JUZGADA

1112 Words
**RITA** La brisa marina era una caricia familiar en mi piel, pero no lo suficientemente fuerte como para barrer el caos de mis pensamientos. Caminé por la orilla, dejando que las olas borraran mis huellas tan pronto como las dejaba. Respiré profundo, queriendo que el aire salado y puro llenara mis pulmones y limpiara mi mente, como si el océano pudiera llevarse el nombre que se repetía sin cesar: Manuel. Su nombre no era un recuerdo, era una presencia. Aparecía, sin permiso, una nota disonante en la sinfonía de mi nueva vida. Recordé la intensidad en sus ojos, el calor de sus manos, la forma en que me hacía sentir. Con él, cada fibra de mi ser se sentía viva, deseada, atrevida. Con él, me atreví a ser la persona que no tenía permitido ser. Fui imprudente. Lo busqué con una necesidad que me asustó. Lo provoqué, lo tomé, lo deseé con la urgencia de quien sabe que una confusión es todo lo que tendrá. Aquella experiencia no hubo espacio para el futuro, solo para la pasión que nos consumió, para el momento en el que nuestros mundos se encontraron. No hubo una llamada al día siguiente. No hubo un “te amo”, ni una promesa de volver a vernos. Me alejé, sin una sola explicación, como si aquel encuentro no hubiera sido más que una despedida disfrazada de pasión. Porque lo era. No volvería a verlo. No podía. Nuestros mundos eran abismos separados por mares de diferencia. Él vivía entre el rugir de motores y la vida normal, la de un hombre que luchaba por cada centímetro de su existencia. Yo, ahora, vivía entre planos, maquetas y promesas de un futuro que se estaba construyendo frente a mis ojos. Y aunque una parte de mí se estremecía al recordar sus besos, su voz grave, su risa ronca, sabía que debía dejarlo atrás. Él era el pasado que debía abandonar para seguir adelante. Respiré hondo otra vez, con los ojos cerrados, sintiendo el sol en mi rostro. El mar seguía ahí, eterno, indiferente a mis dramas, recordándome que la vida continúa, que las olas siempre regresan a la orilla. Y yo, al igual que ellas, me sentía renovada, decidida a construir algo nuevo. Un futuro sin pasado, sin arrepentimientos. Un futuro lleno de propósito, sin mirar atrás. —Rita, tenemos que regresar a casa —dijo Sergio, y el sonido de su voz me heló la sangre. Estaba de pie en el umbral, con el teléfono aún en la mano. Su rostro, generalmente sereno, estaba tenso y pálido. Dejé los planos sobre la mesa de centro y me levanté, sintiendo que el aire se volvía más denso con cada segundo. Un nudo se formó en mi estómago, uno que reconocía demasiado bien. Era el mismo nudo que sentía cada vez que la vida me recordaba su fragilidad. —¿Qué pasa? —pregunté, aunque en el fondo ya lo sabía. La urgencia en sus ojos lo decía todo. —Nuestro padre… sufrió una recaída. Al parecer tuvo un ataque al corazón. La frase fue un golpe en el pecho. Me llevé las manos a la cara, como si quisiera borrar la noticia, como si al cubrirme los ojos el mundo se detendría. Una ola de culpa y angustia me invadió. Hacía meses que no lo veía, inmersa en mi nueva vida, en este nuevo proyecto. Demasiado ocupada para recordar las llamadas perdidas, los mensajes sin respuesta. —¡Dios santo! —exclamé, sintiendo un escalofrío que me recorrió de la cabeza a los pies. Mis piernas se sintieron débiles, pero mi mente se enfocó de inmediato—. Sí, vamos. Vamos a verlo. No podemos perder el tiempo. Sergio se acercó y me tomó del brazo con una firmeza que me ancló a la realidad. Su toque era una inyección de fuerza, su mirada un ancla en la tormenta que acababa de desatarse. —No te dejes intimidar, Rita. Eres la princesa de nosotros —sus palabras eran un susurro, pero su convicción era tan fuerte que resonaba en mi alma—. La que siempre ha sabido brillar incluso en la oscuridad. Asentí, conteniendo las lágrimas que amenazaban con desbordarse. En ese momento, las promesas del futuro y la emoción de mi nuevo proyecto se desvanecieron. Solo quedaba el presente, crudo e incierto. —Vamos —dije, sintiendo que la voz me temblaba. Y emprendimos el regreso, con el corazón en vilo y el silencio pesado entre nosotros. Cada kilómetro era un recordatorio de lo lejos que habíamos estado, y la esperanza de que aún quedara tiempo para sanar lo que el destino había golpeado se convertía en nuestra única oración. Cada kilómetro se sentía como un paso hacia atrás, un viaje al pasado que yo había intentado dejar atrás. Al llegar a la casa, la misma que me vio crecer, el aire se sintió más pesado que nunca. Apenas crucé la puerta, la vi. Mi madrastra estaba parada en el salón, con los brazos cruzados y una expresión que era una mezcla de furia contenida y un reproche tan profundo que casi se podía palpar. No dijo hola, no preguntó cómo estaba o cómo había sido el viaje. Su mirada se clavó en la mía, y sus ojos se encendieron. —Así que decidiste aparecer —espetó, su voz era un susurro afilado, cada palabra una cuchilla—. Después de huir como una cobarde del compromiso. ¿Sabes lo que has hecho? Me quedé paralizada en el umbral, sintiendo el golpe directo de sus palabras. ¿El compromiso? ¿De qué hablaba? Pero antes de que pudiera procesar la pregunta, ella continuó, sin darme oportunidad de defenderme. —¡Por tu culpa tu padre está en ese estado! ¡No tienes idea del dolor que le causaste! ¡Tu egoísmo lo ha llevado al borde de la muerte! La culpa me invadió antes de que ella terminara de hablar. Yo ya me había juzgado. ¿Fue mi partida? ¿Mi silencio? Quise responder, defenderme, gritar que no lo sabía, que no había sido mi intención, pero las palabras se quedaron atrapadas en mi garganta. —¡Basta! —la voz de Sergio resonó en el salón, y su tono fue tan firme que la interrumpió por completo. Se colocó entre nosotras, con el cuerpo tenso, un escudo protector que me cubría del veneno que ella me lanzaba—. ¡Déjala en paz! —mi madrastra lo miró con rabia, y sus ojos relampaguearon, pero la voz de Sergio no flaqueó. —Rita no tiene la culpa de nada. Si alguien ha fallado aquí, no es ella.
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