**RITA**
Sabía que tenía que pasar desapercibida, que el menor error podía arruinar todo. Nada de lujos, nada de marcas reconocibles. Ropa de segunda mano, barata, funcional, que no llamara la atención y que me permitiera moverme con rapidez y discreción. Me imaginé a mí misma como una sombra entre la gente, invisible e irrelevante, alguien que pasa por la calle sin dejar huella. Esa era mi estrategia: ser una más, un elemento más del paisaje urbano, lo que me daba una ventaja, ese toque de anonimato que tanto necesitaba en ese momento.
Revisé mi bolso, asegurándome de que tuviera lo esencial: el celular, la identificación, algo de efectivo. Luego, me recogí el cabello en una coleta baja, práctica y sencilla. Me puse unos lentes de sol que encontré en un cajón, no por moda, sino por estrategia: ocultar mi expresión, mis ojos. Salí despacio, sin prisa, dejando que la ciudad me envolviera con su bullicio, sus murmullos, sus historias que nadie contaba, pero que estaban allí, en cada rincón, en cada callejón. Tiendas de segunda mano, mercados discretos, pasillos llenos de historias que nadie se molesta en escuchar, pero que yo ya conocía bien.
Era momento de desaparecer con estilo, o al menos con una estrategia clara en mente. La urgencia de la huida palpitaba en mi pecho, pero también sabía que lo importante era completar el proceso sin dejar rastros, sin que nadie pudiera detectar quién era realmente o qué pretendía. La ciudad sería mi aliada, un escenario en el que podía reinventarme, al menos por unas horas. Tenía en mente un objetivo claro: marcar una distancia definitiva, dejar atrás las sombras del pasado y crear un nuevo capítulo, aunque aún no sabía exactamente qué me depararía esa próxima aventura. Solo sabía que, por ahora, debía ser invisible, imparable, y, sobre todo, libre.
—Hola, Paty —dije, sintiendo que un peso se me desprendía del pecho. Ese tono, una mezcla de cariño y alivio, era mi arma secreta para hablar con ella. Su voz siempre lograba bajar mis revoluciones, como si por un momento pudiera fingir que mi vida no era un completo desastre, que la calma era posible, aunque solo fuera por unos minutos.
—¿Dónde andas? Te esperé y nunca llegaste —respondió enseguida, su reclamo sonaba más a preocupación que a enojo. Podía imaginarla, con su sonrisa amable apretando el teléfono entre el hombro y la oreja, rodeada de tintes, secadoras y clientas impacientes que pedían milagros para su cabello. La imagen de ella, concentrada entre rizadores y peines, me trajo un poco de calma.
—Cambio de planes —dije, sin entrar en detalles. No podía decirle que había huido de mi propia fiesta de compromiso, que estaba con un hombre misterioso que me había robado mi primera vez, y que me había salvado de mi madrastra. Ella entendía mis silencios mucho mejor que las palabras, así que no insistió. Solo preguntó:— ¿Qué tal el salón?
—Lleno… —suspiró, y pude imaginarla con el ceño fruncido, rodeada de clientas que se peleaban por los últimos toques en sus peinados. —Hoy todas decidieron ponerse guapas al mismo tiempo.
Me imaginé el panorama: un caos de clientes, risas, el tintinear de las herramientas, y Paty, con su paciencia infinita, tratando de mantener la calma en medio de aquel torbellino de cabellos y voces.
—Déjame un par de clientas. Llego dentro de un par de horas —le propuse, cerrando los ojos y visualizando el delantal, el olor a shampoo barato y el murmullo constante de mujeres contándose sus dramas y secretos mientras yo les cortaba el cabello.
—¡¿En serio?! Me caes del cielo —exclamó, con esa mezcla de entusiasmo y agotamiento que solo se entiende entre amigas que se protegen mutuamente sin hacer demasiadas preguntas.
—No prometo milagros, pero sí manos rápidas y una sonrisa falsa bien ensayada —bromeé, intentando acallar el temblor que aún me recorría por dentro. La mentira se había convertido en mi segunda piel; la máscara de la normalidad, mi refugio.
—Con eso basta. Y si traes chismes, mejor —respondió, y ambas reímos. Esa risa fue como una bocanada de aire fresco en medio del caos, un recordatorio de que, aunque había muchas cosas que no podía decir, todavía quedaba espacio para la complicidad y la solidaridad entre nosotras.
Por un momento, el caos familiar, el compromiso huido, la mentira a Manuel... Todo quedó en pausa. La tensión interna se disipó un poco, como si la simple certeza de tener a Paty en la línea me diera un respiro, una especie de tregua en medio de la tormenta.
Colgué con una sensación extraña: no era exactamente paz, pero sí una tregua momentánea. Patricia me esperaba, el salón me ofrecía un refugio, y, por unas horas, podía fingir que era solo una estilista más, con clientas que no preguntaban demasiado y tijeras que no juzgaban mi vida caótica. En ese pequeño mundo de cabellos y secretos, ese mundo que solo ellas y yo conocíamos, podía respirar, aunque solo fuera por un instante, lejos de los fantasmas y los problemas que me atormentaban afuera.
Volví al apartamento de Manuel, con las bolsas colgando de mis brazos como si cada una pesara más por lo que representaban que por lo que contenían. Ropa de segunda, pantalones sin marca, camisetas que no decían nada, zapatos que no brillaban. Todo elegido con cuidado, como si mi nueva identidad estuviera tejida con telas discretas y colores apagados, camuflados en la mediocridad que me protegía.
El apartamento estaba en silencio, solamente roto por el suave zumbido del silencio o quizás por mi propio pulso acelerado. Manuel aún no había regresado y eso me brindó un respiro. Sabía que no podía quedarme allí por mucho tiempo. No era mío, no era seguro. Pero por ahora, era lo más cercano a un refugio que tenía. Un techo, una ducha que prometía lavar no solo la suciedad, sino también el peso de lo que había dejado atrás, y una cama que, por ahora, no me hacía preguntas incómodas.
Dejé las bolsas sobre la mesa, me quité los zapatos con un leve suspiro, y me dejé caer en el sofá. Cerré los ojos por un momento, sintiendo cómo el cuerpo comenzaba a soltar la tensión acumulada, aunque sabía que no podía caer en la trampa del descanso por mucho tiempo. La realidad me mantenía atada a la incertidumbre, a la necesidad de seguir escondiéndome.
Justo entonces, el celular vibró. Sergio. ¿Qué querrá ahora?