SOSPECHAS

1163 Words
**RITA** El celular vibró con una urgencia que parecía tener vida propia, cortándome la respiración justo cuando el caos empezaba a instalarse en mi pecho. En la pantalla, un nombre que me sacudió por dentro: Sergio. Mi hermano. Mi refugio. Mi brújula, cuando todo se desorienta. El corazón me dio un vuelco, como si la vibración del teléfono se hubiera trasladado directamente a mi pecho. Alivio. Pánico. Culpa. Todo junto, como una tormenta que no avisa. Me disculpé con Manuel, apenas un gesto torpe, y me alejé unos pasos, buscando aire, buscando silencio. Pero su mirada me siguió, inquisitiva, cargada de algo que no supe descifrar del todo. ¿Preocupación? ¿Sospecha? ¿Celos? Sentí que el mundo se reducía a ese pequeño espacio entre mi oído y el teléfono que vibraba como un corazón desesperado. —¿Sergio? —susurré, con la voz quebrada, como si nombrarlo fuera también invocarlo. La llamada fue respondida al segundo timbre. Su voz llegó como un golpe de realidad, grave, urgente, cargada de una preocupación que me atravesó como una ráfaga. —¡Por Dios, Rita! ¿Dónde te metiste? —su tono era una mezcla de enojo y miedo. El ruido de la fiesta, las voces lejanas, todo se volvió un murmullo irrelevante. Solo él. Únicamente su voz. —Hui del compromiso, Sergio. No puedo casarme con esa persona —dije rápido, como si al decirlo más deprisa pudiera evitar que el miedo me alcanzara. —Ya me di cuenta. Esto es un desastre. La madrastra estaba desquiciada, gritando como si el mundo se le hubiera caído encima. Papá no sabe qué hacer. Yo pensé que te había pasado algo grave. Estaba por salir a buscarte. Pero me quedo en el país. No me voy hasta que esto se resuelva —su voz era firme, pero temblaba en los bordes. Y yo deseé estar a su lado, abrazarlo, decirle que todo iba a estar bien, aunque no lo supiera. —No voy a volver, al menos no ahora. No quiero que esa mujer se desquite con nadie. Ya sabes cómo es. Y papá… papá, solo repite lo que ella dice. Sergio, ¿puedes depositarme algo de dinero? Tengo un plan. Un lugar. Pero necesito moverme —mi voz se quebró al final, como si pedir ayuda fuera también admitir que estaba rota. —Claro que sí. ¿Dónde estás? —su tono cambió, más suave, más íntimo. Como si al saberme viva, la rabia se hubiera transformado en ternura. —Con una amiga —mentí, la palabra atascándose en mi garganta. Amiga, qué fácil suena, qué difícil es. No podía contárselo todo, no aún, no de esta manera. —Está bien. Quédate ahí mientras los ánimos se calman. Voy a hablar con Milton, a ver qué podemos hacer. No te preocupes, Rita. No vas a casarte con nadie. Papá, perdió el juicio, pero yo estoy contigo —su promesa fue como un bálsamo. Me sostuvo. Me dio fuerza. —Gracias, hermano. Te quiero —le dije, sintiendo cómo la gratitud y la tristeza se mezclaban en mi pecho, como dos corrientes que no saben si abrazarse o destruirse. Colgué despacio, como si ese gesto pudiera prolongar la calma que su voz me había dado. Apagué la pantalla con cuidado, como si el celular fuera un objeto sagrado. Afuera, el mundo seguía en caos. Pero dentro de mí, algo se había encendido. Una chispa. Una certeza. No estaba sola. Respiré hondo. El aire frío me llenó los pulmones y me recordó que aún podía avanzar. Que aún podía elegir. —¿Quién era? —la voz de Manuel me devolvió al presente. Me miraba con seriedad, con esa intensidad que a veces me incomoda. —Un amigo… —mentí de nuevo. No podía confiarle todo. No aún. No, mientras tanto, es mejor que no sepa, hasta saber si él está de mi lado o del lado de los que quieren encerrarme en una vida que no elegí. Esperaba que Manuel se marchara. No lo dije en voz alta, pero lo deseaba con cada fibra de mi ser, como quien ansía que se acabe una reunión eterna, una de esas que parecen no tener fin, con el tío que cuenta chistes malos y que, sin saberlo, arruina el momento con su risa forzada. Su presencia en la habitación me ponía nerviosa, no por él, que parecía inofensivo y hasta un poco torpe, sino por lo que representaba: una lupa gigante sobre mi vida, apuntando cada movimiento, cada suspiro, cada pequeña mentira que había construido para mantener la apariencia de normalidad. Era como una mirada que parecía querer descifrar el misterio de la chica que huye en pijama de su propia fiesta de compromiso, buscando una salida que solamente yo podía imaginar. Me sentía como un ratón en una jaula, con él rondando como si fuera mi guardián involuntario, y yo, la reina de la improvisación, con la necesidad urgente de fingir que todo estaba bien. En ese momento, me dediqué a la sagrada tarea de revisar mi celular, como si tuviera noticias de vital importancia, buscando algún mensaje, alguna señal que me diera la excusa perfecta para escapar. También me quedé mirando la nada por la ventana, con una intensidad que ni un director de cine profesional podría igualar —como si la vista pudiera esconderme, disimularme, hacerme invisible ante sus ojos sospechosos. Todo esto, siempre con el único objetivo de no cruzarme con su mirada, de no dejar que ese par de ojos me atraparan en su observación implacable. El tiempo, sin embargo, se estiraba más que un chicle de fresa en verano. Cada minuto era una eternidad. Yo, con mi mejor cara de actriz, seguía fingiendo, actuando como si nada aconteciera. Hasta que, por fin, esa ansiada señal llegó: escuché sus pasos alejándose, y también la puerta cerrarse tras él. Luego, el motor del coche arrancando y el silencio que quedó en su lugar. Un silencio que me abrazó como un viejo amigo, cálido y reconfortante, en contraste con la tristeza y la tensión que había sentido unos minutos antes. Era el silencio de una casa vacía tras una fiesta, el silencio de la libertad en su forma más pura. Estaba sola. Por fin. ¡Yupi! Me lancé como una adolescente a mi celular, casi con desesperación, como si fuera un salvavidas en medio de un mar turbulento. Revisé mi cuenta bancaria y mis ojos casi se salen de sus órbitas al ver la cantidad que había depositado Sergio. ¡Había cumplido! Era más de lo que esperaba, suficiente para darme una sensación de poder, como si ahora yo fuera la dueña del mundo. Sentí un nudo en la garganta, pero rápidamente lo tragué, priorizando la estrategia sobre la emoción. No era momento para permitir que las lágrimas o el alivio me traicionaran; era momento de actuar, de pensar con frialdad, como un agente encubierto en una misión secreta. ¡A lo James Bond!
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