Arrogante

1386 Words
Suelto una risa seca, sarcástica. —Y si lo llevara, te juro que no serías tú. Sus ojos se oscurecen. Esa sonrisa arrogante se disuelve por una milésima de segundo. Me encanta haber tocado su ego. Pero no he terminado. —Para engañar a mi marido tendría que ser mejor —siseo, con los codos apoyados sobre la mesa, clavando mi mirada en la suya—. Porque mi marido me folla hasta volar al cielo. ¿Entiendes? No solo me toca… me consume. Me hace el amor hasta que el tiempo deja de existir, hasta que sus viajes de negocios son un suspiro comparado a lo que dura dentro de mí. ¿Captas ahora? Una corriente invisible se desliza entre nosotros. Densa. Intensa. Una mezcla de rabia, orgullo y deseo que no quiero admitir. Alexander no parpadea. Se queda mirándome, como si intentara leer entre líneas. Como si en lugar de sentirse rechazado, se sintiera desafiado. Y eso, por alguna razón, lo excita. —Tanto entusiasmo por describirme lo bien que te folla tu esposo... —susurra, inclinándose un poco más, con esa voz baja, peligrosa—. ¿Eso intentas decirme o a ti misma? —A ti, para que lo entiendas de una buena vez —le contesto de inmediato, aunque sé que mi tono no suena tan firme como quiero. Mierda. Él lo nota. —Interesante —dice—. ¿Sabes? A veces, cuando alguien insiste tanto en un punto, es porque en el fondo tiene miedo de que no sea verdad. O peor aún, tiene ganas de comprobar si hay algo más allá. —No sabes nada de mí —gruño, con el corazón latiendo con fuerza. Él se está metiendo donde no debe. En ese rincón que creí bien cerrado, blindado con promesas de fidelidad y anillos de compromiso. —Sé lo suficiente —responde él, sin apartar la mirada—. Como que tu voz tiembla cuando dices que lo amas. Y eso no es amor… es miedo. ¿Miedo a qué, Claire? ¿A lo que podrías sentir por alguien como yo? —¿Alguien como tú? —repito, conteniendo una carcajada—. ¿Un egocéntrico con delirio de conquistador? No gracias. Si quisiera emociones vacías, me descargaría una app. Alexander sonríe, y por un momento, casi parece divertido con mi respuesta. Pero en sus ojos hay otra cosa. Algo primitivo. Posesivo. —No tienes idea de lo que yo podría hacerte sentir, Claire. —No quiero saberlo. —¿No? —se inclina aún más, su voz se convierte en un susurro que siento en la piel como una corriente eléctrica—. Porque tu cuerpo me dice otra cosa. Me levanto tan bruscamente que la silla rechina. Me acerco hasta él, hasta estar lo suficientemente cerca como para oler su perfume, caro y embriagante. —No te confundas —le espeto—. El hecho de que estemos a centímetros de distancia no significa que estés ganando nada. Esto es poder, Alexander. No deseo. Y no lo tienes tú… lo tengo yo. Él se pone de pie también. Su altura impone. Su sombra me cubre. —Tú no tienes idea de lo que es el poder hasta que lo sientes al estar bajo mí —dice con una voz tan grave que me eriza la piel—. Hasta que te rindes. No en palabras, Claire... con el cuerpo. Con cada gemido que tratas de contener y cada maldito suspiro que te escapa. Mi boca se abre, pero no sé qué decir. Una parte de mí quiere gritarle, mandarlo al infierno. Otra... otra maldita parte quiere probarlo. Sentir si ese fuego con el que habla es real. Si de verdad podría quemarme. Pero me obligo a recordar. Soy casada. Estoy feliz. ¿No? —¿Te molesta tanto la idea de cenar conmigo porque temes caer, o porque sabes que vas a hacerlo? —pregunta él, y ahora su voz es baja, íntima, como si estuviéramos en una habitación y no en mi oficina. —Lo que me molesta —digo, con un nudo en la garganta—, es que creas que porque tienes dinero y una sonrisa de chico malo puedes obtener lo que quieras. —Lo que me molesta a mí —dice, acercándose tanto que casi roza mi mejilla—, es que tú sí quieres… y te haces la fuerte. —¿Y si sí quiero? —le susurro, dejando escapar la rabia con un dejo de sarcasmo venenoso—. ¿Qué harías, Alexander? ¿Me tomarías contra esta pared? ¿Me empujarías sobre este escritorio y me harías olvidar mi nombre? Sus labios se curvan lentamente. —No —responde, y su voz me deja helada—. Te haría rogar. Rogar por más. Porque una vez que pruebes lo que puedo darte… tu cuerpo me recordará más que tu conciencia. Mi garganta se seca. No sé cuánto tiempo nos quedamos en silencio, mirándonos como si el mundo fuera a explotar si uno de los dos se atreve a moverse primero. Finalmente, retrocedo. Dos pasos. Trago saliva. Me recompongo. —Tienes tu reunión. Te daré una oficina. Una cena, no. Y si insistes en hablarme de sexo otra vez, juro que enviaré un correo al comité legal sobre acoso. ¿Quedó claro? Y él me agarra del brazo. No fue un agarre violento, pero tampoco fue suave. Fue uno de esos toques que te dicen "te tengo", que te detienen, que te cortan el paso sin necesidad de palabras. Sentí su fuerza, su presencia. Me giró despacio, como si todo lo demás dejara de existir en esa oficina donde solo quedábamos él y yo. —Quiero esa cena, Claire. Y será hoy —me dijo, con esa voz grave que parecía deslizarse como el whisky más caro en un vaso de cristal—. Sabes que me necesitas. No vine a Quebec por negocios, vine por ti. Viajo mucho, pero he pensado quedarme. Aquí. En esta ciudad. Cerca de ti. Sus palabras me hicieron temblar. No porque me asustara. No. Me hacían temblar porque cada una era un cuchillo que cortaba directo a ese lado de mí que llevaba meses gritando por algo que no podía nombrar. —No creo que te convenga cancelar este trato. Dio un paso más, acortando la mínima distancia que quedaba entre nuestros cuerpos. Mi respiración se hizo más corta. La suya, la sentía sobre mi rostro, cálida, segura, insolente. Y entonces lo hizo. Sus labios tocaron los míos. No fue un beso. No del todo. Fue más una amenaza de uno. Un roce cargado de electricidad, como si me estuviera advirtiendo lo que podría pasar si yo le daba la menor señal. —Le deberías pedir a tu marido que te folle más de una vez antes de que se vaya de viaje —murmuró contra mi boca, sin separarse un centímetro—. Hmm… nena… soy experto. Y desde aquí puedo oler la humedad que recorre tus braguitas. Tragué saliva. Grueso. Sentí cómo el calor subía desde mis piernas hasta el pecho. Mi corazón latía como si quisiera salirse. No podía moverme. Estaba paralizada. No por miedo, sino por una mezcla explosiva de rabia, excitación y una lujuria que no me atrevía a reconocer. —¿Quién carajos te crees que eres? —logré decir, apenas, con la voz rota entre jadeos y orgullo herido—. ¿Te piensas que puedes venir a mi ciudad, a mi empresa y provocarme con esas mierdas? Él sonrió. Descarado. Orgulloso. El maldito sabía que me tenía acorralada. —¿Por qué tan a la defensiva? Si de verdad tuvieras todo bajo control, estarías riéndote en mi cara, Claire. Pero mírate… temblando… conteniendo las piernas… Se acercó aún más, su cuerpo contra el mío, sus manos apoyadas en el escritorio, atrapándome sin tocarme. Mis pezones dolían de tan duros que estaban, y él lo notó, claro que lo notó. Me miró el pecho con esa maldita sonrisa de depredador que me hizo querer golpearlo y arrancarle la ropa al mismo tiempo. —Si fueras mi mujer —continuó—, no saldrías de casa caminando recto. Ni llegarías a tu oficina sin llevar las marcas de cómo te hice mía toda la noche.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD