ASALTO Y PERDIDAS

1147 Words
**RITA** Sus palabras me golpearon como una bofetada emocional, y por un momento, casi perdí el aire. No era solo lo que decía, sino cómo lo decía: como si el amor fuera una trampa, un laberinto sin salida. Como si yo fuera una presa que podía ser atrapada con promesas, con amenazas, con una obsesión que sobrepasaba cualquier límite. Él tiene que estar desquiciado para pretender que yo acepte algo de esta manera. Y en ese instante, comprendí algo que antes había ignorado: no era deseo lo que lo movía. Era miedo de que yo no le perteneciera. Miedo a perderle. Miedo a que mi elección le arrebatara el control que ejercía sobre mí. Miedo a que, por primera vez, su dominio absoluto se viera amenazado. Su mirada fija en la mía ardía con una mezcla de temor y desesperación, una evidencia de su vulnerabilidad oculta tras esa fachada de control. Y en ese momento, supe que, a pesar del dolor y la confusión, esa situación era más que una simple historia de amor o posesión. —Juro que no lo soporto. Solo imaginarte con Sergio me revuelve el alma. —Espera… yo no soy de tu propiedad. Así que déjame salir. Él iba a responder, pero en lugar de palabras, dio un paso hacia mí. Su mirada ardía con algo peligroso, y el aire entre nosotros se volvió denso, casi irrespirable. Justo entonces, mi celular vibró, rompiendo esa burbuja tóxica. —¿Hola, Paty? Su voz temblaba. —Rita, tengo un problema. —¿Qué pasa? —Unos chicos acaban de entrar al salón. Están armados. Nos están asaltando. Llamé a la policía, pero aún no llega. —¿Dónde estás tú? —En la oficina. Estoy viendo todo por las cámaras. No sé qué hacer. —Escúchame bien. No salgas. No te enfrentes a ellos. Deja que se lleven lo que quieran. —Amiga… esto se está poniendo violento. —Voy para allá. —Colgué sin pensarlo dos veces y abrí la puerta del auto. —¿A dónde vas? —preguntó Manuel, alarmado. —Mi salón está siendo asaltado. Patricia, mi socia, está atrapada adentro. —Vamos. Yo te llevo. No discutí. Solo quería llegar lo más rápido posible. El trayecto fue un torbellino de pensamientos, imágenes, miedo. Al llegar, la escena era un caos controlado: patrullas, sirenas, policías armadas. El perímetro estaba asegurado. Vi cómo sacaban a los chicos esposados, algunos forcejeando, otros cabizbajos. Corrí hacia la entrada. Manuel intentó detenerme, pero fui más rápida. —¡Patricia! —grité, con la voz quebrada. Una oficial me interceptó. —Lo siento, no puede entrar. Hay dos heridos. —Soy la dueña del salón. La mujer me miró con seriedad, evaluando mi rostro, mi urgencia. —Acompáñeme. Necesito hacerle unas preguntas. —Quiero saber si mi amiga está bien. Por favor. La oficial asintió con un gesto contenido. —Está en shock, pero está viva. La están atendiendo en la ambulancia. Venga conmigo. Sentí que el aire volvía a mis pulmones, aunque aún pesaba. Caminé junto a ella, con el corazón latiendo como tambor de guerra, sabiendo que nada volvería a ser igual después de ese día. Me temblaban las piernas mientras seguía a la oficial entre patrullas, luces rojas parpadeantes y murmullos tensos. El aire olía a pólvora y miedo. Cada paso me acercaba a una verdad que no quería enfrentar: ¿y si, Patricia…? —Está por aquí —dijo la oficial, señalando una ambulancia estacionada junto a la acera. Y entonces la vi. Patricia estaba sentada en la parte trasera de la patrulla, envuelta en una manta térmica, con la mirada perdida y los ojos hinchados. Tenía un pequeño corte en la frente, pero estaba, sana y salva. Corrí hacia ella sin pensar, esquivando a los paramédicos, ignorando los gritos detrás de mí. Me lancé a sus brazos y ella me recibió como si fuera el único refugio en medio del caos. Nos abrazamos fuerte, como si quisiéramos fundirnos en una sola, como si ese abrazo pudiera borrar el horror de los últimos minutos. —Estás bien… estás bien… —repetía yo entre sollozos, acariciándole el cabello, sintiendo su cuerpo temblar contra el mío. Ella no dijo nada al principio. Solo lloró conmigo. Lágrimas silenciosas, pesadas, que hablaban de miedo, de alivio, de todo lo que no se podía poner en palabras. —Pensé que no saldría —me dijo al fin, con la voz rota. —Yo también. Pero estás aquí. Y eso es todo lo que importa. En ese momento, no me importaban los ladrones, ni los daños, ni las preguntas que vendrían después. Solo me importaba que mi amiga estuviera a salvo. Que podía abrazarla. Todavía tenía a Patricia entre mis brazos cuando la oficial se acercó de nuevo. Su rostro era serio, pero no hostil. —Señora, necesito que nos acompañe para tomar su declaración. Es importante que colabore ahora. Yo iba a responder, pero Manuel se adelantó, con ese tono firme que usa cuando quiere protegernos sin parecer autoritario. —Oficial, entiendo que necesitan información; sin embargo, ellas están en shock. Acaban de vivir algo muy fuerte. ¿Podemos presentarnos mañana en la jefatura, con más calma? La oficial lo miró, luego a nosotras. Patricia seguía temblando, y yo apenas podía sostenerme. —Está bien —dijo finalmente—. Pero deberán presentarse mañana temprano. No lo olviden. —Lo haremos —respondí, agradecida. Ella se retiró sin más. Manuel se volvió hacia nosotras con suavidad. —Vamos, súbanse al auto. Esta noche lo que necesitan es descansar. Mañana, con la cabeza más fría, hablarán con la policía. No discutí. No tenía fuerzas. Solo asentí y ayudé a Patricia a caminar. Nos subimos al auto en silencio, envueltas en una mezcla de miedo, alivio y agotamiento. Mientras Manuel arrancaba, miré por la ventana una última vez. Las luces de la patrulla seguían parpadeando, como si la noche no quisiera olvidar lo que había pasado. Pero yo solo pensaba en una cosa: Patricia estaba viva. Y eso, por ahora, era suficiente. —Llévanos a mi apartamento —dije, con la voz aún temblorosa. Ese que había dejado apenas unas horas antes, sin imaginar que volvería bajo circunstancias tan distintas. Di un suspiro de alivio al recordar que aún no lo había entregado. Todavía era un refugio. —Está bien —respondió Manuel, sin hacer preguntas. Su tono era sereno, como si supiera que lo que necesitábamos ahora no eran palabras, sino seguridad. El trayecto fue silencioso. Patricia iba a mi lado, con la cabeza recostada en mi hombro. Sentía su respiración irregular, como si cada exhalación fuera una batalla ganada. Yo no podía dejar de mirar por la ventana, como si el mundo allá afuera pudiera explicarme lo que acabábamos de vivir. Esa pérdida no era nada para mí. Sin embargo, para Patricia era toda su vida.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD