UNA GARRAPATA IMPOSIBLE DE QUITAR

1200 Words
**RITA** La voz grave me hizo girar. Ahí estaba él. Milton. Mi hermano. El niño inquieto que alguna vez trepaba árboles ahora era un hombre imponente, con músculos marcados por años de fisiculturismo. Su presencia llenaba el espacio, pero sus ojos seguían siendo los mismos: cálidos, intensos, levemente melancólicos. —Milton… qué alegría verte. ¿Por qué no avisaste que venías? Él se acercó con pasos firmes, cargando a su hija pequeña en brazos, mientras su esposa lo seguía unos pasos atrás. Su expresión era seria, pero en sus ojos había una mezcla de alivio y preocupación. —Sergio me avisó de lo ocurrido. ¿Dónde está el viejo? Su voz se quebró apenas al pronunciar la última palabra. El “viejo” era nuestro padre, y algo en su tono me hizo entender que no venía solo por nostalgia. Había urgencia, había miedo. —Está en su habitación. Ya está mejor, gracias a Dios —respondí, bajando la mirada. Milton asintió, apretando la mandíbula. Se notaba que venía preparado para enfrentar algo más que un reencuentro familiar. Su hija se removió en sus brazos, y él la acomodó con ternura. —Vamos. Quiero verlo. Quiero que sepa que estamos aquí. El pasillo se llenó de pasos, de recuerdos, de emociones contenidas. Y mientras caminábamos hacia la habitación del abuelo, supe que algo estaba a punto de cambiar. Dejé a mi hermano hablando con mi padre; su familia es encantadora. De camino a mi habitación, agotada por lo intenso que es Manuel, me desvestí al entrar. Mi cuerpo estaba cubierto de chupetones, hechos a propósito para que mi supuesto amante los viera. No pude evitar reír a carcajadas; estaba completamente loco. Me puse el pijama y me acosté en la cama. No tardé en dormirme. A la mañana siguiente, bajé a desayunar. Mis dos hermanos ya estaban sentados a la mesa, charlando animadamente. Me uní a ellos y empezamos a hablar de nuestros planes para el día. Yo no tenía ninguno, pero ellos parecían tenerlo todo planeado. Después del desayuno, mi hermano y su familia se fueron de turismo y compras. Yo me quedé con mi padre. Hablando con él, me dijo que tenía que ir a trabajar. —Quiero que revises los hoteles uno por uno y observes si hacen su trabajo. —la verdad ni ganas de hacer nada tenía. Pero donde manda capitán... Sonreí y acepté. Él me devolvió la sonrisa y me despedí. De camino, no podía dejar de pensar en Manuel. No entendía su atractivo; era un loco desquiciado, sí, pero uno tan apasionado y excitante que me tenía confundida. Su recuerdo me asaltaba a cada paso. Su forma de hablar, sus gestos bruscos al tomarme, la intensidad con la que me reclamaba… todo en él era un torbellino. ¿Cómo podía sentirme atraída por alguien tan diferente a mí? Siempre había buscado la estabilidad, la calma, la cordura. Manuel era todo lo contrario: un caos andante. Quizás era precisamente eso lo que me atraía. Esa necesidad de romper con la monotonía, de sentir algo más allá de la rutina. Me aterraba la idea de dejarme llevar por esa atracción, pero a la vez me resultaba irresistible. Sabía que meterme en su mundo significaría renunciar a la tranquilidad, pero ¿acaso no valía la pena correr el riesgo? ¿No era mejor vivir intensamente, aunque eso implicara sufrir, que conformarme con una existencia mediocre? La pregunta me perseguía mientras llegaba al hotel. La imagen de Manuel y su sonrisa tatuada en mi mente. Tendría que tomar una decisión, y pronto. Al bajar, el personal me recibió sabiendo de mi llegada. Justo cuando iba a entrar, vi a Manuel con otras personas en el lobby. Al verme, desvié la mirada, así que me escondí tras un empleado y me alejé rápidamente. ¿Qué hacía allí? No tenía ni idea. ¿Por qué Manuel estaría en la entrada del hotel? La incomodidad me invadió de golpe. “Maldición, espero que no me haya visto.” Entré en el ascensor con el corazón, latiendo con fuerza en mi pecho, deseando que las puertas se cerraran antes de que él apareciera. Pero justo cuando el metal comenzó a deslizarse, una mano se interpuso con firmeza, deteniendo la puerta en seco. Era él. Manuel. —Rita —dijo, entrando con paso decidido, como si el ascensor fuera suyo—. Sabía que no me había equivocado. Su mirada, intensa y profunda, me recorrió como un escáner, buscando rastros de algo que pudiera justificar su presencia o, más bien, su posesión de mí. Como si ese simple acto de mirarme fuera una declaración sin palabras. “Eres mía.” —Solo vine a mirarme con alguien —logré decir, intentando mantener una línea de indiferencia, aunque mi voz temblaba con impotencia. —Con el estúpido de Sergio —espetó, con los dientes apretados—. No lo permitiré. Antes de que pudiera reaccionar, su mano tomó la mía con una fuerza que me hizo tropezar, casi perder el equilibrio. El agarre era como una promesa de que no me dejaría escapar, una marca de su dominio. Ese hombre, en su mirada, había una mezcla de control obsesivo y posesión, como si la mujer a la que deseaba fuera un objeto que debía mantener bajo llave. Estábamos a punto de salir del hotel cuando el gerente se acercó, con rostro ocupado en la discreción. Iba a llamarme “jefa”, pero entendió de inmediato la tensión en mi cara y en la de Manuel. Bajó la mirada y se retiró discretamente, como si temiera que cualquier palabra pudiera empeorar la situación. No quería que Manuel descubriera que, en realidad, yo aún mantenía cierta autoridad aquí, que no era solo una mujer controlada por su dominante presencia. De repente, me subió al auto sin darme opción, cerrando la puerta con un golpe que resonó en mi pecho. Yo rodé los ojos, harta de su conducta posesiva, esa necesidad insana de mantenerme a su lado como si fuera una posesión, una mercancía que podía asegurarse con amenazas o caricias. —¿Qué estás haciendo? —pregunté, con la voz cargada de rabia contenida, tratando de liberar esa frustración que me oprimía por dentro. —No puedo verte con él —dijo, sin mirarme, concentrado en el volante—. No puedo soportar la idea de que me hagas competencia. Te dejaré ir… pero solo cuando aceptes ser mi novia. Su oferta era como un puñal en mi corazón: una mezcla de esperanza y desesperanza, de manipulación y deseo. La incredulidad me invadió por un momento, y quedé en silencio, buscando el modo de responder, de entender si su propuesta era una súplica o una amenaza velada. —Soy una chica pobre, Manuel. ¿Por qué insistes tanto? —susurré, con la voz quebrada, sintiendo cómo el peso de su obsesión se clavaba en mi alma. La inseguridad, el miedo a perder mi independencia, se agolpaba en cada palabra. Él giró lentamente su rostro hacia mí, sus ojos ardiendo con una intensidad casi peligrosa. —No me importa si eres una sirvienta. Para mí, eso no cuenta. No voy a dejarte huir de mí.
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