COMPLICIDAD

1161 Words
**RITA** Respiré hondo, una especie de ritual para recoger los pedazos de calma que podía, antes de contestar. Su voz llegó como siempre: firme, directa, con ese tono de mezcla de preocupación y cariño que hacía que su presencia en la línea pareciera un pequeño refugio. —Rita, ¿estás bien? —preguntó, como si pudiera leer mis pensamientos a través del teléfono. —Sí, ya estoy más tranquila. Gracias por el depósito. Me ayudaste muchísimo —respondí, con sinceridad que solo él parecía entender a cabalidad. No había suficiente agradecimiento en palabras para recompensar lo que había significado ese gesto. —Me alegra. Escucha, me invitaron a una gala de máscaras este fin de semana. Es algo elegante, medio, absurdo, pero importante. Y quiero que vengas conmigo. Me quedé en silencio. Gala, máscaras, elegancia… cosas que en mi vida actual parecían tan lejanas como la luna. Por un momento pensé que era una broma, una especie de juego cruel montado por mentes ociosas. —¿Yo? ¿A una gala? —pronuncié, dudando, sintiendo en el pecho la tensión de lo desconocido. Pero Sergio, con esa sonrisa que nunca se revelaba en su voz, no desistió. —No me digas que no. No tienes que hacer nada, solo estar conmigo. No quiero ir solo, y, además, nadie sabrá que eres tú. Es con máscaras, ¿recuerdas? La oportunidad perfecta para disfrazar las apariencias —dijo con un tono que rozaba la picardía, como si la idea le divirtiera. Una sonrisa traviesa se asomó en mis labios. Siempre supo cómo convencerme, cómo seducirme con promesas de escapadas clandestinas y secretos compartidos. Aunque mi cabeza gritaba que no era el momento, que mantenerme oculta era lo primero, mi corazón decidió apostar por la diferencia: una noche de máscaras, una noche en la que podía ser quien quisiera. —Está bien —susurré, con la voz un poco más suave, pero con un brillo que no sabía si era miedo, entusiasmo o ambos—. Iré contigo. —Perfecto. Te mando los detalles más tarde. Te quiero, hermanita —dijo, y en ese “hermanita” había una complicidad que me hacía sentir un poco más fuerte. —Yo también —respondí, con la sonrisa aún dibujada en los labios y la mente llena de ideas y risas que solo el anonimato podía permitir. Y cuando colgué, me quedé mirando las bolsas; nada de lo que había ahí me serviría. Tendría que ir a buscar un vestido de alta calidad, tengo que representar bien a mi hermano. Llegué al salón con el sol pegándome en la espalda y las ideas revueltas en la cabeza, como una tormenta que no sabía si quería calmarse o desatarse aún más. El aire olía a tinte barato y perfume fuerte, una fragancia que me recibió como esa vieja canción que no sabes si te gusta o te molesta, pero que de igual modo termina acompañándote en cada paso, en cada recuerdo. Apenas crucé la puerta, Patricia me vio y vino directo hacia mí, con la alegría de quien no ha visto a alguien en mucho tiempo. Me abrazó con fuerza, como si ese gesto pudiera borrar los días de ausencia, los silencios que se acumulaban y los secretos que todavía pesaban en el aire. Por un momento, me dejé absorber, permitiéndome sentir esa calidez que solo ella podía ofrecer, porque con Patricia no hacía falta explicar demasiado. Sus gestos y su presencia eran un lenguaje en sí mismos. —¡Por fin! —exclamó, con una sonrisa que mezclaba alivio y cansancio—. Esto está que explota. Y tenía razón. El salón estaba abarrotado, vibrando de energía y confusión. Mujeres por todos lados: sentadas, paradas, hablando por teléfono, pidiendo cosas, quejándose del calor, del tiempo, de sus maridos. Secadoras zumbando en un ritmo constante, esmaltes rodando por las mesas, cepillos dispersos por el suelo como pequeños recordatorios del caos organizado que era aquel lugar. Un caos que, en realidad, era la rutina habitual, esa especie de danza desordenada que todos aceptaban sin cuestionarla. Me puse el delantal sin pensarlo demasiado, como si mi cuerpo recordara el ritual mucho más que mi mente. Me recogí el cabello en un moño rápido y empecé a moverme por el salón, ayudando, atendiendo, sirviendo. Como una sombra útil, invisible pero presente. No necesitaba pensar, solo hacer. Mi mente, que había estado dando vueltas a mil pensamientos, encontró un respiro en esa rutina mecánica, en ese trabajo que me permitía desconectar, aunque solo fuera por un rato. En ese momento, mientras acomodaba unas toallas en una mesa, escuché a una clienta decir con voz firme, casi teatral: —Tengo una fiesta esta noche. Quiero unas uñas que digan, “soy la reina”. Que brillen, que se noten, que hablen por mí. Sonreí sin voltear ni decir nada. Soy la reina. Claro. Esa necesidad de las mujeres ricas de gritar al mundo quiénes son, qué valen, qué desean ser a través de pequeñas grandiosidades superficiales. Esa búsqueda constante de adornarse con títulos, con brillos, con poses que muchas veces solo sirven para esconder la inseguridad, la soledad o el vacío que llevan dentro. Es como si esas uñas fueran un escudo, un cartel luminoso que dice: “Aquí estoy, y aquí mando”. Pensé en mi propia fiesta, esa que huí con tanta prisa y que todavía arde en alguna parte de mi memoria. En mi vestido blanco, colgado en un rincón de la casa familiar, en esa madrugada en la que escapé sin mirar atrás. En la madrastra gritando en la otra habitación, en el silencio que llenaba los pasillos, en mi padre, que solo miraba sin decir nada, atrapado en su silencio. Y en mí, corriendo, alejándome de todo eso, de las apariencias, de los roles que me habían impuesto. Ahora, aquí, entre esmaltes y secadoras, escuchando a esa mujer pedir unas uñas que hablen por ella, me pregunto qué dirían las mías si pudieran hablar. Quizá algo como “Resistí”, o “Me reconstruí”. O quizás solo un simple “Estoy aquí”, en medio del bullicio y la frivolidad. Y yo, en silencio también, trato de que nadie escuche lo que realmente quiero decir, esa voz escondida que susurra que todavía busco mi propio reflejo, más allá de los brillos y las máscaras. —Va a atender el sábado. —No, yo tengo un compromiso, pero mi amiga si va atender. —Me gusta la técnica que tienes para el maquillaje. —Gracias. Pero ese día no estaré disponible. —¿Aunque te pague el doble? —si hubiera sido Patricia hubiera aceptado de inmediato, pero yo ya tenía un compromiso. —No aceptaría. es un compromiso que debo estar presente. —ella se resignó. No sé qué me espera en esa fiesta, solamente deseo de no ver a mi padre, ni a mi madrastra, ellos me arruinarían el momento.
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