—¡Cállate! —espeté, pero mi voz sonó ahogada, casi suplicante.
—Vamos, Claire. ¿Sabes por qué no me empujas? ¿Por qué no me mandas al carajo? Porque una parte de ti —y su dedo recorrió mi mejilla, bajando al mentón, deteniéndose peligrosamente cerca del cuello—, quiere saber si lo que hay entre tus piernas todavía recuerda lo que se siente temblar por un hombre.
—Soy casada… —susurré, como si esa palabra pudiera salvarme.
—Y eso te hace inaccesible, ¿no? —respondió con sarcasmo—. Pero no inmune. No a mí.
Me estaba volviendo loca. Cada palabra, cada movimiento suyo, era como un dardo envenenado directo a la entrepierna. Me odié por sentirme así. Por querer gritarle que se fuera mientras apretaba los muslos para no dejar escapar todo el calor que me ardía.
—Mírame —ordenó.
Y lo hice.
—Dímelo. Dime que no sientes nada cuando estoy cerca. Dímelo mirándome a los ojos, Claire, y me largo.
—Tú no me mandas, Alexander.
—No necesito hacerlo. Tu cuerpo ya me obedece —dijo, y sus dedos bajaron por mi brazo hasta mi muñeca—. ¿Qué pasa? ¿Te da miedo que alguien entre y te vea ardiendo por mí?
—Hijo de puta… —murmuré, mordiéndome el labio.
—Sí. Un bastardo arrogante, lo sé. Pero el que te tiene sudando entre las piernas y jadeando como si te hubieran dejado a medio polvo.
Lo empujé. Esta vez con fuerza. Pero no se apartó. Solo rió.
—Dale, Claire. Pégame. Desahógate. Tal vez así dejas de apretar esos muslos.
—¡Eres un maldito enfermo!
—No. Soy el único que se atreve a decirte la verdad. El único que se da cuenta de lo que necesitas. ¿Y sabes qué es lo peor? —Se inclinó otra vez, esta vez bajando al cuello, apenas rozando mi piel con sus labios—. Que no necesitas amor, cariño, ni promesas. Necesitas que alguien te folle bien y fuerte, que te haga gritar sin pensar en tu jodida imagen de mujer perfecta.
Me estremecí. Juro que lo hice. Su aliento, sus palabras, su cercanía… estaba al borde del colapso. Una parte de mí gritaba que era una locura, que tenía que largarse. La otra… la otra solo quería sentir más.
—Eres tan arrogante que das asco —dije, con la voz ronca.
—Y tú tan mojada que si cierro los ojos puedo imaginarme el sabor exacto de tu desesperación —contestó con ese tono pausado que me provocaba una mezcla de odio y deseo.
Nos miramos.
Y en esa mirada había todo.
Guerra. Lujuria. Furia. Posesión.
Me di la vuelta, recogí el café que mi asistente había dejado —ya frío, olvidado—, y le dije sin mirarlo:
—No habrá cena.
—Claro que la habrá —respondió desde atrás—. No porque tú lo quieras… sino porque te va a doler no tenerla.
Y ahí, justo antes de salir de la oficina, lo escuché decir con una maldita calma que me perforó el alma:
—Esta noche, Claire, vas a pensar en mí. Aunque estés desnuda con tu marido. Vas a cerrar los ojos y lo único que vas a ver es mi boca bajando por tu cuerpo… y eso te va a partir en dos.
+++
Luego que se fuera, entró mi asistente, Élodie, como si no acabara de haber un terremoto de testosterona de metro noventa y cinco sacudiendo mi oficina.
—El señor Alexander me ha dejado su número —me dijo con esa voz dulcemente profesional que solía usar cuando quería ocultar que estaba tan confundida como yo. Acomodó unos papeles y agregó—: Quiere que lo llame para la cena de negocios que tendrán esta noche…
En ese momento, solté un “¿respeto?” o algo similar, y no sé cómo terminé dejándome caer como trapo viejo sobre la silla ejecutiva. Sí, esa de cuero legítimo que mandé a traer desde Italia, como símbolo de autoridad. ¿Y adiviná qué? En este instante, ni con todo el cuero del mundo podía sostener mi dignidad.
Me llevé la mano al pecho como si me acabaran de dar un ataque al corazón de esos que matan a las tías en las novelas.
Élodie corrió hacia mí. Bueno, no corrió, pero se movió tan rápido como alguien que lleva tacones de aguja podía hacerlo.
—¿Se encuentra bien? —preguntó con los ojos abiertos como platos de desayuno continental.
—¡Nooooo!... Eh… sí… bueno, más o menos... ¡NO! —tomé la botella de agua que había sobre el escritorio, la destapé con los dientes como una fiera salvaje y me la bebí toda de un solo trago, como si fuera un tequila en vez de agua. Hasta sentí que tenía que sacudirla para ver si quedaba alguna gota atrapada en las esquinas. No era sed, era desesperación líquida.
Después, la miré con una intensidad de telenovela turca.
—Necesito hablar con Lucie… urgente… —Lucie, mi mejor amiga, mi cable a tierra, la que me dice que me relaje cuando quiero matar a alguien. O peor, cuando quiero acostarme con ese “alguien”.
Élodie asintió y salió con esa mirada de "esto no está en mi contrato laboral".
Me quedé ahí… en silencio. Un silencio tenso, absurdo, lleno de “no puede ser” flotando en el aire como nubes cargadas de malas decisiones.
¿¡Qué acaba de pasar!?
Ese maldito. Ese maldito. Ese maldito. ¡¿Cómo puede un hombre hacerme eso!?
Estoy aquí, hecha un lío hormonal, con los labios temblando porque un hombre que apenas conozco se acercó a un centímetro de mi boca y me dijo, con voz de ultratumba erótica, que mi esposo debería follarme más seguido. ¡¿QUÉEEE?!
¡¿Y qué es eso de que puede oler mi humedad desde allá abajo!? ¡Por Dios! Eso ni siquiera debería ser legal.
—No quiero sexo con él —me dije en voz alta, tratando de convencerme a mí misma.
… ¿O sí?
¡NOOOO!
Aunque…
¡Maldita sea!
Aunque mi esposo, el brillante y adulador bastardo que dice “te amo” y luego desaparece por semanas para reuniones que, sinceramente, podrían hacerse por Zoom… está por allá probablemente follándose a la nueva pasante con nombre de perfume y piernas que empiezan en su cuello. ¡Ah, sí! ¡Seguro está en alguna cama de hotel revolcándose con una “Céleste” o una “Amélie” que ni sabe deletrear la palabra “compromiso”!
Y aquí estoy yo, hecha una estúpida. Una débil. Una… ¿cómo se dice? ¿Una mojabragas mental?
¡No! ¡No! Yo soy fuerte, soy independiente, soy la tipa que despide ejecutivos sin pestañear. ¡La que firma contratos mientras amamanta ideas multimillonarias!
Y sin embargo…
Ese maldito Alexander me ha convertido en una caricatura de mí misma.
—¿Y qué fue eso que dijo? “He venido a Quebec por ti”... ¿QUÉ? ¿Yo qué soy, una estrella Michelin que merece una peregrinación? ¿Un croissant bendito? ¿Por qué habla como si fuera el protagonista de una novela erótica y yo la virgen tonta del convento?
Me puse de pie. O al menos intenté. Una pierna todavía me temblaba. Porque sí, lo admito, me temblaba todo. Desde las pestañas hasta los ovarios.
—¡Basta! —dije y me miré al espejo que hay aquí, ese enorme con marco dorado que siempre consideré demasiado vanidoso… hasta hoy. Hoy quería verme. Ver si había en mi rostro alguna pista de lo que me estaba pasando.
¿Era deseo?
¿Rabia?
¿O esa combinación explosiva de ambas cosas?
Me toqué los labios, aún sensibles por el roce de los suyos. No me besó. Lo sé. Pero habló tan cerca que casi lo hizo. Y peor aún: me dejó queriendo más.
¡MALDICIÓN!