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Pies descalzos

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Pies descalzos es una novela dramática, contada a través de los ojos de Virginia, quien pertenece a una familia numerosa, de buena posición, en la Caracas de 1930. Los Castro y los Rivero, a raíz del amor entre la hermana mayor de Virginia y el hijo mayor de los Castro, deben emparentarse. Es ahí donde comienzan los numerosos acontecimientos infortunados que arrastrarán con ellos a Virginia: violaciones, asesinatos, muertes trágicas, enfermedades, caprichos e intereses sociales. Virginia es una muchacha obediente, reservada, discreta y amante de su familia. Ha sido capaz de hacer a un lado lo que ella misma quiere y su felicidad por anteponer el bienestar de su familia y lo que esta le pide. A su alrededor, sus hermanos y los miembros de la familia Castro son arrastrados por sus propios demonios, haciendo que Virginia se vea afectada por lo peor de cada situación. Sin embargo encuentra un aliado dentro de toda esta vorágine que la ayuda a creer que tiene una oportunidad de ser feliz, aunque tengan que luchar con fuerza para conseguir encontrar esa felicidad.

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Inicio
La lluvia. La lluvia siempre me ha gustado. Siempre la contemplaba a través de las ventanas de la casa, de pié en la entrada color rosa, rodeada de flores o simplemente a la salida del colegio. Siempre la veía. Me gustaba como sonaba sobre los techos de mi infancia. Mi infancia tuvo varios techos.          Los de madera, como los del establo, el granero, cubiertos con petróleo y palmas, así como también los de la oficina de papá que antes era la sala de la casa y a medida que fue creciendo la distribución de la casa, resultó ser su oficina.          Bien, en la madera las gotas se escuchaban con mucha fuerza., podías tener una idea de cuán grande y pesadas eran. Papá pidió que cubrieran el establo con palmas para mayor seguridad y tranquilidad de los  animales. Después que pasaba la lluvia quedaba en esos lugares una fragancia divina a madera mojada, un aroma a que estuvo presente ahí y se alejaba para n saber cuándo volver.          Hacia los lados de la cocina había zinc, viejo pero fuerte, mama lo dejó ahí porque le gustaba como sonaba e agua mientras bebía café, sin embargo, en los días de calor, ah, esos días maldecía y le pedía a papá que lo quitara, entonces él lo resolvía con palmas, una vez más.          Ahí no quedaban fragancias, pero si góticas guidando y a veces, haciendo sonidos huecos que si pisábamos, todo se volvía un charco. Yo claro no los pisaba, consideraba a las muchachas que atendían la casa, tendrían mucho que limpiar además del resto del trabajo de la casa.          Lo que quedaba del techo era de cemento, vigas sostenían tabelones blancos, frisos nos protegían del calor de marzo y abril y del frio de enero y febrero. Ahí la lluvia ni se escuchaba, ni se sentía, no dejaba ni siquiera un olor. Por eso abría las ventanas y entonces si la tierra húmeda impregnaba los rincones más escondidos. La lluvia recta, con brisa a la derecha o izquierda, la que dejaba remolinos y la que hacia pantanos donde no había asfalto o piedra se disfrutaba mejor desde las ventanas. En la cocina, a veces teníamos que gritar para escucharnos, pero en los cuartos, en el segundo nivel, únicamente la brisa a veces nos perturbaba y pues yo así la disfrutaba, cada gota que mojaba lo de afuera, lo que creciera, lo que viviera, lo que floreciera, lo que se empapara, lo que rato después se secara pata tal vez volverse a mojar o secar por meses, por semanas, por días  y de nuevo regarse con la gloriosa lluvia que todo lo lava, todo lo limpia, todo lo arrastra, se lo lleva y lo pone donde quiere, donde ajuste, donde se atore, donde lo detengan. La lluvia es agua, pero no cualquier agua, es clara, directa, a veces salada, trae consigo vida y enfermedades, cambia según los meses y la vemos de manera diferente depende nuestro estado de ánimo. Felices, cuando llueve cantamos, nos provoca comer y tomar algo caliente, perseguir al perro por la senda, dejar que se mojen nuestras ropas y cabellos, lavamos nuestras caras cerrando los ojos hacia arriba y extendiendo nuestras bocas.          Tristes, la lluvia nos saca las lágrimas. No nos movemos ni a menear la cucharilla dentro del café, y si lo hacemos no sabemos en que dirección ni con cuanta rapidez. El perro nos mira desde un rincón con ojitos consoladores y ceño levantado, está con nosotros para acompañarnos, quiere decir. La fragancia que llega pasa de largo, nuestra mente solo dice: llueve, que triste. Una razón más para sentirnos así, tristes.          Si estamos afuera solo caminamos  lento y levantamos pantano, adentro nos refugiamos en una recamara, como yo ahora, aquí, con un hombre echado, dormido sobre una cama, desnudo después de haberme arrebatado la virginidad y ni percatarse que mi sangre yace a su lado como evidencia. Si están así como yo, solo se abraza una el cuerpo para proporcionarse calor y autocompasión al mismo tiempo que ves la lluvia a través de la ventana. Se ve borrosa porque las lágrimas no dejan ver claramente. Porque n solo hay tristeza si no dolor, encierro y post miedo de cuando abrió de golpe la puerta me vio, se envalentonó y se atrevió por fin a tomarme luego de dos meses en el mismo cuarto. Entre mis piernas también llovía tristemente.          

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