**RITA**
Asentí, sintiendo cómo el miedo y la determinación se mezclaban en mi estómago, como aceite y agua. Julia Elena había mostrado su mano. Había revelado hasta dónde estaba dispuesta a llegar. Ahora era mi turno de mostrar la mía.
Pero esta vez, yo estaría preparada.
—¿Quieres que contrate a alguien para que te proteja?
—No es necesario. Yo arreglaré eso.
—Está bien.
El camino hacia mi apartamento se sintió como un regreso a una vida anterior, a una versión de mí misma que había existido antes de que mi mundo se convirtiera en un campo de batalla. Manuel manejaba en silencio, respetando mi necesidad de procesar todo lo que había descubierto en la estación de policía, pero podía sentir su preocupación irradiando desde el asiento del conductor como calor corporal.
Mi apartamento. Mi refugio que había tenido que abandonar antes.
Había reanudado el contrato de renta apenas la semana pasada, una decisión que en ese momento me había parecido práctica —Patricia necesitaba un lugar donde quedarse mientras supervisaba el proyecto del hotel boutique— pero que ahora se revelaba como una jugada de supervivencia inconsciente. Como si una parte de mí hubiera sabido que necesitaría un lugar donde esconderme de la guerra que se avecinaba.
—Este edificio tiene buena seguridad —comentó Manuel mientras estacionaba frente al complejo residencial, evaluando automáticamente las medidas de protección con esa mentalidad práctica que tanto admiraba en él—. Cámaras, portero las veinticuatro horas, acceso controlado.
—Sí —respondí, aunque mi voz sonó más cansada de lo que pretendía—. Patricia se siente segura aquí. Y ahora yo también necesito sentirme segura en algún lugar.
Segura. Qué concepto más extraño después del día que había tenido.
Bajé del auto con movimientos mecánicos, sintiendo cada músculo de mi cuerpo protestar por la tensión acumulada. Las bolsas de compras de mi tarde con Marcela —que parecía haber sucedido en otra vida, en otro universo donde yo era una mujer normal con preocupaciones normales— seguían en el asiento trasero de mi MINI Cooper destrozado, que ahora permanecía en el depósito de la policía como evidencia de un crimen.
Una vida normal. Qué concepto más irreal.
Manuel salió del auto y caminó hacia mí, y por primera vez en toda la tarde pude ver realmente su rostro bajo la luz de las lámparas del estacionamiento. Se veía preocupado, sí, pero había algo más en sus ojos oscuros. Algo que me hizo consciente de repente de todo lo que él había hecho por mí hoy.
—Rita —dijo suavemente, acercándose lo suficiente como para que pudiera oler su colonia familiar, esa que asociaba con seguridad y tranquilidad—, ¿vas a estar bien sola esta noche?
Era una pregunta cargada. Lo sabía. Él lo sabía. Ambos entendíamos las múltiples capas de esa simple oración. Este pícaro quiere aprovechar cada situación para revolcarse conmigo en la cama.
—Patricia, está aquí —respondí, evadiendo hábilmente la pregunta real—. No estaré sola. —Tosió, con discreción, entendió que yo había dado en el clavo.
—No era a eso a lo que me refería —murmuró, y había una vulnerabilidad en su voz que me hizo mirarlo realmente por primera vez desde que me había rescatado en la carretera.
Ahí estaba. Esa expectativa silenciosa. Esa esperanza tácita.
Manuel me había salvado la vida hoy. Literalmente. Había aparecido como un ángel guardián cuando más lo necesitaba, había arriesgado su propia seguridad para protegerme, había estado a mi lado durante toda la declaración en la estación de policía. Era natural que esperara… algo. Un momento. Una conexión. Una muestra de gratitud que fuera más allá de las palabras.
Pero yo no tenía nada que dar. No hoy. No después de todo lo que había pasado. No con la imagen de Esteban todavía grabada en mis retinas, con sus amenazas implícitas resonando en mis oídos, con la certeza de que Julia Elena había escalado nuestra guerra personal a niveles que nunca había imaginado.
—Manuel —comencé, y mi voz se quebró ligeramente—, no puedo…
—Lo sé —me interrumpió, pero pude ver la decepción que trataba de disimular en sus ojos—. Lo entiendo, Rita. Ha sido un día… imposible…
Pero no lo entendía completamente. No podía. Me acerqué a él y le tomé las manos, sintiendo cómo sus dedos se entrelazaron con los míos automáticamente. Eran manos fuertes y seguras, que me habían protegido hoy. Manos que merecían más de lo que yo podía ofrecer en este momento.
—Gracias —le dije, y puse toda mi gratitud genuina en esas dos palabras—. No solo por hoy. Por todo. Por estar ahí cuando te necesité, por no hacer preguntas, por ser exactamente lo que necesitaba cuando mi mundo se estaba desmoronando.
—Siempre voy a estar ahí para ti, Rita —respondió, y había una promesa en su voz que me hizo sentir culpable y agradecida al mismo tiempo—. Siempre. Sin importar lo que pase.
Esa era exactamente la clase de declaración que no podía procesar hoy.
Me puse de puntitas y le di un beso suave en la mejilla, sintiendo cómo se tensaba ligeramente ante el contacto. Era todo lo que podía ofrecer. Todo lo que tenía disponible en mi repertorio emocional devastado.
—Cuídate —susurré, alejándome antes de que pudiera ver más decepción en sus ojos, antes de que mi culpa me obligara a dar más de lo que tenía para dar.
—Tú también —respondió, pero ya estaba caminando hacia la entrada del edificio, alejándome de esa conversación que no podía tener, de esas expectativas que no podía cumplir. Al menos no hoy. O tal vez nunca.
El portero me reconoció inmediatamente y me sonrió con esa calidez profesional que me recordó por qué había elegido este lugar inicialmente. Subí al elevador y presioné el botón del piso quince, mirando cómo los números se iluminaban uno por uno, mientras me alejaba física y emocionalmente de Manuel, quien probablemente seguía parado en el estacionamiento preguntándose qué había hecho mal.
Él no había hecho nada malo. Yo simplemente no tenía nada correcto que dar en este momento donde la rabia me superaba. Esa mujer tocó fondo conmigo.
Cuando las puertas del elevador se abrieron en mi piso, sentí algo que no había sentido en meses: alivio verdadero. El pasillo familiar, la puerta con el número que conocía de memoria, la llave que giraba suavemente en la cerradura.
Entré al apartamento y cerré la puerta tras de mí, asegurando todos los cerrojos con movimientos automáticos que revelaban qué tan paranoica me había vuelto en un solo día. El silencio me envolvió como una manta protectora, y por primera vez desde que había salido de compras con Marcela —en otra vida, en otro universo donde yo era una mujer normal con preocupaciones normales— pude respirar realmente.
Ahora tenía que planear mi siguiente movimiento. Porque Julia Elena había movido su pieza. Y era mi turno.
—Rita, ¿qué haces aquí? —La voz de Patricia me sacó abruptamente de mis pensamientos estratégicos. Se levantó del mueble que tenía completamente cubierto de telas en tonos dorados y cremas, muestras de diferentes texturas esparcidas como un arcoíris de creatividad—. No me avisaste que venías. Pensé que te quedarías en casa con tu papá esta noche.