UN SUPER HERMANO

1144 Words
**RITA**  Cuando estacionó frente a nuestra casa, esa misma casa donde habíamos corrido por los pasillos siendo niños, donde habíamos compartido secretos susurrados en la escalera, su mano se posó sobre la mía. Cálida, firme, como un ancla en medio de la tormenta que rugía dentro de mi pecho. —Si necesitas hablar, sabes que estoy aquí —dijo con esa voz que había escuchado toda mi vida, consolándome, sin presionar, sin exigir nada más que mi bienestar. Era la misma voz que me había cantado canciones de cuna cuando tenía pesadillas, la que me había defendido en el patio del colegio. Asentí con la cabeza, sin mirarlo, porque sabía que si lo hacía, toda la fortaleza que estaba tratando de mantener se desmoronaría como un castillo de arena. No podía. No quería que viera la vulnerabilidad que se escondía detrás de mis ojos, esa fragilidad que solo él conocía desde que éramos pequeños. Me bajé del coche con movimientos automáticos, como si fuera una muñeca de cuerda que había perdido su melodía. Caminé hacia la puerta principal de nuestra casa familiar, esa puerta que había cruzado miles de veces con risas, lágrimas, esperanzas y decepciones. Entré sin despedidas largas, solo un “gracias” apenas audible que flotó en el aire nocturno como un suspiro. Él lo entendió, como siempre lo hacía, y se fue dejando tras de sí el eco de su amor protector. Subí las escaleras que conocía de memoria, cada escalón, una nota en la sinfonía de mi infancia. Directo a mi habitación, ese refugio que había sido testigo de mis sueños de adolescente, de mis primeros amores, de mis lágrimas más íntimas. No saludé a nadie en el camino, aunque las fotografías familiares en las paredes parecían susurrarme recuerdos de tiempos más simples. No revisé el celular, ese dispositivo que normalmente me conectaba con el mundo exterior. No me quité los zapatos, esos que habían bailado esa noche con la inocencia de quien no sabe lo que el destino le tiene preparado. Solo cerré la puerta de mi santuario, me dejé caer sobre la cama donde había soñado con mi futuro tantas veces, y me quedé ahí, mirando el techo como si pudiera encontrar respuestas en las grietas de la pintura que había contemplado desde niña. Las sombras de la lámpara proyectaban formas familiares en las paredes, las mismas formas que solía ver cuando era pequeña y creía que los monstruos vivían en los rincones de mi cuarto. Pero ahora sabía que los verdaderos monstruos no se esconden en la oscuridad; aparecen a plena luz, con rostros que reconoces demasiado tarde. Lo odiaba con una intensidad que me sorprendía. Odiaba la idea de que ese tipo, Manuel, pudiera aparecer otra vez frente a mí, rompiendo la burbuja de normalidad que tanto me había costado construir. Odiaba que su rostro ahora estuviera grabado con claridad dolorosa en mi memoria, cuando antes era solo una silueta borrosa en los recuerdos que prefería mantener en la penumbra. Pero más que nada, odiaba que mi cuerpo lo recordara antes que mi mente, que mis sentidos traicioneros hubieran reconocido, algo que mi corazón se negaba a aceptar. Era como si cada célula de mi ser guardara la huella de aquel encuentro, una marca invisible que ahora palpitaba con vida propia. Había sido mejor no saber quién era. Había sido mejor dejarlo como una sombra sin nombre, como un error que podía archivarse en el desván de los recuerdos que nunca se abren. Un capítulo sin título en la historia de mi vida, una página que podía saltar sin consecuencias. Pero si lo enfrentaba… si permitía que sus ojos se encontraran con los míos, otra vez… tendría que aceptar lo que pasó esa noche. Tendría que reconocer que aquella versión ingenua de mí misma, la que creía en finales de cuento de hadas, había muerto en una habitación mal iluminada, confundida con otra persona, en un malentendido que cambió el curso de mi historia. Y yo aún no estaba lista para ese funeral. Me tapé con la sábana que olía a suavizante y a los sueños de mi juventud, como si pudiera esconderme del mundo como hacía cuando era niña, y creía que las mantas eran escudos mágicos. Como si el silencio de mi habitación pudiera protegerme de la verdad de que ahora caminaba por las calles con nombre y apellido. En ese momento, rodeada de los recuerdos de quien había sido, deseé con toda mi alma que él desapareciera. Que se evaporara como el rocío de las mañanas de mi infancia. Que no volviera a cruzarse en mi camino nunca más. Que se quedara para siempre en esa pista de carrera, en ese baño donde todo se había revelado, en ese rincón oscuro de mi pasado que había decidido mantener cerrado con siete llaves. Cerré los ojos y traté de recordar cómo era ser la Rita de antes, la que creía que el amor llegaba con música de violines y pétalos de rosa. La que pensaba que su primera vez sería algo hermoso, algo que recordaría con sonrisas y no con este nudo en el estómago. Esa Rita parecía ahora tan lejana, tan ajena, como si perteneciera a otra vida, a otra historia que había leído en algún libro olvidado en mi estantería. **SERGIO** Volver a casa siempre tiene ese sabor agridulce que me recuerda por qué me fui. Por un lado, está el abrazo de mi padre, ese abrazo que permanece inmutable mientras el mundo cambia alrededor nuestro, aunque las canas le hayan ganado terreno y las arrugas de preocupación se hayan profundizado desde la última vez. Por otro lado, está ella. La nueva señora de la casa. La intrusa que se pasea por estos pasillos sagrados, como si todo le perteneciera, como si los recuerdos que construimos aquí durante décadas fueran papel viejo que puede tirar a la basura sin remordimiento alguno. El vuelo desde Londres había sido turbulento, pero nada comparado con la turbulencia emocional que siempre me invade cuando piso el suelo español. varias horas de travesía para regresar a un lugar que ya no se siente completamente como hogar, pero que tampoco puedo abandonar del todo. Como esas vueltas en el circuito del Silverstone que conoces de memoria, pero que cada vez te sorprenden con algo nuevo, algo que no esperabas. Apenas crucé la puerta principal, esa misma puerta de madera maciza que papá instaló cuando yo tenía doce años, me recibió con los brazos abiertos. “¡Sergio! ¡Por fin!”, exclamó con esa voz que conserva el mismo timbre grave de siempre, con esa sonrisa auténtica que me transporta instantáneamente a los domingos de mi infancia: fútbol en la televisión, carne asada en el patio, Rita corriendo por el jardín con las coletas al viento, mamá regañándonos por gritar demasiado cuando nuestro equipo metía gol.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD