**RITA**
—¡Vamos, rápido! ¿Cuál es tu coche? —me urgía, tirando de su brazo con desesperación. Mi corazón martilleaba con fuerza en mi pecho, cada latido, una amenaza, cada segundo que perdíamos una oportunidad menos para escapar. La adrenalina me nublaba la mente; solo podía pensar en alejarme, en huir de ese lugar y de quienes me perseguían.
Él me miró con una expresión que parecía divertida, casi desafiante, y una sonrisa ladeada apareció en sus labios. Como si toda la situación fuera un juego, una aventura emocionante, sin gravedad ni peligro real. La indiferencia en su actitud me hervía la sangre; no podía entender cómo podía estar tan tranquilo cuando la vida estaba en juego.
—¿No te da miedo que nos descubran? —le espeté, apretando su brazo con fuerza, sin soltarlo. La tensión en mi voz era evidente, combinada con el temor que me atenazaba.
—Yo no estoy huyendo.
Justo en ese momento, una alarma estridente resonó a lo lejos, un pitido agudo y persistente que perforó el silencio y me hizo estremecer. La mirada de ese hombre se dirigió hacia un coche n***o, elegante y deportivo, estacionado cerca de la salida. En su rostro, la diversión se desvaneció de inmediato, reemplazada por una expresión más seria y decidida.
—Ese —dijo en un susurro, y en un instante, me arrastró con pasos firmes y rápidos hacia el vehículo.
Miré hacia atrás, con la respiración entrecortada. La música de la fiesta se había silenciado por completo, y las luces de las linternas se movían en el horizonte, acercándose. Los pasos acelerados de los agentes, las órdenes gritadas, la voz estridente de mi madrastra llamándome por mi nombre; todo eso se filtraba en mis pensamientos. La adrenalina me invadió, un ardor en el pecho y en los pies que me hacía sentir viva y vulnerable a la vez.
—¡Más rápido! —le grité, mientras me subía al coche, sintiendo cada movimiento como si fuera un impulso vital. La puerta se cerró de un golpe, y en ese momento, él encendió el motor.
El coche rugió como un depredador en su cacería, la potencia le gritaba en los bajos. Dentro de ese coche de acero, me puse el cinturón de seguridad con manos temblorosas y miré por la ventana, viendo cómo la casa se volvía más pequeña y se alejaba cada segundo. El aire dentro del coche olía a gasolina y a suerte, y una mezcla de alivio y miedo se filtraba en mi interior.
Había escapado de mi madrastra, sí, pero ahora me encontraba en compañía de un desconocido. Un desconocido con un coche caro, que parecía tener un aire de peligro y libertad a la vez. No sabía si había saltado de la sartén para caer en el fuego, pero lo cierto era que sentía que cada decisión que tomaba podría ser la diferencia entre sobrevivir o perderlo todo.
—¿A dónde te llevo?
—A la casa de una amiga, esta es la dirección.
Mientras avanzábamos por la carretera, la noche se cernía sobre nosotros, y el silencio tenso solo era interrumpido por el ronroneo del motor y mis propios pensamientos tumultuosos. En ese instante, comprendí que no importaba cuánto quisiera volver atrás, ni cuánto hubiera deseado que todo fuera diferente. La realidad era esta: había escapado, pero todavía no sabía hacia dónde, ni qué sería lo siguiente. Solo sabía que tenía que seguir adelante, porque lo que hubiera detrás era demasiado peligroso para arriesgarse a volver a enfrentarlo.
—¿De quién huyes?
—Eso no te importa, te pagaré por el viaje.
—No es necesario. No me gusta quitarles el dinero a los pobres.
—¡¡Pobres!! Así yo, la pobre. Ah, entonces muchas gracias.
Vi lo oscuro y sombrío en donde vivía Patricia, y eso me hizo dudar profundamente. La música y las luces de la fiesta todavía estaban presentes en mi memoria, pero se habían disipado, reemplazados por la quietud opresiva de la colonia abandonada. Las casas eran pequeñas y deslucidas, sus paredes gastadas por el tiempo y la humedad. La noche, densa y silenciosa, parecía esconder más que la simple penumbra; parecía ocultar secretos y peligros que no quería conocer.
A medida que avanzábamos, él me miraba con atención, con una expresión que mezclaba preocupación y determinación. “Aquí es peligroso”, dijo con voz suave, pero serían, sus ojos reflejando una sinceridad que no podía ignorar. “¿Estás segura de que no tienes a dónde ir? Puedo llevarte a otro lado, solo dime la dirección”. La forma en que lo decía, con cierta urgencia y cuidado, me hizo pensar en lo vulnerable que me sentía en ese momento, atrapada entre el miedo y la esperanza.
Lo observé por un largo instante, sintiendo una mezcla de alivio por su ofrecimiento y temor por la situación en la que me encontraba. Lo cierto era que no tenía a nadie más. Mi mente se debatía entre la lógica y el instinto, y al final, la sensación de que volver a esa casa con mi madrastra sería peor que cualquier otro peligro me llevó a aceptar.
Le respondí con voz temblorosa, casi susurrando, «No tengo a dónde ir». La sola idea de regresar a esa farsa, a la fachada que sostenía para no demostrar cuánto me dolía por dentro, me revolvía el estómago. La perspectiva de volver con mi madrastra, de sentir otra vez su control, su hostilidad disfrazada de cuidado, me llenaba de pavor.
Entonces, saqué mi celular, buscando la esperanza de poder llamar a alguien que pudiera rescatarme de esa situación. “Voy a llamar a Patricia y que venga por mí”, le dije, apretando los labios, con la voz débil pero decidida. Sin embargo, en ese instante, él me detuvo, sin permitirme bajarme del auto. Me tomó de la mano con suavidad pero con firmeza, y sentí el calor de su piel, esa cercanía que me sorprendió en medio de tanta incertidumbre.
“Tengo un apartamento”, dijo con una sonrisa que trataba de ser tranquilizadora. “Te puedes quedar ahí por los momentos, solo hasta que puedas estar más tranquila”. La oferta, aunque inesperada, despertó en mí una chispa de esperanza y miedo a la vez.
Me lo pensé detenidamente. La verdad es que me había escapado de la casa donde mi madrastra me sometía a su control y mentiras, pero ahora, en ese momento, estaba con un hombre que apenas conocía, que me había arrebatado mi primera vez sin mucho reparo. La ironía de la situación era tan grande que casi me habría reído si las circunstancias no fueran tan serias. Sentí que todo giraba en un torbellino de pensamientos: la libertad a costa de mi inseguridad, la ayuda que venía de donde menos esperaba, y el pavor de estar sola en la calle, en un lugar que no conocía y que podía ser peligroso.