**RITA**
Manuel fue al baño, dejándome sola en el dormitorio. El silencio era pesado, casi insoportable, y me di cuenta de que mi corazón seguía latiendo con fuerza, como si estuviera tratando de salir de mi pecho. Sentí una mezcla de ansiedad y calma, una tensión que parecía no tener solución. Me acerqué a la ventana, vigilándolo mientras se alejaba por la acera, sus pasos desapareciendo en la distancia. Él, sin saberlo, se estaba convirtiendo en mi única esperanza, en mi refugio improbable en medio de tanta incertidumbre.
No sabía mucho de él, solo su nombre, que escuché en la breve conversación que tuvimos. Me dijo que trabajaba en un taller de autos de carrera, una pista de su propia pasión y quizás de su vida. Yo le mencioné que era empleada en un trabajo rutinario, procurando no dejar entrever demasiado. Él, por su parte, mencionó que el apartamento donde estábamos alojados era de un amigo, y le creí sin cuestionar. La confianza improvisada era un acto de supervivencia en ese momento.
Me sentí idiota y vulnerable, pero también aliviada. Él no me juzgó ni me interrogó sobre mi huida, y eso era lo único que me importaba: sentirme acompañada en el caos, sin explicaciones.
Luego, me acosté manteniendo los ojos vigilantes y alertas. La sensación de estar en guardia era constante, como si cada sonido pudiera traicionar lo que intentaba esconder. Él seguía allí, leyendo algo en su celular, acomodado en el respaldo del sillón. La manera en que se movía, con calma y atención, me daba una sensación de seguridad, aunque sabía que debía tener cuidado. Es de cuidado, pensé, porque es rápido con las manos, y en estos momentos, eso podía significar mucho o muy poco.
Mis ojos se cerraban lentamente, pero no del todo. La mente aún estaba activa, repasando cada detalle, cada palabra, cada sombra. La imagen de Manuel leyendo en silencio quedó grabada en mi memoria.
El despertar fue suave, gradual, como una flor que se abre al sol de la mañana. Sentí unos brazos cálidos y protectores que me envolvían con ternura, arrullándome en una sensación de paz y seguridad. Acurrucada entre ellos, medio dormida aún, me acurruqué aún más contra el calor reconfortante de su pecho, buscando refugio en su abrazo.
Mis dedos, casi inconscientemente, se deslizaron sobre la piel, acariciando los surcos y las líneas grabadas por el tiempo y la vida, sin plena conciencia de mis actos, guiada solo por el instinto y la comodidad. De repente, como un rayo que ilumina la oscuridad, la realidad golpeó mi mente adormecida. Era él. Y lo peor, o quizás lo más sorprendente, es que estaba solo en bóxer.
La sorpresa me recorrió como una descarga eléctrica, despertándome por completo. Con un movimiento brusco, casi violento, me levanté de golpe, alejándome de su contacto. En la confusión del momento, y presa del desconcierto, le di una patada instintiva para sacarlo de la cama, intentando crear distancia entre nosotros. La pregunta retumbaba en mi cabeza como un eco insistente. ¿En qué momento exacto, bajo qué circunstancias inexplicables, se metió en mi cama? La respuesta se me escapaba, sumiéndome en un mar de dudas y preguntas sin respuesta.
El golpe lo despertó de golpe. Un quejido adolorido escapó de sus labios mientras se incorporaba, llevándose una mano a la zona afectada. Sus ojos, aún nublados por el sueño, me buscaron con confusión. Intenté evitar su mirada, pero la curiosidad y la necesidad de una explicación me mantenían fija en el lugar. Un silencio incómodo se instaló entre nosotros, roto solo por el sonido de mi respiración agitada y los murmullos ininteligibles que salían de su boca.
— ¿Qué… qué pasó? —preguntó finalmente, su voz ronca y llena de confusión.
—Dímelo tú. Atrevido.
—¿Que hice?
No sabía qué responder. ¿Cómo explicar lo inexplicable? ¿Cómo articular la maraña de emociones que me embargaba? En lugar de responder, lo miré fijamente, esperando que él me ofreciera alguna explicación, alguna pista que me ayudara a desenredar este embrollo.
Sus ojos se abrieron con sorpresa al registrar mi expresión de incredulidad y enojo. Se pasó una mano por el pelo, despeinándolo aún más, en un gesto que denotaba nerviosismo y desconcierto.
— Yo… no lo sé. Anoche estaba viendo una película, ¿recuerdas? Después…
Su voz se apagó, incapaz de completar la frase. La película. Sí, lo recordaba vagamente. Una comedia romántica empalagosa que había elegido. Yo, cansada por el trabajo, me había quedado dormida en la cama sola a mitad de la película. Pero, ¿cómo había terminado él en la cama? Y lo más importante, ¿cómo había terminado él… así en pelotas?
La sospecha, como una serpiente venenosa, comenzó a enroscarse en mi mente. ¿Había sido esto una treta? ¿Un intento calculado de aprovecharse de mi vulnerabilidad? La idea me repugnaba, pero no podía descartarla por completo.
— ¿Me estás diciendo que no recuerdas nada? —pregunté, mi voz temblorosa pero firme.
Él negó con la cabeza y su rostro, mostrando genuina confusión y arrepentimiento. — Lo juro, no recuerdo cómo terminamos así. Estaba tan cansado que me quedé dormido en el sofá. Cuando desperté, tú estabas…
Se interrumpió, incapaz de pronunciar la palabra “desnuda”.
Su honestidad aparente me confundió aún más. ¿Podía estar diciendo la verdad? ¿Era posible que ambos hubiéramos sido víctimas de una extraña combinación de cansancio, somnolencia y circunstancias desafortunadas? La idea parecía absurda, pero era la única explicación que tenía sentido.
El desconcierto en su mirada era un espejo del mío. Los dos, atrapados en un limbo de incertidumbre, buscando respuestas a una pregunta que quizás nunca tendría respuesta. —Eres un peligro.
Mis entrañas rugían a gritos. El hambre, que había estado escondida durante todo el escape, ahora se hacía notar con una fuerza brutal. Me acerqué a la cocina con la esperanza de encontrar algo para comer, pero al abrir el refrigerador y la despensa, solo encontré un par de cajas de cereal, un cartón de leche y algunas latas de sopa que parecían más bien el mayor tesoro del planeta en ese momento.
—¿No hay más? —pregunté, girándome medio molesta, medio resignada, para mirar a Manuel. Él estaba sentado en un taburete, con esa sonrisa pícara y ladeada que siempre tiene, como si no le importara nada.
—No tengo plata para comprar comida —dicen que fue su respuesta, mientras encogía los hombros con una actitud supertranquila—. Y no soy chef, así que ni idea de cómo cocinar algo decente.
Yo le lancé una mirada entre fastidio y resignación, pero al final no pude evitar soltar una carcajada. —Bueno, yo tampoco soy un máster en la cocina —dije, sacando las cajas de cereales—. Pero al menos hay algo para comer, ¿no? Y eso, en este momento, es más que suficiente.
Le serví un plato con cereal y leche, y él hizo lo mismo. Nos sentamos en la mesa, en silencio, comiendo. Él, con la mirada puesta en su tazón, y yo, observándolo en silencio. Era una escena loca: dos desconocidos compartiendo cereal en un apartamento de lujo, como si no pasara nada raro. La fiesta donde estaba todo ese circo, mi madrastra, mi prometido, parecía que había sido una historia de otra vida, un mal sueño del que por fin despertaba.
Y en ese instante, por extraño que pareciera, la sencillez del momento me liberó. El caos y la confusión se sintieron lejanos. Éramos solo dos personas, en medio de la nada, compartiendo cereal y un silencio elocuente.