**RITA**
¿De qué hombre hablaba? ¿De Sergio? ¿De alguien más? No importaba. Lo que importaba era que este no era Manuel. Este era un monstruo. Una versión distorsionada por él, por los celos, por la obsesión. O sabe Dios.
—Que me sueltes. Te has vuelto loco —repetí, con más fuerza, con más miedo.
Él me miró, con los ojos inyectados de rabia y tristeza. —Tú eres la culpable —dijo, como si esa frase lo justificara todo. Como si mi libertad, mi decisión, mi ausencia, fueran una traición imperdonable.
Y en ese instante, supe que tenía que escapar. No solo del apartamento.
Sino de él.
Mi primer instinto fue retroceder, alejarme de él. La sorpresa se convirtió en miedo. Era un desconocido que había irrumpido en mi espacio, y mi cuerpo reaccionó antes de que mi mente pudiera procesarlo.
—Manuel, ¿qué haces aquí? —logré susurrar, con la voz temblorosa, como si el aire se hubiera vuelto demasiado denso para hablar.
Intenté apartarme, pero la fuerza de su agarre era implacable. Me tomó por los hombros y me arrastró hacia él, la distancia entre nosotros desapareciendo en un segundo. Me resistí, empujando su pecho, pero él no cedió. Con un movimiento rápido, me levantó en sus brazos, como si no pesara nada. Mi respiración se cortó. A pesar del miedo, no pude evitar un sobresalto de extraña familiaridad. Su tacto, su olor, su presencia… todo me recordaba a noches que ya no existían.
Manuel se dejó caer en el pequeño sofá del apartamento, un estruendo que hizo temblar la habitación. Mi cuerpo cayó sobre él suyo, aterrizando en su regazo. Mis manos, instintivamente, se aferraron a su camisa para no caer. Me sentí vulnerable, expuesta. Su calor, su olor, todo lo que una vez fue un desgraciado, ahora me abrumaba como una amenaza disfrazada de obsesión.
—No te atrevas a irte —dijo, su voz ronca y cargada de una desesperación que me heló la sangre—. No para él.
Sus palabras me atravesaron como un cuchillo. No eran solo celos. Era algo más oscuro. Algo que lo estaba consumiendo desde dentro.
—Manuel, suéltame —dije, con más firmeza, intentando recuperar el control de mi cuerpo, de mi espacio, de mi voz.
Pero él no se movió. Me miraba como si yo fuera la única cosa que lo mantenía en pie. Como si perderme fuera perderse a sí mismo.
—No puedo verte con él. No puedo verte con otro. Eres mía —susurró, y esa frase me paralizó.
No era amor. Era posesión. ¡Como si yo fuera su trofeo más preciado!
—No soy de nadie —respondí, con la voz quebrada pero firme—. Y tú y yo no somos nada.
Él cerró los ojos por un segundo, como si mis palabras lo golpearan más fuerte que cualquier empujón. Cuando los abrió, vi algo distinto. No es una furia. No, rabia. Si no miedo. Miedo de sí mismo. Miedo de lo que estaba haciendo.
—No quería asustarte —dijo, apenas audible—. Solo quería que me escucharas.
Me levanté de su regazo con esfuerzo, sin dejar de mirarlo. Mi cuerpo temblaba, pero mi decisión era clara.
—No soy propiedad de nadie. Te equivocaste conmigo.
—No me equivoque…
Me sujetó más fuerte, colocándome en horcajadas sobre él. Su urgencia se volvió más intensa. —Eres mía.
Sus besos, llenos de una dulce insistencia, me convencieron finalmente a rendirme a la tentación. Cada uno era una promesa tácita, una invitación a dejarme tentar. Sabe besar con una maestría que desarma, encontrando el punto exacto donde mi resistencia se derrite. Y sus manos, con un conocimiento preciso, tocan justo donde mi cuerpo cede, donde la piel se estremece y el deseo se enciende, haciendo imposible cualquier intento de negación.
Me abandoné, entonces, a ese torbellino de sensaciones. Sus labios, ya dueños de mi voluntad, trazaban un mapa de placer sobre mi piel. El aire se volvía denso, cargado de una electricidad que nos envolvía. Cada roce, cada caricia, era un incendio que se propagaba, consumiendo cualquier vestigio de duda. En sus brazos, el mundo exterior se desvanecía, dejando solo la urgencia de nuestros cuerpos buscando el encuentro.
Ya no existía el mañana, ni el ayer, solo este instante. Esta necesidad imperiosa de fundirnos en un solo ser, me convertí en una pervertida, con un deseo incontrolable. Y en ese abandono, en esa entrega total, encontré una libertad que desconocía, un placer que me elevaba por encima de la razón, donde solo importaba el latido frenético de nuestros corazones sincronizados. No había amor, solamente deseo.
Todo comenzó con un pequeño paso, una acción que parecía inofensiva en su inicio. Sin embargo, esa pequeña acción desencadenó una serie de eventos imprevistos. Una cosa llevó a la otra, en una progresión que rápidamente se salió de control. Lo que había comenzado como algo simple se transformó en una situación caótica y confusa.
Terminamos inmersos en un caos absoluto, donde el orden y la razón se perdieron. La ropa esparcida reflejaba el desorden general. Las paredes parecían gritar silenciosamente el horror de la noche anterior, un eco mudo de risas estridentes y promesas inexistentes. Eramos una bomba de tiempo a la hora de hacer el amor.
Cuanto más intentábamos, detenernos, más nos hundíamos en el caos. El tiempo se distorsionaba, los minutos se alargaban y la realidad se desdibujaba, confundiendo fantasía con la explícita depravación s****l que compartíamos. Su boca obraba maravillas en mi clítoris, y yo aprendí a excitarme al chupar su erección creciente. La cordura pendía de un hilo, a punto de ceder ante la locura s****l.
El silencio se hizo ensordecedor, interrumpido solo por el eco de nuestros propios cuerpos desordenados. Me acoplaba con el 69, que era una pose increíble. Pero era solamente eso, una calentura momentánea. Somos de dos mundos diferentes.
El sol de la tarde se filtraba por la ventana, pintando de dorado el polvo suspendido en el aire. Manuel me agarró la mano, el roce de su pulgar sobre mi piel me ponía la piel de gallina.
—No te quiero ver con él —me dijo en un susurro. La familiaridad con la que se movía, con la que me tocaba, me hacía sentir como si hubiésemos estado juntos desde siempre. Su aliento cálido me cosquilleaba en la oreja.
—Soy libre de ver a quien quiera —respondí, aunque mi voz se quebró un poco, traicionando la seguridad que intentaba proyectar. Me mordí el labio, pensando en la sonrisa de estrella de cine y en la forma en que su risa se mezclaba con la mía.
Manuel se alejó un poco, sus ojos, tan profundos como el océano al anochecer, se encontraron con los míos. El ambiente se cargó de una tensión palpable, y me di cuenta de que mi corazón latía con fuerza contra mis costillas.
—Rita, ¿quieres ser mi novia?