UN NLOCO DE REMATE

1217 Words
**RITA**  Hice varias entrevistas. Las primeras candidatas eran amables, tenían experiencia, pero sus ojos delataban una dulzura que podría ser un punto débil. Yo no necesitaba dulzura. Necesitaba acero. Fue entonces cuando conocí a Carmen. Su currículum era impecable, y sus referencias, sobresalientes. Pero lo que me convenció fue la mirada en sus ojos. Eran oscuros, directos, sin una pizca de miedo. Su postura era firme, su voz, un eco de la mía cuando tomaba decisiones. Se sentó frente a mí, con las manos cruzadas sobre el regazo, y me escuchó con una atención que me dijo todo lo que necesitaba saber. Le hablé sin rodeos. —Mi padre está muy enfermo. Mi madrastra vive aquí y es una amenaza. Ha intentado hacerle daño, y lo volverá a intentar. No parpadeó. —Entendido —fue todo lo que dijo. —Necesito que me jure lealtad a mí y solamente a mí. Sus órdenes las recibirá de mi parte, o de mi hermano Sergio. Ni una palabra de la señora Julia debe ser escuchada. Si la oye darle una instrucción, debe ignorarla o contactarme de inmediato. Ella intentará intimidarla, sobornarla, amenazarla. ¿Puede manejar eso? Carmen se levantó y se me acercó, con la mirada aún más intensa. —Señorita, he trabajado en casas donde la envidia y la traición son el pan de cada día. No me asustan los desafíos. Yo solo cumplo mi trabajo y mis órdenes. Y no hay nadie en este mundo que pueda intimidarme si sé que estoy haciendo lo correcto. Su voz era grave y segura, como una promesa. Extendí mi mano para estrechar la suya, y me di cuenta de que no solo había contratado a una niñera, sino a un general para mi causa. El plan estaba en marcha. Mi padre estaba a salvo. Había tomado la decisión de mudarme temporalmente al apartamento que mi hermano me había conseguido. La casa de papá, por muy segura que ahora estuviera, era un campo minado, de miradas que dolían, de silencios que gritaban. No podía bajar la guardia. Sergio había insistido en que no estuviera sola. Y con Carmen y el doctor en la casa, por primera vez en mucho tiempo, me sentí lo suficientemente tranquila como para alejarme un poco. Tenía que ir por las pocas cosas que tenía en el apartamento. La llave giró en la cerradura y la puerta se abrió con un crujido seco, como si el apartamento también despertara de un largo letargo. Era pequeño, sí, pero acogedor. Tenía esa calma que solo un lugar nuevo puede ofrecer, como una hoja en blanco. Había una maleta con algo de ropa, unos cuantos libros, y una taza que Sergio había dejado en la cocina con una nota que decía “Respira”. “Aquí estás a salvo”. Entré, dejando la puerta entreabierta. Una ráfaga de viento helado me golpeó la espalda, como si el mundo quisiera recordarme que la paz nunca llega sin condiciones. Y entonces ocurrió. Un empujón seco y violento, me lanzó hacia adentro. Tropecé con la alfombra y caí de rodillas, el corazón desbocado, la mente en blanco. El pánico me invadió como una ola helada. Un grito silencioso se quedó atrapado en mi garganta. ¿Julia? ¿Un ladrón? ¿Alguien enviado por ella? Me giré con el pulso a mil, lista para defenderme con lo que fuera. Y fue entonces cuando lo vi. Manuel. De pie en el umbral, con el rostro contraído en una expresión que no supe descifrar del todo. Angustia, furia, dolor. Sus ojos, antes desilusionados por mi culpa en el concesionario, ahora me buscaban como la única respuesta a su tormentosa pregunta. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Mi respiración se detuvo. Había abierto la puerta esperando la paz, pero en lugar de eso, había abierto la puerta a mi pasado. A todo lo que no había resuelto. ¡A todo lo que aún estaba en mi presente! —¿Qué haces aquí? —logré decir, con la voz quebrada, como si cada palabra me costara un pedazo de alma. Manuel no respondió de inmediato. Cerró la puerta con fuerza, como si quisiera aislarnos del mundo. Dio un paso hacia mí. Luego otro. Su presencia llenaba el apartamento, lo volvía más pequeño, más íntimo, más peligroso. —No podía dejar que te fueras así —dijo al fin, con una voz que temblaba entre la rabia y la súplica—. No después de todo lo que pasó. No sin que me escuches. —¿Qué quieres decir? —No puedo verte con otro hombre… Es que acaso lo que hacemos en la cama… dime si no soy suficiente. —¿De qué demonios estás hablando? Yo soy una mujer libre, no sé en qué momento tengo una relación contigo. Digamos que lo que tuvimos fue mi revancha de lo que tú me hiciste. —Prefieres a Sergio. ¿Dime? —Claro que lo prefiero a él, siempre lo voy a preferir a él. —No me digas eso… Yo retrocedí instintivamente, chocando contra la pared. Quería gritar, correr, desaparecer. Pero también quería entender. Quería saber por qué, después de todo, él seguía apareciendo en mi vida como una tormenta que no termina de irse. —Manuel, no es el momento… —¿Y cuándo lo será, Rita? ¿Cuándo ya no quede nada de nosotros? ¿Cuándo te convenzas de que Sergio es tú…? Su voz se quebró. Y por primera vez, vi algo más allá de la furia. Vi miedo. Miedo de perderme. Miedo de que, yo ya hubiera elegido otro camino. El silencio se instaló entre nosotros como una tercera presencia. Pesado. Ineludible. Se aferró a mi cuello, acercándolo. Su respiración era agitada, mi corazón latía con fuerza. Quise apartarlo, pero era inamovible. Me besó con ferocidad, un beso que me cortaba el aliento. Quería alejarlo. «Elígeme a mí…» No entendía lo que le pasaba. «¿De qué hablas?», alcancé a decir entre jadeos. Sus ojos, oscuros y brillantes, me miraban con una intensidad que me asustaba. Nunca lo había visto así. Era como si una fuerza desconocida lo consumiera, como si algo dentro de él se hubiera roto y ahora solo quedara la sombra de lo que fue. Me apretó contra su pecho, sin dejarme respirar, con una desesperación que me dolía más que sus brazos. —Siempre te deseo —susurró, con una voz rasgada que parecía salir desde lo más profundo de su tormento. —Me estás volviendo loco —añadió, y sus palabras me helaron la piel. Intenté zafarme, pero era inútil. Su agarre era de acero, como si el miedo lo hubiera convertido en piedra. Me debatí, empujándolo, rogando que reaccionara. —Estás loco. Suéltame —grité, pero él no escuchaba. Seguía besándome, con una urgencia que no era amor, sino desesperación. Podía sentir sus lágrimas, mezclarse con las mías, resbalando por mi mejilla como una confesión muda. —¿Por qué haces esto? —pregunté, con la voz quebrada, sintiendo que algo dentro de mí se rompía. Él se separó apenas, lo suficiente para que pudiera ver su rostro. Pero no me soltó. —Porque no puedo verte con él. No puedo verte con otro. Eres mía —dijo, y esas palabras me helaron la sangre.
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