que alguien estaba a punto de salir herido, y yo nada podía hacer para evitarlo. La música seguía su ritmo frenético, las máscaras reían y los minutos se deslizaban en esa coreografía de apariencias. Pero mi mente solo podía enfocarse en Rita, en ella y en esa mirada que parecía decirme más de lo que ella misma tal vez pretendía, como si hubieran compartido secretos silenciosos en medio del bullicio. —Cada vez me sorprendes.
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