+CLAIRE+
Voy en el auto. La ciudad aún se sacude el sueño con sus luces intermitentes, y la neblina de la mañana cubre los ventanales como un velo. Mi chofer maneja con esa calma que me saca de quicio cuando tengo prisa. Miro el reloj: 8:00 a.m. en punto. Y la reunión con los inversionistas es en media hora. Genial. Todo lo que necesitaba hoy: llegar tarde, con ojeras y con la tensión mordiéndome la nuca.
Me desperté temprano, pero de una cosa a otra salí tarde. La cafetera no funcionó, se rompió uno de mis tacones favoritos y Élodie olvidó imprimir unos informes clave. Lo peor es que ni siquiera estoy en mis días hormonales. Este mal humor es puro hastío.
Soy Claire Dumont. Treinta y cinco años. Casada con un billonario desde hace una década. Una década que empezó como un cuento de hadas... y que hoy es solo un libro empolvado en una estantería que nadie se atreve a tocar.
Hace diez años, era la esposa más feliz del mundo. Philippe me miraba como si yo fuera su universo, me desnudaba con la boca y me besaba con urgencia. Me prometió el cielo... y me dejó viviendo sola en una jaula de oro.
Ahora soy solo un cuerpo frío bajo sábanas de seda. La mujer que la prensa llama la reina del lujo, la empresaria brillante, la referente de elegancia. Pero en casa, soy invisible.
Mi marido viaja. Vive en aviones, hoteles y en la cama de otras. Sí, lo sé. Sé que me engaña. Lo supe desde hace dos años, cuando dejó de tocarme y empezó a llegar con olor a perfume de Zara mezclado con su loción Tom Ford.
Y aun así... lo dejé pasar. ¿Por qué? Porque soy Claire de Leroux. Porque una mujer como yo no llora en público. Porque una esposa de un Leroux no se mancha las manos con drama. Porque si rompo esta imagen, se viene abajo todo el imperio que levanté.
Miro por la ventana, los edificios se deslizan como sombras. Y justo cuando estoy por abrir el archivo de la presentación, el teléfono vibra en mi mano.
Lucie. Mi amiga, mi cable a tierra. La única persona que sabe todo lo que hay detrás de mis joyas, mi maquillaje y mis discursos perfectos.
“Lo siento, amiga. Tenías que saberlo.”
Hay un video adjunto.
Mi dedo tiembla un segundo antes de presionar play.
La imagen se abre con un gemido. El celular está grabando desde un ángulo bajo, cerca de una cama cubierta con sábanas blancas arrugadas. El cuerpo de una mujer joven aparece primero. Muy joven. Morena, de cabello liso y piel tersa. Está desnuda, jadeando con las piernas abiertas. Y entonces… aparece él. Philippe.
Mi Philippe. Mi esposo. Embistiéndola como si le perteneciera.
Está de pie, sujetándola de las caderas con fuerza, su cuerpo desnudo brillando de sudor. Le gruñe palabras en francés, la penetra con furia, con hambre, con deseo. Ella grita su nombre:
—¡Aaah, Philippe… más… más fuerte!
Y él la obedece. La embiste con una fuerza que no le conocía desde hace años. Hace sonidos guturales, jadea como un animal, la toma del cuello, le muerde los labios, y le dice cosas que jamás me ha dicho a mí.
—Mi amor… así me gusta… abre más esas piernas.
Ella se ríe, se arquea, le lame el cuello y le dice que lo ama. Que lo quiere todo el tiempo. Y él… él le contesta:
—Tú sí sabes hacerme sentir vivo.
Mi garganta se cierra. Mis oídos zumban. Me falta el aire.
Siento una puñalada seca entre el pecho y el estómago. No hay sangre. Pero sí ardor. El corazón no me late… me arde. Me quema. Me insulta.
Cierro el video. Lo vuelvo a abrir. Como una masoquista. Como una idiota. Necesito estar segura de que lo vi. Necesito tragarme la humillación con claridad.
Ella no tiene más de veintiún años. Su cuerpo es perfecto, sus pechos firmes, su piel sin una sola marca del tiempo. Y él... Él está más vivo con ella que conmigo en años.
Lo miro y siento asco. Y aún así… también siento algo más oscuro. Rabia. Celos. Dolor. Deseo de que me folle así a mí, aunque sea una maldita vez más. Pero no. Yo soy la esposa. La figura de gala. Ella es la amante. La que grita su nombre, la que se le sube encima, la que se lo traga hasta el fondo.
Miro mis piernas cruzadas. La falda ajustada. Las medias perfectas. Los tacones nuevos que compré para verme sensual, aunque no haya nadie que me mire. Y me doy cuenta: No soy suficiente. No para él. No para nadie.
Respiro profundo. Miro por la ventana. Contengo las lágrimas que quieren salir. Soy Claire Dumont y de Leroux. No lloro en el auto. No lloro por un hombre que no me merece.
Pero algo dentro de mí cambia. Algo… se rompe. O tal vez algo despierta.
Quizás esta es la última vez que lo permito. Quizás este sea el día que deje de ser invisible. Que deje de ser esposa… y me convierta en mujer.
+
Estoy viendo ese maldito video otra vez. Apreté los dientes… Cerré mis ojos y en eso… El coche frenó de golpe.
Un impacto seco. El ruido del metal chocando hizo que soltara el teléfono. Me sacudió, el cinturón me mantuvo firme, pero igual me golpeé un poco el hombro contra la puerta.
—¡Mierda! —grité, mirando todo aturdida.
Recogí el celular, aún con el maldito video en pantalla. Lo pausé justo cuando la "perra" salía corriendo desnuda. Lo apagué.
Abrí la puerta del coche y salí furiosa, aún con un poco de mareo.
—¡¿Está loco o qué demonios le pasa?! —solté, caminando como una fiera hacia el coche que me había golpeado por detrás.
El tipo bajó. Flaco, con cara de susto, gafas torcidas. Un imbécil.
—Disculpe, fue sin querer. Me distraje...
—¿Disculpe? ¡¿Disculpe?! —me crucé de brazos—. ¿No se fijó en que tenía que frenar? ¿Que venía un cruce? ¡Usted me chocó!
Mi chofer se bajó corriendo.
—¿Señora Claire? ¿Se encuentra bien?
—¡No! Este imbécil... —señalé con el dedo, aún temblando.
Y justo cuando iba a soltarle un repertorio de insultos bien merecidos, mi teléfono sonó. Miré la pantalla.
Elodie.
—¿Sí? —contesté, apretando la mandíbula.
—Señora Claire, debe venir ya. Los inversionistas están todos en la sala. Solo falta uno por llegar, pero no aguantan mucho más. No puedo entretenerlos tanto tiempo...
—¡Me acaban de chocar, Elodie! —grité—. ¡Un idiota que no sabe usar los frenos! Haz lo que puedas, invéntate algo. ¡Estoy de camino!
Colgué. Estaba a punto de desmayarme de la rabia.
—¿A quién le dijo idiota? —preguntó el hombre que me había chocado.
—A usted —le respondí seca—. Y si no fuera porque tengo un trabajo importante, estaría llamando a la policía ahora mismo.
—¡Yo la voy a denunciar por insultos!
—¡Y yo por conducir como un ciego! —le grité—. ¡¿Usted sabe lo importante que es mi tiempo?! ¿Tiene idea de cuánto pierdo por culpa suya?
Grité. Literal. Un grito de furia, impotencia y estrés acumulado. ¡Por alguna razón creo que me estoy desquitando con el hombre por lo que mi marido me ha estado haciendo!
Y justo en ese momento, un auto n***o, brillante, de esos que solo se ven en películas o en sueños húmedos, se estacionó junto a nosotros.
Y de él se bajó...
Dios.
Un hombre.
Un maldito pecado andante.
1.88 de pura tentación. Musculoso, elegante, con una espalda tan ancha que parecía que su chaqueta de diseñador se iba a romper. Piel morena clara. Barba perfectamente recortada. Labios gruesos. Mandíbula marcada. Y unos ojos… gris oscuro con un toque azul. Como tormenta en el mar. Como el peligro cuando se acerca lentamente.
Ah, pero que forma tan ordinaria de describir a una persona, siiii, ¡estoy urgida! Estoy casada, pero mi cueva tiene muchas telarañas.
Maldición, creo que estoy metida en una telenovela sin darme cuenta. ¿Será que ese hombre es mi salvador?