**RITA**
Salí del baño con las piernas temblando como hojas en una tormenta. El aire se sentía espeso, casi sólido, llenando mis pulmones con una pesadez que me asfixiaba. No recuerdo si empujé la puerta, si mi hermano la abrió, o si simplemente me deslicé por el aire como un fantasma huyendo de su propia muerte. Solo sé que, al cruzar el umbral, el mundo se tambaleó bajo mis pies.
Sergio estaba ahí agarrando mi mano. Sujetándome como un guardián en las sombras.
Su mirada de hermano protector me envolvió, pero esta vez su calidez no pudo penetrar el hielo que se había apoderado de mi alma. Su agarre firme en mi mano, que antes me hacía sentir segura, ahora se sentía como una ancla tratando de mantenerme a flote en un océano de terror puro.
—¿Estás bien? ¿Qué pasó? ¿Conoces a ese tipo? —me preguntó en voz baja, sus palabras llegando a mí como ecos distorsionados desde el fondo de un pozo.
Yo no podía hablar. Las palabras se habían convertido en cristales rotos en mi garganta, cortándome por dentro cada vez que intentaba formar una sílaba. Mi cabeza era un torbellino de emociones que amenazaban con desgarrar lo poco que quedaba de mi cordura. El pánico se extendía por mis venas como veneno, paralizándome músculo por músculo. ¿Cómo podía decirle que ese hombre me había violado?
Ese tipo, que ahora sé que se llama Manuel. El nombre resonaba en mi mente como una campana funeraria, cada repetición más aterradora que la anterior. Ahora lo veía todo con una claridad que me desgarraba el alma. Su rostro, grabado a fuego en mi memoria como una marca indeleble. Su voz, que había susurrado en mi oído aquella noche maldita. Esa mirada ahora me seguía como si fuera la mirada de un demonio.
Era él. El hombre que estuvo conmigo aquella vez, cuando el destino, jugó su broma más cruel y me confundió con una de sus queridas. Él permaneció en las sombras mientras mi mundo se desmoronaba. El que me tocó sin que yo supiera quién era realmente, sin que pudiera imaginar que ese encuentro se convertiría en el hilo invisible que ahora amenazaba con estrangular mi presente.
Ese día maldito, todo fue un laberinto de confusión y terror silencioso. La habitación, envuelta en esa luz tenue que parecía tragarse la verdad. Mi nerviosismo, que me cegó ante la realidad que se desarrollaba ante mí. No vi bien su rostro entonces; era solo una silueta en la penumbra de mi ignorancia. No lo identifiqué. Y ahora… ahora lo tenía frente a mí como una pesadilla hecha carne, reclamándome, interrogándome, como si yo fuera la guardiana de secretos que él desesperadamente necesitaba desenterrar.
El miedo me consumía desde adentro, carcomiendo cada fibra de mi ser. No era solo terror; era el horror puro de descubrir que el pasado puede materializarse sin previo aviso, que los fantasmas pueden caminar entre nosotros con rostros conocidos. Mi cuerpo temblaba con violencia incontrolable, sacudido por ondas de pánico que me atravesaban como descargas eléctricas.
No por miedo común, sino por el impacto devastador de la revelación. Por la vergüenza que me ahogaba como agua sucia llenando mis pulmones. Por esa mezcla explosiva de emociones que se agitaban en mi pecho como una tormenta que amenazaba con destrozarme desde adentro hacia afuera.
Sergio me detuvo con urgencia desesperada, me miró a los ojos, y pude ver mi propio terror reflejado en su mirada preocupada. Su amor fraternal se estrellaba contra el muro impenetrable de mi horror. Tomó mi mano como si fuera lo único que me mantenía atada a la realidad, y me sacó de ahí con la determinación de alguien que huye de un incendio.
—Rita, ¿te hizo algo? ¿Te tocó? ¿Te habló mal? Por favor, hermana, dime algo —sus preguntas se clavaban en mi corazón como dagas, cada una más dolorosa que la anterior.
Negué con la cabeza en un gesto desesperado, incapaz de articular una explicación que no destrozara todo lo que amaba. No ahí. No en medio de tanta gente que podría convertirse en testigo de mi desmoronamiento. No con mi hermano, mirándome como si estuviera contemplando los restos de algo precioso que acababa de hacerse pedazos ante sus ojos.
Las palabras se me atragantaban, convirtiéndose en sollozos ahogados que pugnaban por escapar. El aire se había vuelto irrespirable, cargado del peso de secretos que amenazaban con aplastarme. Cada respiración era una lucha contra el pánico que me atenazaba la garganta.
—Solo quiero irme —susurré con una voz que no reconocía como mía, quebrada y diminuta, como el último lamento de algo que está muriendo.
Y él, mi hermano protector, sin hacer más preguntas que pudieran abrir las compuertas del infierno, me abrazó con la fuerza de alguien que intenta mantener unidos los pedazos de algo que ya se está desmoronando. Me protegió. Me sacó de ahí como si fuera una reliquia frágil que debía preservarse a toda costa.
Pero dentro de mí, algo fundamental se había roto para siempre. Una nueva sensación, fría como el hielo del invierno, más cruel y pesada como una lápida sobre mi pecho, se había despertado de su letargo. Era el terror de descubrir que el destino no es benevolente, que teje telarañas invisibles entre nuestro pasado más oscuro y el presente de las personas que más amamos.
¿Qué clase de destino diabólico es este, que convierte cada paso hacia delante, en una marcha hacia atrás, hacia los fantasmas que creíamos haber enterrado? ¿Cómo es posible que el universo conspire para que los secretos que más desesperadamente queremos mantener ocultos se materialicen precisamente en los momentos en que más vulnerables somos?
El miedo se había instalado en mi alma como un inquilino permanente, susurrándome que esto era solo el comienzo, que los hilos del pasado y el presente estaban ahora irremediablemente enredados, y que desenmarañarlos podría destruir todo lo que había construido, todo lo que amaba, todo lo que creía que podía proteger.
En la distancia, podía sentir aún su mirada siguiéndome, como si Manuel fuera una sombra adherida a mi espalda, recordándome que los secretos nunca mueren realmente, solo esperan el momento perfecto para resucitar y reclamar lo que consideran suyo.
Llegamos a casa envueltos en un silencio que se extendía entre nosotros como una manta invisible, pesada pero comprensiva. Era el tipo de silencio que solo existe entre hermanos, cargado de entendimiento, sin necesidad de palabras. Sergio no dijo nada durante el camino, y yo tampoco. Sus manos sobre el volante, firmes y seguras, me recordaron a cuando éramos niños y él me llevaba en bicicleta por el parque, prometiéndome que nunca me dejaría caer.
No hacía falta hablar. Él sabía, con esa intuición, que solo los años pueden tejer entre dos almas, que algo me había sacudido por dentro hasta los cimientos. Respetó mi espacio como solamente un hermano mayor sabe hacerlo, con esa sabiduría silenciosa que viene de haber crecido observándote, conociendo cada uno de tus gestos, cada matiz en tu respiración.