**RITA**
Su expresión cambió inmediatamente cuando me vio la cara. Los ojos de mi amiga siempre habían sido como espejos que reflejaban mis emociones antes de que yo misma las procesara completamente.
—Patricia, prepárame un té para los nervios —le dije, dejándome caer en el sofá como si mis piernas hubieran decidido dejar de sostenerme—. Me chocaron.
El silencio que siguió fue tan denso que podría cortarse con cuchillo. Patricia se quedó completamente inmóvil por tres segundos antes de que su cerebro procesara mis palabras.
—¿Qué? —gritó, corriendo hacia mí con una velocidad que habría impresionado a cualquier atleta olímpico—. ¿Estás bien? ¿Estás herida? ¿Te duele algo? ¿Necesitas ir al hospital?
Sus manos me recorrían buscando heridas, moretones, cualquier señal de daño físico, con esa intensidad protectora que solo las hermanas mayores pueden desplegar cuando sienten que han fallado en proteger a las menores.
—Estoy bien físicamente —le aseguré, tomando sus manos temblorosas entre las mías para detener su inspección médica improvisada—. Ni te imaginas quién es la responsable de todo esto.
Patricia se sentó en la mesa de centro frente a mí, acercándose lo suficiente como para leer cada microexpresión en mi rostro. Su mirada pasó de preocupación maternal a algo mucho más peligroso: furia, de amiga.
—¿Quién? —preguntó, y había un filo en su voz que raramente aparecía. Patricia era dulce por naturaleza, pero cuando alguien lastimaba a las personas que amaba, se convertía en algo completamente diferente—. Dime nombres, Rita. Ahora.
—Estoy absolutamente segura de que fue mi querida madrastra —escupí la palabra como si fuera veneno en mi boca—. Ya que el primo de ella, Esteban, está directamente implicado. Lo arrestaron, Patricia. Lo vi en la estación de policía con mis propios ojos.
—¿ESTEBAN? —Patricia se puso de pie de un salto, comenzando a caminar en círculos como un animal enjaulado—. ¿El mismo Esteban que aparece en todas las cenas familiares lamiéndole las botas a Julia Elena? ¿El que siempre tiene esa sonrisa falsa y esos ojos de serpiente?
—El mismo —confirmé, sintiendo cómo mi propia rabia comenzaba a alimentarse de la de mi amiga—. De seguro me querían secuestrar, Patricia. No fue un accidente. No fue un intento de robo. Fue una operación planificada para eliminarme de la ecuación permanentemente.
Patricia se detuvo abruptamente y me miró con una expresión que mezclaba horror absoluto y comprensión súbita.
—Esa maldita vieja bruja —susurró, pero había tanto veneno en esas palabras que sonaron más fuertes que un grito—. Siempre supe que era capaz de cualquier cosa, pero esto… esto es otro nivel completamente.
Se acercó a la ventana y miró hacia la calle, como si esperara ver enemigos acechando en cada sombra.
—¿Qué vas a hacer, Rita? —me preguntó sin girarse, y pude oír en su voz que ya estaba calculando estrategias, ya estaba entrando en modo de guerra familiar.
Me levanté del sofá y caminé hasta quedarme a su lado. Ambas miramos hacia la ciudad que se extendía bajo nosotras, luces parpadeando como estrellas terrestres, completamente ajena al drama que se desarrollaba en este apartamento en el piso quince.
—No darle el gusto —respondí con una firmeza que me sorprendió a mí misma—. Si ella está dispuesta a todo, entonces yo también estoy dispuesta a todo. Ya no hay reglas, Patricia. Ya no hay límites morales que respetar cuando la otra persona está literalmente tratando de matarte.
Patricia se giró para mirarme, y en sus ojos vi el reflejo de mi propia determinación multiplicada por dos.
—¿Qué necesitas de mí? —preguntó sin dudar ni un segundo, y esa respuesta automática me recordó por qué éramos buenas amigas: éramos aliadas, cómplices, un frente unido contra cualquier amenaza externa.
—Primero, necesito saber en qué me estoy metiendo —le dije, tomando sus manos—. Esto ya no es solo sobre herencias o rivalidades familiares. Julia Elena acaba de intentar secuestrarme, posiblemente matarme. Si te asocias conmigo en esto, te conviertes en su enemiga también.
—Rita —me dijo con esa voz que usaba cuando era completamente seria—. Esa mujer se convirtió en tu enemiga el día que se casó con tu papá y empezó a envenenarlo contra todos. Hoy solo escaló la guerra que ella misma comenzó hace años.
Mi amiga tenía razón. La guerra había empezado mucho antes de hoy.
—Muy bien —dije, sintiendo cómo algo se solidificaba en mi interior, como metal fundiéndose y tomando forma—. Entonces necesito que me consigas a alguien que sea astuto, que sepa pelear y sobre todo que sepa de armas.
—¿Y después? —preguntó Patricia, pero ya había anticipación en su voz, ya estaba pensando tres pasos adelante.
—Después la destruimos, ella va a salir de mi casa —respondí con una simplicidad que me asustó a mí misma—. Sistemáticamente. Profesionalmente. Permanentemente.
Patricia sonrió, y era la sonrisa más peligrosa que había visto en su rostro dulce en toda mi vida. —Perfecto —dijo, dirigiéndose a la cocina para preparar ese té que había prometido—. Pero primero, ¿me vas a contar exactamente todo lo que pasó hoy? Cada detalle. Cada nombre. Cada cara que viste.
Mientras la seguía hacia la cocina, me di cuenta de que, por primera vez desde que había comenzado esta pesadilla, no me sentía sola. Tenía una aliada. Una hermana de alma dispuesta a ir a la guerra conmigo.
Y Julia Elena no tenía idea de lo que se le venía encima.
—Patricia —le dije mientras ella ponía agua a hervir—. Hay algo más que necesitas saber.
—Dime.
—Papá está empeorando. Y creo que ella lo está acelerando.
Los ojos de Patricia se endurecieron hasta convertirse en chips de hielo.
—Entonces no tenemos tiempo que perder —murmuró—. Esta guerra termina ahora.
O ella se va, o nosotras la echamos. Pero tu papá no va a morir con esa víbora al lado de su cama.
Y ahí supe que había subestimado completamente a mi amiga. Julia Elena estaba a punto de descubrir que había despertado a dos leonas, no a una.
Crucé el umbral de la casa y el peso del portón al cerrarse tras de mí resonó como una sentencia definitiva. El aire olía a la misma opulencia de siempre, pero ahora impregnado de una carga turbadora: el temor latente y la mentira que había envuelto estos últimos días. Yo, que debía ser solo un espectro, una víctima rota, regresaba con paso firme y decidido, no para buscar castigo, sino para observar el vertiginoso fracaso que se avecinaba.