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Salí de la empresa a las cuatro de la tarde, como si hubiera escapado de un campo de batalla corporativo donde mi reputación acababa de sufrir un bombardeo emocional de 50 toneladas llamado Alexander Moreau.
Lucie y yo salimos juntas; ella parecía una adolescente en vísperas de un concierto, emocionada por lo que iba a pasar, mientras yo me sentía como una mujer a punto de vender su alma al diablo… en tacones.
—Tú vete a casa, hazte una exfoliación, ponte una mascarilla, lávate hasta el alma si puedes —me dijo Lucie, cargando su bolso gigante como si en él pudiera caber mi dignidad extraviada—. Yo me encargo de tu atuendo.
—No quiero que sea muy… ¿cómo decirlo? ¿putón? —le dije en un susurro mientras esperábamos el ascensor del estacionamiento.
—Claire, cariño, tu ma
