**MANUEL**
Ella parpadeó, y por un segundo, vi un destello de entendimiento en sus ojos. Un reconocimiento de las palabras ocultas detrás de las mías.
Sergio se acercó a ella y pasó un brazo por sus hombros, atrayéndola a su lado. La familiaridad del gesto me golpeó.
—Exacto. Por eso lo quiero —dijo él, con una sonrisa de suficiencia—. Es un regalo para ella.
Rita desvió la mirada del auto y de la mía, incómoda.
—Sergio, no es muy llamativo ese auto… —murmuró, su voz apenas audible. Había una quietud en ella, una resistencia silenciosa que solo yo parecía notar.
—Es justo lo que necesitas, cariño —respondió él, condescendiente, apretando su brazo con una posesión que me hirió. El mundo se me vino encima. Esa palabra. “Cariño”. Dicha por él. Como si fuera dueño de su alma, de su voz, de su voluntad. Como si ella fuera un accesorio más en su colección.
Un calor ciego me subió por el pecho. Quería golpearlo. Quería gritarle que se apartara, que no tenía derecho a tocarla, a llamarla de esa forma. Quería gritarle a Rita que él no la conocía, que no entendía la verdadera fortaleza que yo había descrito. Mi intención era comunicarle que ella no era suya. Ella es mi mujer, pensé, y el grito ahogado me quemó la garganta.
Apreté los puños a mis costados, las uñas clavándose en la carne. Me obligué a respirar, a mantener la máscara de profesionalidad, mientras en mi mente, la furia se desataba. Me prometí que lo que él le comprara con su dinero no se compararía con lo que ella encontraría si tan solo se atreviera a ir a buscarlo. Me quedé allí, paralizado como un tonto, con el corazón apretado, enfrentándome a la realidad.
—Ponle precio —ordenó Sergio, el tono de su voz bajando a una arrogancia gélida— y lo envías a esta dirección en cuanto transfiera el dinero.
Sacó una tarjeta de su billetera y la puso sobre mi escritorio. Un gesto tan simple y tan cargado de poder. Comprar un auto a mi mujer, como si ella fuera una mercancía más. ¡Como si estuviera en venta! Maldita sea.
Rita le sonrió a él, una sonrisa que yo conocía, una sonrisa que solía ser solo para mí. Una sonrisa juguetona, llena de complicidad. La miré a los ojos y supe que, a pesar de todo, estaba perdiendo.
—Hasta pronto, Manuel —dijo ella, con una ligereza que me pareció un puñal.
Y luego se fue. Los dos se fueron, dejándome solo con el eco de sus pasos y el frío de la tarjeta de Sergio sobre mi escritorio.
Quedé en mi oficina hecho un demonio. La puerta se cerró, con un golpe sordo, un reflejo de la rabia que me quemaba por dentro. No quería dejarla ir. No a ella. Y menos con él, me sentí un perdedor.
Ella es mía. El grito silencioso resonó en las paredes de mi cerebro. El aire se hizo pesado y asfixiante. La corbata me apretaba el cuello. Me la arranqué con un tirón, la arrojé sobre el escritorio como si fuera una serpiente muerta. Todo lo que había construido, todo este imperio de autos, parecía una jaula. Y yo, el prisionero.
No entendía cómo ella podía sonreírle. No entendía cómo podía tomar su brazo, aceptar sus regalos, ser su “cariño”. ¿Acaso no recordaba lo que habíamos hecho en la cama? ¿De qué conozco ese cuerpo mejor que nadie? Cada vez que la veía, los recuerdos volvían como fantasmas. La vez, en que sudamos haciendo el amor.
Me senté en el sillón de mi escritorio. Me incliné, me cubrí el rostro con las manos. Mis dedos se enterraron en mi piel con tanta fuerza que me dolió. El dolor era bienvenido. Era una prueba de que aún sentía, de que aún no me había rendido. Tenía que recuperarla. Tenía que luchar por ella.
El teléfono sonó. La tarjeta de Sergio brilló bajo la luz de la lámpara. La tomé entre mis dedos y la apreté. Sabía que no podía dejarla ir.
**RITA**
La casa se sentía diferente. Ya no era el campo de batalla de la semana pasada, ni el escenario de susurros venenosos y miradas calculadas. Era un proyecto. Un espacio que necesitaba ser restaurado, reorganizado y, sobre todo, protegido. Y yo era la arquitecta de esa reconstrucción.
—Señorita, Rita, la señora Julia Elena, nos ha dicho que usted no es nadie para que reorganice todo en la casa.
—¿Tú qué crees?
—Mi señorita, la conozco desde pequeña. Solamente que la señora Julia nos pone en situaciones complicadas.
—Tranquila, hablaré con ella.
Con el abogado y el doctor de mi lado, y cada uno de los empleados. Mi primer paso fue poner orden. No solo en los asuntos legales y médicos de mi padre, sino en la casa misma. Cada rincón hablaba. Cada cuadro, cada mueble, cada cortina elegida por Julia parecía susurrar su nombre, como si su presencia aún se aferrara a las paredes.
No más. Decidí que el hogar de mi padre debía volver a ser lo que alguna vez fue: un lugar de paz, de raíces, de verdad. Mandé retirar los adornos que ella le había impuesto como trofeos. Cambié las cortinas, reubiqué los muebles, abrí las ventanas que llevaban meses cerradas. Dejé que el aire nuevo entrara, que la luz tocara los rincones que habían sido suyos.
No era solo decoración. Era una declaración. Cada cambio era una forma de decir: aquí ya no mandas tú. Mientras supervisaba los ajustes, sentí que algo en mí también se acomodaba. Como si al limpiar la casa, también estuviera despejando mi propia historia. Ya no era la hija que huía. Era la mujer que volvía. Que tomaba el control. Que convertía el dolor en estructura.
Y aunque Julia aún rondaba como una sombra, ya no tenía dónde esconderse.
Contraté a un médico de cabecera a tiempo completo. No podía permitirme más errores, ni más omisiones. Necesitaba a alguien que estuviera aquí, día y noche, para monitorear a papá, para asegurarse de que cada medicina fuera tomada en su momento, cada chequeo realizado con precisión, cada síntoma observado con atención quirúrgica.
El doctor era un hombre de barba blanca, ojos cansados pero atentos, y una voz pausada que transmitía experiencia. Su presencia imponía respeto, pero también serenidad. Cuando le mostré el listado de medicamentos y el historial de lo sucedido, no hizo preguntas innecesarias. Asintió con gravedad, entendiendo sin necesidad de muchas palabras que mi prioridad absoluta era la seguridad de mi padre.
Desde ese momento, su presencia en la casa se convirtió en un escudo. Una barrera irrompible contra la negligencia, contra el descuido, contra la maldad disfrazada de rutina.
Cada mañana revisaba los signos vitales, anotaba observaciones, ajustaba dosis si era necesario. Me informaba con claridad, sin adornos, sin evasivas. Y yo, por primera vez en semanas, sentí que podía respirar. ¡Qué papá estaba en buenas manos!
El doctor no solo cuidaba el cuerpo de mi padre. También cuidaba mi paz. Y eso, en medio de todo, era invaluable.
Pero sabía que un doctor no era suficiente. Necesitaba a alguien de tiempo completo, una persona que viviera y respirara el bienestar de mi padre. No una niñera cualquiera, no. Necesitaba un guardián.