**MANUEL**
Llegué temprano a la empresa, buscando en el trabajo una anestesia, un refugio para mi tormenta interna. Fue inútil. La ansiedad persistía, como una sombra ineludible. Frente al escritorio, abrí la laptop, revisé correos… nada. La pantalla fría y vacía reflejaba mi mente, incapaz de concentrarse. Las palabras se mezclaban, los números se difuminaban, y mi atención disuelta en la confusión. Mis pensamientos volvían sin cesar a la noche anterior. A ella. A Rita.
Anoche me acosté junto a ella sin pensarlo demasiado, como si mi cuerpo respondiera a una urgencia que no podía controlar. No fue planeado. No fue buscado. Solo sucedió, en medio de una vorágine de sentimientos que aún trataba de comprender. El sofá era estrecho, sería eso… El silencio del apartamento nos envolvía como una manta incómoda, fría y pesada. Ella dormía tranquila, o quizás solo fingía dormir para protegerse, para esconder lo que no quería que se revelara. Yo apenas podía respirar, como si cada inhalación fuera un acto de resistencia contra la tormenta que me azotaba por dentro.
Su aroma, maldita sea. Era exquisito, una mezcla misteriosa que me cautivaba y que no sabría describir con precisión. Algo entre jabón y algo más profundo, más suyo, que se anclaba en mi memoria como un secreto que quería desentrañar. Se quedó impregnado en mi piel, en la almohada, en el aire que respiraba. Algo que no lograba dejar de sentir, una presencia invisible que me perseguía incluso en los momentos en los que intentaba alejarme. Me giré varias veces, intentando escapar de esa sensación, pero el cuerpo tiene memoria, y el mío parecía empeñado en recordarla, en mantener su figura en cada rincón de mi conciencia.
Me golpeaba mentalmente. No es lo que parece. No es lo que quiero. Me repetía eso como un mantra, una red de autosugestión para contener la culpa que me atravesaba. Estoy ayudando. Eso es todo. Ella está en problemas, y yo… yo solo me siento culpable. Por lo que pasó antes —casi como si mis acciones fueran los únicos responsables de un caos que ya no podía manejar.
No me atrae. No debería atraerme. Es una línea que repetía en mi cabeza, como una sentencia que intentaba justificar lo que mi corazón se negaba a aceptar. Pero entonces recordaba cómo se acomodó el cabello, cómo suspiró en medio de la noche, cómo su presencia llenaba el espacio sin esfuerzo, con esa naturalidad que hacía que todo lo demás pareciera insignificante. Y en ese recuerdo, en esa visión latente, me odiaba un poco más.
Abrí un archivo en la laptop, intentando sumergirme en un informe, en una tarea que me distrajera, pero nada. La pantalla me devolvía la misma sensación de vacío y desconexión. Cerré la laptop con fuerza, como si así pudiera cerrar también ese capítulo de mi mente. Me levanté, inquieto, caminando por la oficina como un animal encerrado en su jaula, buscando una salida que no llegaba. Necesitaba que pasara el día, que el reloj avanzara, que ella se fuera, o que al menos pudiera verla sin que algo se desordene por dentro, sin que la culpa o la confusión apretaran mi pecho.
Estoy ayudando. Solo eso. Me repetía con desesperación, tratando de convencerme de que mi presencia, mis acciones, tenían un propósito claro. Pero hay algo en ella, en la forma en que se mueve, en su mirada, en la manera en que emite esa energía silenciosa, que no se deja ayudar sin dejar huella. Ella se resiste, de alguna forma, a ser completamente comprendida, a ser totalmente controlada, a ser solo una víctima o una responsable. Es compleja, como los laberintos que uno intenta recorrer sin mapas y sin garantías.
Y allí, en esa dualidad, en esa lucha interior, me doy cuenta de que ella ha cambiado algo en mí. No solo por lo que pasó, sino por quién soy ahora, en medio de todo esto. La presencia de Rita, esa sombra y esa luz, me obliga a confrontar mis propios límites, mis heridas no sanadas y mis conflictos no resueltos. Y aunque intento negar que existe algo más profundo, algo que se siente en cada respiración, en cada pensamiento, no puedo ignorar que, quizás, ella también me ayuda a entenderme un poco mejor, aunque el precio sea una constante sensación de desorden y de incertidumbre.
Dudo, deseo y me siento culpable. En esta tormenta, una chispa puede reavivar, curar o destruir. Solo intento mantenerme a flote, porque a veces seguir caminando es la mayor batalla.
—Manuel, ¿qué demonios te pasa? No me escuchas —la voz de Nahún me sacó de mi trance como un portazo inesperado.
Parpadeé, volviendo al presente. Lo miré sin entender del todo cómo había llegado hasta mi oficina. La sensación de desconcierto aún latía en mi pecho, como un tambor irremediable que no lograba silenciar. La luz del sol filtrándose a través de las persianas parecía ajena, como si el tiempo se hubiera detenido en ese instante, suspendido en la confusión.
—¿Nahún? ¿A qué horas llegaste? —pregunté, entrecortado, intentando ordenar mis pensamientos.
—Hace un rato. Al parecer tienes algo en la mente que te tiene atrapado —respondió, cruzándose de brazos con esa sonrisa burlona que siempre me irrita más de lo que debería. Su tono, lleno de sarcasmo, parecía escudarse en una broma para esconder la preocupación, pero a mí no se me escapaba.
Me quedé en silencio unos segundos, tratando de recuperar la compostura. La laptop seguía cerrada, susurrándole silenciosamente que aún no era hora de abrirse, y yo llevaba más de media hora dando vueltas sin sentido, atrapado en un torbellino de pensamientos que no lograba esclarecer. La ansiedad se hacía presente, incómoda, como un invitado no deseado en mi propio interior.
—¿Qué quieres? Estoy ocupado —dije, intentando sonar indiferente, pero la tensión en mi voz traicionaba lo contrario. Mentir en ese momento era como tratar de esconder una avalancha con las manos.
—Sí, eso noté —dijo con sarcasmo, dejando caer un sobre sobre mi escritorio, como si fuera un regalo—. Mira, esto te enviaron.
Lo tomé con curiosidad, sintiendo cómo mi pulso se aceleraba por la intriga. Era un sobre de lujo, rojo intenso, con bordes dorados—un toque de ostentación que prometía algo más que una simple carta. Lo rompí con cuidado, rompiendo el sello que lo mantenía sellado, y descubrí una invitación elegante, escrita en letras cursivas y delicadas: *Fiesta de máscaras*. El texto prometía una noche de anonimato, excesos y libertad absoluta. Una noche donde puedes ser quien quieras, hacer lo que desees, sin ser juzgado. La promesa de un escape.