**RITA**
Iba a caer de cara contra el asfalto cuando unos brazos fuertes, seguros y familiares me sostuvieron con la firmeza de alguien que había llegado justo a tiempo.
Al alzar la vista, con los ojos todavía empañados por el terror y el alivio, era Manuel. Era él, mi salvador inesperado, el conductor del auto amarillo que había sido mi ángel guardián en la carretera del infierno.
—Tranquila, Rita. Ya estás a salvo —susurró contra mi cabello mientras me abrazaba con una protección que me hizo sentir como si pudiera desmoronarme por completo—. Ya pasó todo. Estoy aquí.
No sé cómo me encontró, pero por primera vez en mi vida adulta, me permití ser rescatada. —Gracias. —logré expresar.
El camino hacia la estación de policía se me hizo eterno, aunque Manuel manejaba con esa precisión tranquila que me tranquilizaba los nervios destrozados. Iba en el asiento del pasajero de su auto amarillo —mi salvador mecánico— con las manos, aun temblando ligeramente, tratando de procesar todo lo que había vivido en los últimos cuarenta minutos que se sintieron como cuarenta años.
—¿Estás segura de que puedes hacer esto ahora? —me preguntó Manuel por tercera vez, mirándome con esa preocupación genuina que me recordaba por qué había marcado su número sin pensarlo—. Podemos esperar hasta mañana si necesitas tiempo para…
—No —lo interrumpí con más firmeza de la que sentía—. Mientras más tiempo pase, más fácil será que esos malditos desaparezcan o que alguien les ayude a hacerlo. Necesito declarar todo ahora, mientras los detalles están frescos en mi mente.
Y mientras mi rabia está en su punto más alto.
La estación de policía tenía ese aroma característico de café recalentado, papeles viejos y desinfectante barato que me transportó inmediatamente a esas películas de crimen que veía con papá los domingos por la tarde. Nunca pensé que estaría del otro lado de la ecuación, siendo la víctima en lugar de la espectadora.
El detective que nos atendió —un hombre de mediana edad con ojos cansados, pero alerta— me hizo repetir mi declaración tres veces, tomando notas meticulosas en una libreta que había visto mejores días.
—Entonces, señorita, usted dice que la siguieron desde el centro comercial, la chocaron deliberadamente dos veces, y luego la persiguieron por aproximadamente veinte minutos… —recitó con esa voz monótona que usan los policías cuando han escuchado mil historias similares.
—Exactamente —confirmé, sintiendo cómo la frustración me subía por la garganta—. No fue un intento de robo. No fue un accidente de tránsito. Fue un intento de secuestro deliberado y planificado.
Manuel apretó mi mano desde su silla al lado mío, recordándome que no estaba sola en esto.
—¿Tiene alguna idea de quién podría querer hacerle daño, señorita? —preguntó el detective, levantando finalmente los ojos de su libreta.
Estaba a punto de responder con la respuesta obvia —Julia Elena— cuando escuché voces en el pasillo. Risas masculinas. El sonido de las esposas siendo removidas. Pasos que se acercaban.
Me giré hacia la puerta de cristal de la oficina y sentí cómo todo mi mundo se detenía abruptamente. Ahí estaba él. Esposado, sí. Custodiado por dos policías, sí. Pero caminando con esa arrogancia que reconocería en cualquier parte del universo. El mismo rostro que había visto en reuniones familiares forzadas, el mismo que había estado presente en cada cumpleaños incómodo, cada cena navideña tensa. Esteban.
El primo de mi madrastra. El hombre que Julia Elena trataba como si fuera su hermano del alma. El que siempre la miraba con esa devoción enfermiza que me daba escalofríos. El que desaparecía misteriosamente de las reuniones familiares para hacer “llamadas importantes” que nadie cuestionaba.
Por supuesto... Por supuesto que era él.
—¿Señorita? ¿Se encuentra bien? —la voz del detective me llegó como desde muy lejos.
No podía apartar los ojos de Esteban, que en ese momento giró la cabeza y me vio a través del cristal. Su expresión cambió instantáneamente. La sorpresa inicial fue reemplazada por algo mucho más frío: el reconocimiento. Cálculo. Y luego, lo que me heló la sangre completamente, una sonrisa pequeña y siniestra que parecía decir: “Te encontramos una vez. Te encontraremos de nuevo.”
—Ese hombre —dije, y mi voz sonó extrañamente calmada, considerando el huracán que se había desatado en mi interior—. Ese hombre que acaba de pasar. Lo conozco.
El detective se giró rápidamente hacia donde yo señalaba, pero Esteban ya había desaparecido por el pasillo, llevado por los oficiales hacia lo que supuse serían las celdas.
—¿Lo conoce? ¿Cómo? —el detective ahora sí prestaba atención completa, su libreta olvidada sobre el escritorio.
—Es Esteban Morales —dije cada palabra con la precisión de una bala—. Es primo de mi madrastra, Julia Elena. Y ahora todo tiene sentido para mí.
Todo el maldito rompecabezas finalmente encajaba. Manuel me miró con comprensión inmediata. Él no conocía la situación familiar, no tenía idea de mi vida y mucho menos sobre Julia Elena, sobre la guerra silenciosa que se libraba en mi casa desde que papá se había enfermado.
—Detective —continué, sintiendo cómo la adrenalina me daba una claridad mental que no había tenido en horas—. Ese hombre que arrestaron no es un criminal común. Investíguelo.
El detective se enderezó en su silla, finalmente entendiendo que esto no era un simple intento de secuestro aleatorio.
—¿Está usted sugiriendo que el ataque de hoy, no es casualidad?
—No lo estoy sugiriendo —respondí con una convicción que me sorprendió a mí misma—. Se lo estoy diciendo como un hecho. Alguien contrató a Esteban Morales para que me secuestrara. Probablemente para matarme. Y usted tiene a uno de los responsables en sus celdas ahora mismo.
La guerra había escalado. Ya no eran solo palabras venenosas o miradas asesinas. Ahora era sangre, metal y muerte evitadas por centímetros.
El detective empezó a escribir frenéticamente en su libreta, haciendo preguntas a las que yo respondía con la precisión de alguien que finalmente había visto el panorama completo. Nombres, fechas, relaciones familiares, motivos financieros.
Mientras hablaba, una parte de mi mente no podía dejar de procesar la magnitud de lo que acababa de descubrir. Julia Elena no solo me odiaba. Me odiaba lo suficiente como para querer eliminarme físicamente de la ecuación.
Y había estado muy cerca de lograrlo. —Manuel —susurré cuando el detective salió momentáneamente para verificar información—. Necesito llamar a un abogado. Esto va mucho más allá de un simple caso de persecución vehicular.
—Ya lo sé —me respondió, y había algo en su voz que me hizo darme cuenta de que él también había llegado a las mismas conclusiones aterradoras—. Rita, creo que necesitas protección. No solo legal. Si no, también física.