Capítulo 1: No me doblego ante el dolor ni las súplicas

3129 Words
Hola, aquí vengo con una nueva historia, espero que les guste y la disfruten.  ******************************************************************************** (Abril)     Aminoré el paso justo antes de entrar al sitio eriazo que acostumbraba a cruzar cada tarde para llegar mi casa desde el trabajo, aunque aquel día lo hice ya entrada la noche. A pesar de que la luna, que ya estaba casi llena, iluminaba el sector, sentía algo extraño en mi estómago.  Tomé aire y avancé con paso firme, aunque eso solo era en el exterior, en mi interior estaba temblando, trataba de convencerme a mí misma de que nunca me había sucedido nada y que esa ocasión no tendría por qué ser diferente. Pero sí lo fue. Primero, un grito desgarrador me paralizó, fue como un grito que resonó en todo mi interior; luego, las carreras: parecía que cientos de personas corrían a mi alrededor de un lado a otro, pero no había más que… ¿Qué eran esas cosas? Como destellos de luz, pero sin brillo, opacas, me rodeaban, me seguían, eran sombras o bruma, no estaba segura, parecía que toda luz se había extinguido.  Apresuré el paso hasta que sentí que alguien caminaba a mi lado como si hubiese estado allí desde siempre. Quise correr y gritar, pero no era capaz y me obligué a seguir avanzando a paso veloz, o eso creí, hasta que me di cuenta de que estaba inmóvil. Mi corazón latía con fuerza y, por un momento, creí que iba a desmayarme, y lo deseé, tal vez, de ese modo, no sintiera nada de lo que me iba a hacer. El hombre se acercó y olió mi cabello como si fuese su plato favorito. Aunque apenas lo veía, era muy alto y se notaba que iba muy bien vestido con un traje oscuro y abrigo largo y n***o. ―No me lastimé, por favor ―supliqué. ―Eso depende de ti, preciosa. ―Su voz potente me estremeció. ―Haré lo que me pida. ―Pensé que si era obediente él no me lastimaría. El hombre sonrió mostrando unos dientes blancos perfectos que brillaron a la luz de la luna, parecía muy orgulloso de ellos. ―¿Estás segura de lo que dices? Lo miré a la cara, apenas veía su silueta y algunos rasgos; parecía divertido con el miedo que yo sentía. ―Por favor. ―Volví a rogar. ―¿Harás lo que te pida? Yo asentí con la cabeza. ―Entonces bésame. Dejé caer las lágrimas que había reprimido y cerré los ojos resignada a lo que vendría después. Él agachó un poco su cara para quedar a solo un par de centímetros de la mía. ―Mírame ―me ordenó en un susurro. Abrí los ojos y lo miré. ¡Estaba tan cerca! Aun así, no me moví, sabía que sería inútil. ―Vas a acompañarme, Abril Villavicencio ―me habló con suavidad y firmeza―, vas a caminar conmigo, te vas a subir a mi auto sin gritar, sin llorar y sin escándalos ¿Está bien? Una sola estupidez y no respondo por lo que pueda sucederte. ¿Entendiste? ―¿Có…cómo sabe mi nombre? ―atiné a preguntar. ―Te sorprenderían las cosas que sé sobre ti. Me tomó la mano y avanzó para cruzar ese lugar. Me resistí en un primer momento, pero bastó su sola mirada para seguirle sin chistar. Yo sabía que debía resistirme, solo que me era imposible hacerlo. ―¿A dónde me va a llevar? ―Te llevaré a un lindo lugar. No pude seguirle el paso y tuve que detenerme para tomar aire. ―¿Puede ir más lento, por favor? No puedo más ―jadeé suplicante, me encogí al imaginarlo enojado cuando se volteó. ―¿Quieres que te lleve en brazos? Estás muy cansada. ―Sí, me encantaría ―respondí en un vano intento de parecer sarcástica, pero antes de que pudiera reaccionar, estaba en los brazos del desconocido; el vértigo que sentí me obligó a abrazarme a él y enterrar mi cara en su duro pecho que parecía hecho de mármol. Me bajó, yo me tambaleé y no pude soltarme del todo, permanecí unos minutos afirmada de su abrigo. Él me mantuvo abrazada también ese tiempo. ―Sube al auto ―me ordenó en un susurro. Miré a mi alrededor, estábamos al lado de un sedán n***o muy costoso. El sitio eriazo había desaparecido, nos encontrábamos en una calle bastante lejos de allí. ¿Cómo habíamos llegado a ese lugar? ―Sube al auto ―insistió él para hacerme volver a la realidad. ―No ―supliqué. ―No quieres que te obligue ―replicó con voz culpable. ―Por favor. ―Sube. Cerré mis ojos, mis lágrimas cayeron sin control. ―Abril Villavicencio, sube al auto. Ahora. “¿Por qué tiene que ser tan potente su voz, sin necesidad de gritar?”, pensé atemorizada. No me iba a rendir. Di la vuelta y corrí, pero antes de avanzar media cuadra, él apareció delante mí. ¿Cómo lo había logrado? Mil cosas pasaron por mi cabeza en ese momento, las peores para mi final. No me tocó, solo me miró con una expresión extraña; dio un paso hacia adelante, yo di uno hacia atrás; uno más él, uno más yo, hasta que choqué con su automóvil. Él no apartó su mirada de mis ojos, no dijo nada, no hizo ningún gesto, ni un pequeño ademán, aun así, comprendí lo que debía hacer. Me subí al auto, me senté y apoyé mi cabeza en el respaldo del asiento sin importarme las lágrimas que caían por mis mejillas. ¿Acaso mi vida podía ir peor?  ―Supongo que sabes que no sacas nada con llorar ―me indicó. ―Tal vez no sirva de nada, pero no hacerlo tampoco servirá. Él besó mi frente, yo abrí los ojos sorprendida, me sonrió y me sentí indefensa y vulnerable, él se burlaba de mí y yo no podía hacer nada. Apenas sí me percaté del viaje, solo pensaba en las pesadillas que de niña me perseguían: un bosque; un hombre al que no lograba ver, pero que disfrutaba de mi sufrimiento; sangre por todo mi cuerpo; torturada y lanzada a un acantilado para, al final, ser quemada viva. Un sueño aterrador que se me repetía a diario desde hacía mucho tiempo. Miré a mi captor de reojo. Si nunca logré ver a mi atacante del sueño, nada me decía que no fuera él. En mi sueño solo veía a otro hombre, uno que intentaba salvarme cuando ya era demasiado tarde. Al llegar él y se apagaba el fuego de mi cuerpo, yo moría. En ese momento despertaba empapada en llanto y sudor, con el sentimiento de que aquello había sido verdad. O lo sería en un futuro próximo. ―Baja. No comprendí. Iba tan embebida en mis pensamientos que no me había dado cuenta de que nos habíamos detenido ni de que el desconocido estaba a mi lado, con la puerta de mi lado abierta. Me bajé y miré el lugar. La casa era enorme y hermosa, pero fría y muy solitaria; antes de entrar al jardín, me estremecí y retrocedí un paso, por lo cual choqué con el hombre que estaba detrás de mí, me afirmó de los hombros y me volvió a oler como si yo fuera un plato delicioso, quise soltarme, pero él me sostuvo con firmeza. Me agité nerviosa. ―Vamos. ―Me apuró como saliendo de un trance. ―No, por favor ―rogué y me volví para mirarlo―, déjeme ir, por favor.          El me observó de un modo extraño, quedé prendada de su mirada y supe que haría todo lo que él me pidiera sin necesidad de forzarme, algo en sus ojos me hacía caer rendida a sus órdenes. Él sonrió triunfador, yo no pude siquiera apartar la vista. ―No depende de mí, preciosa. Cerré los ojos, él delineó con su dedo mi rostro, no había sensualidad en su caricia, yo abrí los ojos y al ver su expresión, creí que me sacaría de allí, pero algo, no sé qué, le hizo cambiar de opinión y torció el gesto. ―Vamos. ―Intentó sonreírme, pero fue en vano, creo que en ese momento se arrepentía de lo que estaba haciendo, pero claro, eso era imposible, aquello solo fue producto de mi fértil imaginación que quería sentirse a salvo. Me tomó de la mano, la suya estaba muy helada, y me hizo entrar sin que yo pudiera oponer resistencia. En la sala de la casa me esperaban cinco hombres que me miraban con recelo y mucho odio. Todos se parecían en un cierto modo, no en el sentido estricto de la palabra, sino más bien en su belleza extraña, en su frialdad, en su mirada intensa y sin vida. Parecían sacados de otra época, aunque parecían jóvenes todavía. Yo los miré aterrada. Seis hombres en mi contra. ¿Qué posibilidad tendría de escapar o sobrevivir? Me imaginé miles de cosas horribles, mis peores pesadillas convertidas en realidad. Las piernas me flaquearon y el hombre que me llevó hasta allí me sostuvo con suavidad de los hombros. ―Manuel, Manuel. ―Avanzó el que parecía el líder, un tipo orgulloso y sarcástico―. Por fin has traído lo que tanto he esperado. El llamado Manuel, que todavía estaba a mis espaldas, me acercó unos milímetros a él, pero me soltó en fracción de segundos. ―Te dije que lo dejaras en mis manos ―respondió. ―¿Qué quieren de mí? ―interrogué, aunque en seguida me arrepentí de haberlo hecho y apoyé mi espalda en el pecho de mi secuestrador, en busca de refugio. El líder me olió tal como había hecho Manuel antes y me sentí como un pavo en Navidad. Cerré los ojos, me sentí mal de nuevo, pero en aquella ocasión nadie me sostuvo y me tuve que aferrar a los brazos del hombre que tenía en frente, lo que provocó en él una sonrisa cruel. ―No me lastime, por favor ―le rogué mirándolo a los ojos. ―A eso viniste, cariño. ―¿Qué quieren de mí? ―insistí y me solté a pesar de lo temblorosa que estaba, tocarlo me producía escalofríos. ―¿No lo sabes? De ti nada, cariño, es a tu noviecito a quien queremos llegar, una vez que lo tengamos a él, será cuestión de tiempo para terminar contigo. ―¿Mi qué? ―Genial, secuestraron a la persona equivocada. ―No te hagas la tonta, necesitamos a Ricardo y tú nos vas a ayudar. ―¿Ricardo? “El único Ricardo que conozco es un compañero de la oficina”, medité, “él intenta ligar con todas las chicas disponibles… Sí, me está molestando, parece que es mi turno, pero de ahí a ser novios… ¡No! Están equivocados. Ricardo nunca logró conquistar a ninguna, todas las chicas se aburrían de sus acosos y terminaron abandonando el trabajo, después no aparecían más…” Solté un gritito de espanto al darme cuenta de la situación. ¿Y si resultaba que ellas no se iban, sino que esos hombres las secuestraban y las mataban y había llegado mi turno? Porque era yo a quien seguía y molestaba Ricardo y esos hombres querían llegar a él. Me volvieron a flaquear las piernas y volví a afirmarme del hombre; él también me sostuvo. ―Él no es mi novio, él y yo no somos nada, se lo juro ―lloré desesperada. ―¡Mientes! ―contestó amenazador. Yo negué con la cabeza sin poder controlar mis emociones, parecía que todos mis terrores se habían juntado en ese momento en mi pecho. ―Llámalo. ―¿Qué? ―¡Llámalo! Yo lo miré, no comprendía lo que él me decía, por más que lo intentaba, mi cerebro no procesaba más que el miedo. No lograba entender nada. Todo me daba vueltas, el pánico me tenía atontada. ―Llámalo ―me dijo extendiéndome un teléfono móvil. Cogí el teléfono, pero mis manos temblaban demasiado y no lograba manejar el celular. Yo me estaba desesperando, pero más lo hacía el hombre que tenía enfrente que me arrebató el aparato de las manos, él mismo buscó y marcó el número de Ricardo. ―Dile que estás secuestrada, que te estamos torturando y que debe venir a buscarte, él sabe dónde estamos, una hora esperaremos o tú sufrirás las consecuencias. ―Me entregó el móvil. ―¿Aló? ―Nunca me había molestado más oír la voz de Ricardo. ―Ricardo ―murmuré, aunque quería gritarle que por su culpa estaba allí. ―¿Abril? ¿Qué sucede? ¿Qué te pasa, amor? ―Ricardo… ―¿Por qué justo me llamaba “amor”? ―Cálmate, cariño, dime dónde estás. ¿Te pasó algo? ―Me tienen secuestrada, Ricardo. ―¿Qué? ―Quieren que vengas, dicen que tú sabes quiénes son, me van a matar, Ricardo, ellos me van a ma… ―Tranquila, no te desesperes, no va a pasar nada, no se atreverán a lastimarte. Y pensé en lo que le harían esos hombres a Ricardo, seis contra uno, ¿qué podría hacer Ricardo? Al final, nos matarían a los dos. No valía la pena arriesgarnos a ambos, de todos modos, me matarían y tomé la decisión en un segundo, sin pensarlo dos veces. ―¡No vengas, Ricardo, igual me van a matar y si vienes te va…! ―grité a través del teléfono, pero no pude continuar, el líder le dio un manotazo al teléfono tan fuerte que salió volando, se hizo trizas en el piso mientras que mi mano quedó roja y adolorida con el golpe. Enseguida, el hombre me tomó del cuello y me arrinconó contra la pared; me ahorcaba. Yo me agarré de su brazo, desesperada por casi no poder respirar. En ese mismo momento me arrepentí de no obedecer. Siempre yo y mis estupideces. ―¡¿Por qué lo hiciste?! ―Su voz potente aunada al grito que dio me aterró todavía más, si eso era posible. Cerré los ojos, ya casi no me quedaba aire, el corazón lo sentía en mi garganta y me entregué a mi destino: morir. El hombre me soltó con brusquedad, pero antes de llegar al suelo me tomó de los hombros y me levantó, yo trataba, en vano, de zafarme; todos mis esfuerzos eran inútiles. Él era demasiado fuerte. ―¡Dime por qué lo hiciste! ―Suélteme por favor. ―Yo estaba casi en estado de shock, sentía que mi cuerpo era todo corazón, galopaba a mil por hora, parecía que en cualquier momento explotaría. ―¡Responde! ―No lo sé… No sé…, por favor…, fue un error… Lo siento…, por favor. ―Él apretó su mano alrededor de mi pelo―. Me duele. ―Y te dolerá aún más. ―No, por favor, lo siento, perdón, yo no… ―Yo sabía que dolería más, tenía mis pesadillas claras en mi mente y sabía muy bien cómo iba a morir. El hombre me miró fijo y por un segundo me pareció ver lástima en sus ojos, pero fue solo un segundo antes de que me soltara y me lanzara contra el grupo de hombres, donde uno me recibió con pericia y cuidado. Entonces los miré uno por uno en un tonto intento de pedir ayuda, pero cuando vi al hombre de mis pesadillas, al que intentaba salvarme, a aquel que llegaba cuando ya no tenía salvación y moría… El terror se apoderó de mí con más fuerza y mi corazón se detuvo.     Desperté acostada en una especie de mesa de trabajo, amarrada de pies y manos, rodeada por los seis hombres que me miraban a cierta distancia. Cerré los ojos, deseé no haber despertado. El líder me apartó un mechón de pelo de la cara. Volví a abrir los ojos. ―¿Qué me van a hacer? ―pregunté atemorizada. ―Pagarás lo que hiciste. ― Él no es mi novio, se lo juro. ―Y si no lo es, ¿por qué lo proteges? ―Porque es una persona, un ser humano como todos, además, de todas maneras, me va a matar, ¿no? Los hombres cruzaron miradas de irónica complicidad. ―Da lo mismo, desobedeciste y ahora tienes que pagar. Miré al hombre de mis pesadillas, sabía muy bien lo que me harían y cómo terminaría muriendo. ―¿Acaso puedes ver el futuro? ¿Eres bruja? ―preguntó el hombre a mis pensamientos. ―No ―contesté intentando no llorar; pero al ver el hacha que él tomó de algún lugar, no pude evitarlo, me cortaría a cuadritos, comenzaría por mis manos para no matarme de inmediato. El hombre me tomó la cara y me obligó a mirarlo. ―¿No te gustó desobedecer? Ahora tendrás que pagar… y agradece que solo te cortaré una mano para enseñarte. ―¡No! ¡Por favor! No lo haga, haré lo que me pida, por favor, no. Miré al hombre de mis pesadillas, si alguien podía salvarme era él, pero salió del cuarto molesto, seguido por otro de los hombres y me sentí vacía y desprotegida. ―Tengo que enseñarte que conmigo no se juega. ―¡Por favor! ¡Por favor! ¡No lo haga! Se lo suplico… ―Le suplicas al hombre equivocado, niña, yo no me doblego ante el dolor ni ante las súplicas. ―No lo haga. ―Intenté suplicar una vez más en voz baja. Él se acercó a mi oído. ―Si tu novio quería casarse contigo ahora tendrá el privilegio de tener tu mano, yo mismo se la enviaré. Yo miré al hombre, pagaría cara las consecuencias de mi desobediencia, hasta antes de defender a Ricardo no me habían lastimado, todo aquello era mi culpa; como siempre, yo echando a perder todo. Lo peor, era que no podía odiar al hombre que me quitaría la vida de la forma más cruel, era como si mi corazón se negara a odiarlo… El hombre me miró de un modo extraño y movió la cabeza como para salir de un trance. ¿Es que sí podía leer la mente? ―Listo. ¿Estás preparada? ¿Cómo podía prepararme para algo así? Cerré los ojos y di vuelta la cara. El ruido del golpe del hacha coincidió con mi grito de dolor, un dolor insoportable. El hombre me tomó la cara para mirarlo, susurré un adolorido “lo siento”, sus ojos se volvieron intensos y me fui a n***o.  
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