SU MANJAR

1246 Words
**RITA** Pero ahora, esa chispa debía apagarse. La oscuridad del rechazo y las promesas de protección de mi hermano parecían envolverme, y en ese momento, no quedaba otra opción que aceptar la decisión para mantener la paz en casa, aunque mi corazón gritara lo contrario. Sergio se alejó rápidamente, con las llaves en la mano y una sonrisa forzada. Debía despistar a mi hermano para evitar que descubriera que me quedaba con Manuel. Subí al taxi con el corazón, latiendo como un tambor desesperado. La ansiedad me atravesaba desde el estómago hasta la garganta. Le di la dirección al conductor y, casi sin poder hablar, le rogué que se apurara. La ciudad parecía comprimirse a nuestro alrededor mientras miraba por la ventana, cada pocos segundos, convencida de que Sergio me seguía los pasos. La idea de que alguien pudiera descubrir mi secreto, que se enterara de que estaba conviviendo con Manuel, me aterrorizaba. No sabía de qué sería capaz alguien en su lugar si descubría la verdad. El coche avanzaba rápidamente por las calles, y el temor se mezclaba con una esperanza desesperada de escapar. Cuando por fin llegamos, pagué sin contar el cambio —mi mente solo pensaba en salir de allí cuanto antes—, y sin perder tiempo, corrí hacia el edificio. Subí las escaleras de dos en dos, cada peldaño parecía una eternidad, la adrenalina bombeando en mis venas, impulsándome a seguir adelante. La puerta del apartamento estuvo a punto de ceder bajo mi empuje; entré como un torbellino, con la respiración entrecortada. Tenía que empacar, tenía que salir de ese lugar antes de que Sergio llegara. Sabía que ese encuentro no sería solo una visita. Es que ya lo miraba entrar y sorprenderme, qué horrible estar con esa sensación. Me dirigí directo al dormitorio, abrí la maleta con manos temblorosas y comencé a llenarla sin orden, sin pensar. Ropa, libros, maquillaje, mis cosas caían dentro como si el tiempo se hubiera deshecho entre mis dedos, deslizándose rápidamente sin control. Cada segundo era crucial. Movía las cosas con prisa, pero también con una sensación de desesperanza, como si supiera que aquello que abandonaba no solo era un lugar, sino también una parte de mí. Justo cuando estaba a punto de cerrarla, el suelo tembló en mi interior, y en ese instante, dos brazos fuertes y determinados me sujetaron por detrás, impidiéndome seguir. Grité, un grito ahogado que reflejaba miedo y sorpresa, pero no tuve tiempo para más. La fuerza con la que me lanzaron sobre la cama casi me dejó sin aliento. —¿A dónde crees que vas? —susurró una voz que me era demasiado familiar, una mezcla de rabia, deseo y tormento. Es Manuel. Su mirada ardía con intensidad, sus ojos inyectados de sangre. Su respiración agitada y la cercanía de su cuerpo, la forma en que sus manos me atrapaban, me hacían sentir vulnerable y, a la vez, despertaban una inquietante chispa. —No puedes irte así, no me digas que te vas con él —murmuró, inclinándose ligeramente, con una mezcla de enfado y una pasión que me paralizó, congelándome en ese instante, atrapada en su mirada. —¿De qué hablas? Sentí cómo sus dedos temblorosos se deslizaron por mi mejilla, y en ese contacto, una oleada de emociones indescriptibles recorrió mi cuerpo. Mi corazón latía con fuerza, tan fuerte que parecía querer salir de mi pecho. Quise retroceder, escapar, pero era como si el suelo se hubiera abierto bajo mis pies y allí estuviera, atrapada entre dos mundos: el que quería huir y el que no podía resistirse a lo que Manuel despertaba en mí. En ese momento, el tiempo pareció detenerse. La gravedad de la situación se hacía más evidente: no había escapatoria, al menos no ahora. No de él. Pensé en Sergio, en la falsedad que había forjado con tanta meticulosidad, en el cariño que pensaba poseer, en las elecciones que iban a marcar mi existencia. Pero sobre todo, pensaba en este hombre, en su mirada ardiente, en sus manos que todavía me sostenían, en la fuerza que lo caracterizaba y que ahora me mantenía en esa cama, en ese instante suspendido en un limbo peligroso e inevitable. —Déjame ir, suéltame. —Forceje. Me besó el cuello con una intensidad salvaje. Intenté apartarlo, pero la sensación que provocaba en mi cuerpo me lo impedía. Murmuraba que era mucho mejor, aunque no entendí a qué se refería. Un gemido escapó de mis labios al sentir su boca sobre mi pecho. Sus manos viajaron a mi cintura, aprisionándome contra él. El roce de su cuerpo contra el mío encendió una chispa que creí extinta. Mordisqueó el lóbulo de mi oreja, haciéndome temblar. —¿No lo sientes? —susurró con voz ronca—. Esto es lo que quieres, lo que necesitas. Negué con la cabeza, aunque mi cuerpo decía lo contrario. Cada caricia, cada beso, me arrastraba más profundo en un torbellino de sensaciones prohibidas. —¿Por qué me haces esto? —pregunté con la voz entrecortada. Él sonrió contra mi piel. —Porque sé que en el fondo te gusta, que te excita a perder el control. Y tenía razón. La culpa y el deseo se entrelazaban en una danza peligrosa, haciéndome dudar de todo lo que creía saber de mí misma. Sus dedos hacen círculos en mi clítoris, eso me hace arquear mi cuerpo. Sentí cómo hizo a un lado mi bikini. No puedo soportar esa rica sensación que me hace gemir en voz alta. Lame, chupa y mordisquea mi cuerpo. No puedo resistirme más, quiero que continúe. —Por favor, usa un condón —murmuré en voz baja, casi un susurro, mientras lo observaba con atención. Mis ojos seguían cada uno de sus movimientos mientras él se dirigía hacia el cajón de la mesa de noche. Lo vi abrir el cajón con suavidad, buscando entre las cosas que había allí. Esperé en silencio, conteniendo la respiración por un instante, mientras él rebuscaba el preservativo. Finalmente, lo encontró. Lo sacó del cajón y lo sostuvo entre sus dedos, observándolo con una expresión indescifrable en el rostro. No pude evitar sentir un ligero escalofrío recorrer mi cuerpo. ¿Estaría pensando en lo mismo que yo? ¿En la responsabilidad, en la protección, en el cuidado mutuo? Sus ojos se encontraron con los míos. Una chispa de deseo brilló en ellos, pero también una sombra de incertidumbre. Asintió levemente, como si hubiera tomado una decisión. Con cuidado, abrió el envoltorio del preservativo y lo colocó en su lugar. Observé cada uno de sus movimientos, sintiendo cómo la tensión en el aire se intensificaba. Una vez que estuvo listo, se acercó a mí con una lentitud deliberada. Sus manos me acariciaron suavemente, recorriendo mi piel con una suavidad que me hizo temblar. Me besó con ternura, con una pasión contenida que prometía una noche inolvidable. Sabía que estaba listo, que ambos estábamos listos para dar ese paso. Me embistió de una manera salvaje, sentí cómo llegaba hasta lo más profundo de mí. Yo gemía suavemente, un sonido que se escapaba entre mis labios mientras él, con una voz profunda y gutural, expresaba su deseo. Entre gruñidos bajos y resonantes, como un animal satisfecho, él no dejaba de repetir, una y otra vez, que yo era exquisita, un manjar, algo de una exquisitez inigualable. Cada palabra era un halago, una confirmación de su atractivo, mientras mi gemido se intensificaba, respondiendo a su fervorosa admiración.
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