—¿Quiénes eran, Leonardo? —le pregunté en cuanto subimos al auto, cerrando de un portazo que hizo retumbar todo. Leonardo suspiró, con esa calma fingida que siempre me ha irritado. —Uno de mis socios —respondió, sin mirarme—. Vieron a la chica acercarse y... —¿Y qué? —insistí, la mandíbula tensa, el pulso agitado. —Quieren que te unas —soltó al fin, como si no fuera una bomba lo que estaba dejando caer. Giré lentamente la cabeza hacia él. —¿Unirme a qué carajo? —A ellos. A su red. Su “sfera”. Pero les dije que tú no... —hizo una pausa, buscando palabras—. Les dije que esta sfera no es para ti, que estás fuera. Apreté los puños sobre mis rodillas, conteniendo una rabia que no entendía del todo. Mierda. La historia de Leonardo es un caos del que siempre me mantuve al margen. Sabía

