Se acercó y me abrazó. Yo me giré a él como si el mundo se me viniera encima. Me aferré a él con tanta fuerza que su camisa se arrugó entre mis dedos. —Lo siento por no avisarte —me susurró—. Pero queríamos verte. Y fue ahí cuando se me salieron las lágrimas. No era tristeza. Era alivio. Era sorpresa. Era un millón de emociones comprimidas en un solo instante que no cabían en mi pecho. Nos abrazamos los tres, formando un pequeño círculo del que no quería salir. Mis padres. Mis raíces. Mi esencia. Y luego Theo. Mi inevitable Theo. Se acercó con esa sonrisa que nunca sabes si es de burla, cariño o puro caos. Se unió al abrazo sin pedir permiso, como si fuera parte de la familia. Y de alguna manera, lo era. Margaret también se acercó. Nos rodeó a todos con sus brazos flacos pero firmes

