3.- Si yo estoy loca, él lo está más

1980 Words
Abril   Abrí los ojos sin ganas, no quería despertar, no quería ver a ninguno de los hombres que me tenían secuestrada, pero estaba sola en el cuarto y desatada. Entré al baño y la tina estaba llena de agua caliente, sales aromáticas, burbujas… y una nota en el espejo que decía:   Espero que esto compense lo de anoche   Yo sonreí confundida. Volví a mirar la nota, si yo estaba loca, ese hombre lo estaba más. Me miré la mano y recién entonces me percaté de que la tenía intacta, sin rastros de la amputación de la noche anterior. ¿Cómo era posible aquello? Tal vez sí estaba loca. Quizás todo fue una pesadilla. ¿Cuántas veces me desperté creyendo que lo que soñaba era real y no era más que un mal sueño? Me metí a la tina y disfruté de las burbujas. Intenté relajarme y olvidar, aunque sabía que eso era imposible. ¿Cómo olvidar el miedo y el dolor? ¿Cómo olvidar la mirada de odio de aquel hombre? Suspiré al recordar su mirada intensa, su rostro perfecto, su sonrisa, aunque cruel… Sacudí la cabeza para sacarme esos pensamientos idiotas de mi cabeza. ¿Cómo podía encontrar atractivo a ese hombre? Ni a ese ni a los otros. Eran delincuentes que me tenían secuestrada, que me torturaron la noche anterior y lo más probable era que lo volvieran a hacer; parecía que ese hombre disfrutaba de hacerlo. Me hundí en el agua para ahogar el llanto. A pesar de todo, mi corazón se negaba a odiarlo. Tal vez porque sentía que todo aquello era mi culpa, si yo no hubiera desobedecido, él no me hubiese hecho daño. No estaba pensando claro. Después de todo lo que me hizo, quería justificarlo. Debía estar loca. Me vestí con la ropa que había en una silla, al parecer sabían con exactitud mi talla. Era ropa muy cara, de marcas exclusivas. Gastaron bastante dinero en mí. Demasiado para ser una simple rehén. Regresé al cuarto, en la mesita de noche había una bandeja con un desayuno como los de las películas, con tostadas, mermelada, café, un trozo de pastel y una rosa azul. La olí y sonreí triste. Tal vez, ese era mi último día con vida y esas cosas eran algo así como un deseo no pedido, un último detalle de despedida. Una tortura más. Respiré hondo para no llorar, mis emociones estaban demasiado alteradas. Me senté en la cama y comí; si ese era mi último día y tenía la opción de disfrutar, lo haría, al fin y al cabo, era algo que jamás había podido disfrutar, siempre había vivido a medias, sin dinero, a veces ni siquiera tenía lo suficiente para comer y si esa era mi última comida, la disfrutaría. Después de desayunar, me asomé por la ventana. A la entrada de la casa había seis autos modernos, reconocí, entre ellos, el sedán n***o de Manuel, el hombre que me secuestró. Un bosque rodeaba la casa, por lo menos hasta donde yo podía ver, y recordé mis pesadillas: era asesinada en un bosque y lanzada a un acantilado con mar y, aunque estábamos demasiado cerca de la capital como para que allí cerca hubiese mar, en esa casa había visto al hombre que intentaba salvarme en mis sueños, lo vi la noche anterior, estaba segura de que era él; si era así, entonces estaba perdida. Moriría de la peor forma de todas: moriría de dolor. Me acosté en la cama y me puse a imaginar las cosas atroces que me esperaban. No pude aguantar más. Me levanté y caminé en círculos por el dormitorio, por suerte era bastante grande. No quería pensar, mucho menos en mi muerte. Repasé la habitación: parecía muy antigua, de algún siglo pasado. Una cama enorme y cuadrada de bronce con dosel cuya cabecera se encontraba apoyada en el centro de la pared opuesta a la puerta; los veladores, en sendos lados de la cama, tenían esos dibujos tan extraños de la época victoriana o algo así; una especie de cajonera con espejo, también muy antiguo, con una delicada silla para sentarse a escribir o maquillarse; al fondo del dormitorio, un ropero muy alto, con un diseño parecido a todo lo demás y a su lado, un librero de suelo a techo, con libros viejos. Iba a tomar uno para hojearlo, pero no lo hice. Si me descubrían husmeando por ahí, seguro que ese hombre encontraría más razones para torturarme. De todas formas, miré los títulos. Eran libros muy antiguos. Algunos eran de historia, de los primeros cristianos, de la época en la que todos eran brujos, de varios países distintos. También había novelas de todo tipo, todas clásicas que solo las había escuchado nombrar, todas parecían primeras ediciones. Esos libros debieron costar mucho dinero. Me senté frente al espejo. Estaba ojerosa y demacrada. Bueno, siempre lo había sido, parecía una chica desnutrida. Mis compañeros se burlaban de mí por eso. El único que me había prestado atención fue Ricardo. ¡Ricardo! Me volví espantada al verlo parado detrás de mí por el espejo. Pero no fue más que una alucinación. Aun así, no quise volver a sentarme ni a mirar el espejo. La poca tranquilidad que había logrado se me fue al piso. Me miré la mano y recordé lo sucedido la otra noche: la llegada a esa casa, cuando Manuel me secuestró; antes, cuando Ricardo me dijo que debía quedarme hasta más tarde por un problema en la línea… Me dejé caer en la cama. ¿Y si todo eso había sido una trampa de Ricardo para que me secuestraran y distraerlos de él? ¿Y si solo me había usado de carnada? Sentí que me ahogaba. Si era así, iba a morir sin remedio, tal como mis sueños me habían advertido. Y no quería. No quería sufrir así. Si en sueños era doloroso y cruel, en la vida real debía ser mucho peor. ¿Por qué yo? Yo no valía nada. No tenía a nadie. Una lágrima rodó por mi mejilla. ¡Claro!, era por eso. Nadie me buscaría, a nadie le importaría si desaparecía sin dejar rastro. Por eso Ricardo me escogió. Me sentí vulnerable, desprotegida y abandonada a la inclemencia de aquel hombre que había dejado muy claro que no se doblegaba ante el dolor o las súplicas. Dejé escapar un sollozo y ya no me pude contener, las lágrimas que en un principio salieron tímidas de mis ojos, se volvieron torrentes, el pánico y el dolor se apoderaron de mí ser. Una vez más. Desperté al oír el sonido de la puerta, pero no me moví, esperaba que quien estuviera en la puerta me creyera dormida. Creo que no funcionó, porque se acercó de todos modos hasta la orilla de la cama. ―Te traje algo de comida. ―La voz del hombre sonó extraña, algo triste, de todas formas, no me moví, si creía que estaba dormida, se iría. Acarició mi cabello con dulzura. Abrí los ojos y lo miré, él apartó su mano; parecía triste, confundido tal vez, culpable y temeroso. “¿Temeroso?”, pensé, “¿temeroso de qué podría estar? Yo sería incapaz de hacerles daño, eso era imposible, ¿o no?” ―Espero que te guste la comida china ―dijo el hombre con una voz muy sedosa, suave. ―La verdad es que no tengo hambre ―contesté con sinceridad, no quería ser descortés, por lo menos no con él, que no se veía mejor que yo. ―No te gusta, ¿verdad? Puedo traerte algo más, alguna otra cosa que te guste. ―No, no, de verdad, lo siento, es que no me siento bien y… no tengo ganas de comer nada. El hombre bajó la cabeza y me sentí culpable, intenté probar algo de la bandeja que había dejado sobre la cama, pero, al acercarme la comida a la boca, se me revolvió todo adentro; me levanté corriendo al baño y vomité, él entró detrás de mí, me afirmó el cabello y me acarició la espalda. Sentí un alivio casi inmediato al sentir sus manos. Y vergüenza, él no debió ver aquello. Me levanté sonrojada. ―Perdón ―me disculpé mientras me lavaba la cara. ―¿Te sientes mejor? ―¿Mejor? No sé qué hizo, pero se me pasó todo, ya no me duele ni la cabeza ni el estómago. Alcé mi cara y lo miré a los ojos, algo se movió en mi corazón, sentí un amor tan extraño por ese hombre, como si lo conociera desde siempre y supiera que con él todo iba a estar bien. Él sonrió triste. Yo no quería que estuviera así. ―¿Ahora sí vas a querer comer? ―Sí. ―Sonreí―. Ahora hasta me dio hambre. Me senté en la cama y probé lo que él me dijo era un wantán. ―Es rico, nunca había probado comida china ―le comenté a ver si se le pasaba un poco esa tristeza. ―Qué bueno que te guste. ―Me miraba con tanta ternura. Yo le ofrecí parte de mi comida y él negó con la cabeza. ―¿Ya comió? ―pregunté. ―Se podría decir que sí ―contestó enigmático, sonó raro, pero no me importó. ―Es mucha comida, supongo que no me quieren engordar para comerme, aquí parece que a todos les parezco un plato de pollo asado con papas fritas. El volvió a sonreír, aquella vez con más sinceridad y algo divertido. ―Te aseguro que nadie te va a comer ―me contestó acariciándome el rostro con suavidad, tenía las manos tan frías como los otros dos hombres que me habían tocado y me dio un escalofrío―. ¿Te molesta? ―¿Qué? ―Que te toque, no nos conocemos y soy muy frío. ―No, no me molesta. No me pregunte por qué. ―Yo soy Joseph, soy médico y, aunque no lo parezca, me gusta que estés aquí. ―¿Y eso? Se encogió de hombros, no me quería contestar. No insistí. Seguí luchando con los palitos para comer, concentrada. Sentía su mirada sobre mí, pero no era algo que me incomodara, al contrario, parecía que era algo normal para mí. ―¿Te ayudo? ―me preguntó. ―Si tuviera una cuchara sería más fácil. ―Puedo traerte una. Alcé mis ojos y sonreí. ―Nah, no todos los días hay oportunidad de comer algo así, aunque cueste. ―Lo siento. ―¿Qué siente? ―Lo que has tenido que vivir. ―No es su culpa.  Seguí comiendo en silencio.   Poco rato después, lo miré fijo, dudaba en preguntar, pero me animé a hacerlo. ―¿Por qué yo? ¿Por qué…? ―Es mejor que no preguntes, Abril. ―Me van a matar, ¿cierto? Él negó con la cabeza y se levantó. ―Después vengo por la bandeja ―dijo por contestación y caminó hacia la puerta. Yo lo seguí con la mirada, para mí esa fue suficiente respuesta y dejé caer una lágrima. ―No llores ―me rogó parando en seco, sin volverse, no sé cómo lo supo. Yo aparté la bandeja, ya no quería comer, él se volvió y me miró, quise correr a sus brazos, sentía que si él me abrazaba todo estaría bien, me limpié la cara con la mano. ―Por favor. ―Volvió a suplicar y se dio la vuelta para mirarme. ―Lo siento ―me disculpé, él no se veía nada bien. ―Come tranquila, ¿sí? ¿Por mí? Me miró con tanto amor que me confundí y solo atiné a asentir con la cabeza y obedecer, quería corresponder a su amor y ternura y comer era la forma de hacerlo en ese momento.  
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