SINTIENDOSE UN MONSTRUO

1326 Words
**MANUEL**  ¿Qué estaba pasando? La realidad se doblaba, se retorcía. La voz de mi madre y la mirada confusa de Ramiro se clavaron en mi mente. La rubia de mi habitación… ¿No era una de las amigas de Camila? ¿Y si no había sido ninguna amiga? ¿Quién era entonces? —Pero yo… estuve con una. Hace nada. En mi habitación —le dije, aún atontado, como si las palabras se me escaparan sin mi permiso. Camila se encogió de hombros y me lanzó una mirada que mezclaba burla con indiferencia. —Pues lo soñaste, hermanito. Ninguna ha aparecido por aquí. Se dio la vuelta con su típico aire de “no tengo tiempo para tus tonterías”, dejándome más confundido que antes. Previo a que pudiera asimilar la inusual conversación, un grito emanado de la sala nos interrumpió. —¡Ramiro! ¡RAMIROOOO! —Era doña Isabel, mi madre, con ese tono que usaba cuando algo no salía como ella quería. Me apresuré hacia la sala, preocupado por el escándalo. —¿Qué pasa, madre? ¿Por qué tan alterada? Ella me miró como si apenas se diera cuenta de mi existencia. —¿Hijo, cuándo llegaste? ¡RAMIROOOO! —volvió a gritar, dejándome sordo. Finalmente, Ramiro, nuestro mayordomo, se presentó con su caminar sereno y su expresión de “otra vez me ha tocado apagar fuegos.”. —Dígame, señora. —Ramiro, ¿no sabes si ya llegó la muchacha que me iba a embellecer? La del salón. —Sí, señora. Hace rato. Le dije que la esperara en su habitación. Doña Isabel frunció el ceño, se levantó de golpe y se llevó la mano al pecho, como si le hubieran mentido en vivo. —Pues ahí no hay nadie, Ramiro. ¿Estás seguro? Voy a llamar al salón ahora mismo. ¡Esta irresponsabilidad es inaceptable! ¡Y así quieren que los recomiende! La tensión se podía cortar con un cuchillo. Yo, igualmente con la cabeza revuelta por lo de Camila, miré a Ramiro. Él parecía genuinamente confundido. —¿Y si entró a otra habitación? —pregunté, más para mí que para ellos. Mi madre ya estaba marcando al salón, visiblemente indignada. Camila apareció en el marco de la puerta con una ceja levantada. —¿Qué pasa ahora? ¿Se perdió la estilista? ¿O fue otra aparición fantasmal como la tuya, Manuel? —burlona, con esa sonrisa que parecía decir que todo esto le parecía un espectáculo divertido. No respondí. Algo no cuadraba. Y por primera vez, sentí que esa chica que había estado en mi habitación… tal vez no era quien yo pensaba. Entonces, algo en mi interior empezó a inquietarse. La forma en que Camila hablaba, esa chispa de burla, parecía más una máscara que una verdadera actitud. La manera en que su mirada se deslizaba por la habitación, como si buscara algo que no estaba allí, me hizo preguntarme si realmente era ella o si, en realidad, había algo más en juego. —Seguro que vino esa chica. —Sí, señorita, yo mismo le abrí la puerta. —dijo el mayordomo. —Esperen, una chica estaba en mi dormitorio, pero ya se fue. —Qué irresponsabilidad, esto no lo dejaré pasar. —expreso mi madre. —Madre, espera. Me quedé helado al darme cuenta de la verdad. Esa chica no era una más, no era una de las amigas de mi hermana que se colaban en mi habitación buscando juegos o atención. Era la estilista de mi madre. Una profesional que había venido a hacer su trabajo con dignidad, y yo… yo la había confundido, deshonrado y herido sin siquiera saber su nombre. La inocencia de la situación se convirtió en un cuchillo afilado que me apuñaló la conciencia. ¿Cómo pude cometer un error tan monstruoso? Me pasé la mano por la cara, sintiendo un escalofrío de vergüenza que me recorrió la espalda como una corriente eléctrica. Yo era el monstruo en este suceso. Había asumido, juzgado y actuado de la peor manera posible. No solo había violado a una chica inocente, sino también que molesté a mi madre, que había confiado en ella para un evento importante. Mis manos temblaban mientras el alboroto en la casa se intensificaba. Mi madre estaba alterada, desesperada por encontrar a su estilista. El evento se acercaba, y ella, como siempre, prefería morir antes que salir sin estar impecable. Con el corazón, latiéndome con fuerza, como si quisiera escapar de mi pecho, intenté pensar con claridad. Pero no podía. La imagen de ella —su voz, sus ojos, su presencia— se había instalado en mi memoria como una sombra. La incertidumbre me aplastaba. ¿Qué hacía ella allí, en mi habitación, sin que yo lo supiera? ¿Y por qué no dijo nada? Empujé la puerta con cuidado, como si temiera que algo pudiera saltar de repente. La habitación seguía igual, la cama deshecha, el aire impregnado con el aroma de mi colonia, pero con un matiz distinto. Más denso. El enigma más profundo. Mi mirada se posó en una esquina, junto al armario. Allí descansaba una maleta que no reconocía. Pequeña, de tela roja, con bordes dorados y un llavero en forma de mariposa colgando de la cremallera. No era mía. No era de Camila. Ni era de nadie que recordara. Pero estaba allí. Como si me esperara. Mi pulso se aceleró mientras me acercaba. La maleta parecía tener un peso simbólico, como si guardara secretos que estaban a punto de ser revelados. Me agaché, tomé aire, y con un cuidado extremo deslicé la cremallera. El sonido fue suave, pero en mi cabeza resonó como un trueno. Dentro había cosas de belleza: cepillos, esmaltes, sombras de ojos, una plancha para el cabello, frascos con líquidos que no reconocía. Todo meticulosamente ordenado. Cada objeto en su lugar, como si alguien hubiera dispuesto todo con precisión milimétrica. La escena contrastaba con el caos de mi habitación. Ese orden era un grito silencioso. Un intento de mantener el control. De esconder algo más profundo. Y entonces la vi. Una pequeña libreta, escondida entre los productos. La saqué con manos temblorosas. La abrí lentamente. En la primera página, en letra pequeña y cuidadosamente escrita, aparecía su nombre: Rita. Mis pensamientos se aceleraron hasta el punto de la locura. ¿Quién era Rita? No era una mujer de alta sociedad, no una de esas chicas que yo conocía. Era una simple chica trabajadora. ¡Maldición! La ropa que llevaba lo decía todo: la ropa que ella se puso para ir a trabajar era sencilla. ¡Yo, un idiota! Pensando que era una especie de temática de juego, una farsa para tener sexo. Soy un desgraciado. El peso de mis acciones me golpeó con la fuerza de un huracán. Recordé cada detalle de lo que le hice en la cama. Su respiración agitada, la forma en que sus manos temblaban. La había forzado. Lo había hecho sin saber quién era ella, y ahora, el conocimiento de su inocencia hacía que la vergüenza me consumiera por completo. Cerré los ojos, pero la imagen de su rostro asustado no desaparecía. Me sentí como un monstruo, un depredador que se había aprovechado de una chica que solo buscaba cumplir con su trabajo. No había sido un juego, no había sido pasión. Había sido una violación, una traición a su ingenuidad. Y lo peor de todo, es que yo era el único responsable. La libreta en mis manos se sentía como una bomba de tiempo. Había una dirección y números de teléfono; me imagino que las clientas que atendía. Tenía que encontrarla. Tenía que pedirle perdón, aunque supiera que nunca podría compensarla por el daño que le había causado. Mi vida, mi mundo, mi ego, se habían desmoronado por completo. Y en el centro de ese caos, solo quedaba una cosa por hacer: encontrar a Rita y enfrentar las consecuencias de mis actos.
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