Me quedé sin aire.
Literal.
Me atraganté con mi propia saliva y tosí.
Él se acercó caminando con ese paso lento, arrogante, seguro. Una mezcla de rey y demonio.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó con voz profunda.
El imbécil que me chocó se puso pálido. Titubeó.
—Señor... yo... lo siento. Fue un accidente...
¿"Señor"? ¿Quién demonios es este tipo?
El hombre me miró, y fue como si me acariciara con los ojos. Como si supiera exactamente lo que mi cuerpo pedía a gritos y lo estuviera evaluando. Piel de gallina. Me sentí desnuda.
—Yo me haré cargo de todo. —Su voz era como whisky con hielo. Suave. Letal—. ¿Se encuentra bien?
Tuve que parpadear varias veces.
—Estoy... bien —dije, aunque mi cuerpo temblaba y mis piernas parecían de gelatina.
Él me ofreció su mano. No para estrecharla. No. Solo la extendió, como si supiera que yo necesitaba estabilidad.
No soy de las que se quiebran, pero en ese momento... no fui yo.
—Tengo que llegar a mi empresa. Voy tarde —dije, intentando recuperar mi frialdad.
Miré alrededor. No había taxis. ¡Por supuesto que no!
Él no dudó.
—Puedo llevarla.
—¿Perdón?
—Déjeme llevarla. Es lo mínimo que puedo hacer por usted.
Lo miré. Ese rostro. Esa seguridad. Esa... tensión que empezaba a formarse entre nosotros. Mi cuerpo vibraba. Mi ropa pegada por el sudor del susto, y también por algo más.
Llevaba una falda lápiz negra, ajustada. Una camisa blanca de seda que dejaba entrever un poco más de lo debido. Tacones altos. El cabello suelto, ligeramente ondulado, mis labios rojo intenso. Y ese corpiño invisible que suelo usar solo cuando necesito sentirme invencible.
Pero él...
Él me estaba desarmando con una sola mirada.
—No suelo aceptar favores —le dije, con voz baja.
Él sonrió, apenas. Un movimiento en los labios que me incendió.
—No es un favor. Es una deuda que tengo con usted... y me gusta pagar mis deudas.
Mierda. Mi corazón empezó a latir de una forma estúpida.
¿Y si me subía a ese auto?
¿Y si dejaba que ese desconocido sexy me llevara?
¿Y si...?
Respiré profundo. Tenía una reunión. Estaba furiosa. Pero también... tenía curiosidad.
Y un fuego creciendo dentro de mí que nada tenía que ver con el accidente.
Lo miré de nuevo.
Asiento sin dudarlo, aunque no debería. Pero, ¿qué otra opción tengo? Mi celular está explotando con mensajes de mi asistente. Seguro va a perder la cabeza, y con justa razón. Miro al sujeto, ese desconocido sexy que acaba de arruinar mi mañana y él me hace una seña hacia su auto.
—Vamos —dice con esa voz ronca que, honestamente, podría derretir hasta a una monja.
¿Vamos? ¿A dónde, guapo? ¿Al infierno? Porque siento que voy camino ahí desde que me levanté.
Suspiro, rodando los ojos, mientras me acerco al auto. Antes de subir, me giro hacia mi chofer y le espeto:
—Ve por otro maldito auto a la casa. Y te vas directo a la empresa. Pero antes, pasa por el doctor, no quiero que por el accidente te suceda algo.
Mi chofer solo asiente, nervioso, y yo abro la puerta trasera del auto del desconocido. Sí, me subo. Al auto de un completo extraño. Genial, Claire, lo tuyo es de manual.
Él se sube también. A mi lado. Claro, porque por lo visto, la vida me odia y quiere verme caer en la tentación más rápido que un ayuno intermitente.
El auto arranca. El silencio es denso. Él revisa su celular como si su vida dependiera de cada mensaje que lee. Y yo… bueno, yo trato de no pensar en lo guapo que es. Así que miro por la ventana. Cierro los ojos.
Mierda.
Errooor. Error del siglo.
Porque lo único que se me vienen son imágenes sucias. Indecorosas. Yo, sobre él. Él, sobre mí. Su boca en mi cuello. Mis uñas en su espalda. ¿Qué carajos me pasa?
Me siento… excitada.
¿Será que me golpeé la cabeza en el choque y estoy teniendo alucinaciones calientes?
Un dolor agudo se instala en mi sien, probablemente de tanto pensar por dónde me lo quiero comer.
Y entonces, su voz.
Esa maldita voz.
—¿Necesita que la lleve a un médico? ¿No se siente bien?
Lo miro de reojo, queriendo patearlo y montarlo al mismo tiempo.
—No —respondo seca, tajante—. Ni se moleste en fingir amabilidad. Acepté subirme porque voy tarde a un compromiso importante, no porque quiera verle la cara. Ninguno de los dos necesita volver a cruzarse. Usted y yo somos completos desconocidos, y le diré la verdad: no me agrada. No me cae bien. Siento mala vibra. Y es mejor que siga así. Así que, deje de hacer el amable, porque no se lo he pedido.
Silencio.
Y entonces, él sonríe.
¿Está sonriendo?
¿Este hijo de su santa madre está sonriendo?
—Tiene carácter —dice, como si le gustara, como si le calentara.
Yo entrecierro los ojos.
—¿Y eso es algo que debe soportar porque su chofer cometió la torpeza de chocar contra “un alma tan fría”? —repito, imitando su tono arrogante.
—¿Fría? —arquea una ceja, como si estuviera disfrutando el intercambio—. Fría, sí. Como una escultura de hielo con curvas. Pero igual de frágil, supongo.
—¿Frágil? —me río, sarcástica—. Frágil tu ego, si crees que con una frase de poeta barato vas a impresionarme.
—No intento impresionarla. Solo trato de comprender cómo puede alguien ser tan explosiva a las nueve de la mañana. Es fascinante.
Lo quiero golpear con mi tacón.
En ese momento, suena mi celular. Lucie.
Oh, no.
Ella no sabe que estoy al borde de montarme encima del desconocido que tiene cara de pecado y boca de orgasmo.
Contesto, pero rápido.
—¡Ahora no, Lucie! ¡Luego te marco! —cuelgo de inmediato.
El silencio vuelve.
Él me mira de reojo.
—¿No le vas a decir a tu amiga que tienes ganas de matarme?
—¿Y darle la razón cuando me diga que atraigo a los hombres más peligrosos? No, gracias.
Él suelta una risa grave. Yo sigo mirando la ventana. Pero no hay paz. Solo tensión. De la s****l. De la que aprieta los muslos sin querer.
—¿Cómo te llamas? —me suelta, así, sin anestesia.
—¿Para qué? ¿Vas a buscarme en las redes y mandarme flores?
—No. Pero necesito saber el nombre de la mujer que me insultó tres veces en cinco minutos y aún así logró ponerme duro.
¡¿Qué?!
Mis ojos se abren como platos. Giro la cabeza lentamente y lo miro.
—¿Qué dijiste?
—Nada —sonríe—. Debes haber escuchado mal. Aunque si lo escuchaste bien, te imaginarás cómo se sintió.
Este idiota... ¿cómo puede ser tan descarado?
—No me interesa saber si tus pantalones están sufriendo.
—Claro que no —responde—. Pero la mía sí parece interesada.
—¡Idiota! —le digo, y giro la cara otra vez.
¡Pero qué idiota sexy, maldita sea!
Mis piernas tiemblan. La parte más estúpida de mí quiere seguir esa conversación, morderle el labio, y saber si su lengua es tan hábil como su sarcasmo.
Me odio un poco.
—¿Dónde vive? —me pregunta de repente.
—¿Por qué? ¿Vas a mandarme un ramo de insultos?
—No. Solo quiero asegurarme de que no se le suelte un tornillo antes de llegar a su destino.
—Tranquilo, tengo más tornillos que tú neuronas.
Nos miramos. La tensión se puede cortar con un cuchillo.