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El Primer Encuentro
Londres, primavera de 1846
Salón de recepción de Lady Weatherby
Las flores frescas impregnaban el aire con notas dulces de lirio y gardenia, y las altas ventanas del salón dejaban filtrar la luz del mediodía sobre los encajes blancos y el terciopelo escarlata de las cortinas. Las damas estaban sentadas según lo dictaba el protocolo, en pequeños grupos organizados por rango, edad y reputación, mientras los caballeros hacían su ingreso uno por uno, anunciados por el mayordomo con una voz grave que resonaba en el amplio salón.
Isabella Richards, de diecisiete años, permanecía de pie junto a su madre, una dama de respetable linaje, aunque sin título. Su vestido de muselina azul cielo, decorado con delicadas flores bordadas, se ceñía al talle con modestia y sus guantes de encaje apenas ocultaban el temblor leve de sus dedos. Aún no había sido presentada oficialmente al conde. Esa ceremonia, breve pero esencial, debía realizarse con toda corrección: con la debida inclinación de cabeza, sin extender la mano a menos que él lo hiciera primero y sin hablar a menos que él iniciara la conversación.
- Isabella, recuerda mantener los ojos abajo cuando hagas la reverencia. - susurró su madre, enderezando por tercera vez la pequeña perla que sujetaba el broche del chal de su hija - Y no sonrías demasiado. Los dientes no deben mostrarse.
La joven asintió, respirando hondo mientras el murmullo del salón bajaba de tono. El mayordomo anunció con solemnidad:
- Su señoría, el conde Rowan Ashcombe.
Un silencio respetuoso precedió la entrada del caballero. La primera impresión que Isabella tuvo fue la de una figura elegante, contenida en sus gestos, como si cada movimiento estuviese cuidadosamente ensayado. El conde vestía un frac de paño n***o perfectamente entallado, con una camisa blanca almidonada y un chaleco marfil bordado. Su cabello castaño oscuro, ligeramente ondulado, estaba peinado hacia atrás y su rostro, afilado y sereno, exhibía la altivez que se esperaba de un noble con tierras y nombre propio.
Rowan se inclinó levemente ante Lady Weatherby, anfitriona del evento y aceptó el té servido con precisión por una de las criadas. Su porte era refinado, pero no parecía vanidoso. Observaba todo con ojos agudos, de un gris acerado que captaba sin esfuerzo cada detalle de las conversaciones a su alrededor.
Isabella supo, por el cruce de miradas entre su madre y Lady Weatherby, que su presentación estaba a punto de realizarse. El corazón le martillaba el pecho con fuerza, pero su rostro permanecía sereno. Había sido educada para esto. Todo debía parecer natural, incluso el temblor en su estómago.
- Mi señor conde. - dijo Lady Weatherby con su voz melosa - permítame presentarle a la señorita Isabella Richards, hija del señor Jonathan Richards de Sussex.
Isabella dio un paso adelante. Se detuvo a la distancia justa para la reverencia, ni tan cerca como para resultar atrevida, ni tan lejos como para parecer desdeñosa. Con una gracia aprendida más que sentida, bajó la mirada y se inclinó con una suave flexión de rodillas.
- Mi señor. - murmuró.
El conde asintió y, rompiendo una pizca del protocolo, extendió su mano enguantada para tomar la de ella. Isabella contuvo el aliento mientras depositaba su mano con delicadeza sobre la suya. Él no la besó - eso habría sido impropio para un primer encuentro en público - pero inclinó apenas la cabeza, como si su gesto bastase para honrar el suyo.
- Señorita Richards. - dijo él y su voz era grave, templada como un instrumento bien afinado - Es un placer finalmente hacer su conocimiento. He escuchado que su dominio del francés supera al de muchas institutrices.
Isabella alzó la vista con una mezcla de sorpresa y modestia. No esperaba que el conde se hubiese tomado la molestia de averiguar algo sobre ella más allá de su dote o su estatus familiar.
- Sólo lo que mi institutriz me enseñó, mi señor. - respondió, cuidando que su tono no sonara altivo ni coquetón - Aunque debo confesar que me fascina la sonoridad del idioma.
El conde esbozó una sonrisa breve. Fue apenas un destello, como si reservara sus emociones con tanto cuidado como sus finanzas.
- ¿Y París? ¿Lo ha visitado alguna vez?
- No aún, aunque he soñado con sus calles adoquinadas desde que tenía diez años.
Lady Weatherby carraspeó suavemente, recordándoles que la conversación debía mantenerse breve hasta que el compromiso fuese oficial. Rowan lo comprendió y dio un pequeño paso atrás, despidiéndose con una inclinación más marcada.
- Espero que la ocasión se repita, señorita Richards.
- Sería un honor, mi señor.
Cuando se retiró, Isabella permitió que el aire regresara a sus pulmones. Sintió el cosquilleo helado de las emociones en la nuca: la impresión de haber tocado algo intangible, la primera semilla de lo que podría convertirse en un lazo o en una jaula.
- Muy bien hecho. - susurró su madre con discreta aprobación - Te ha mirado como quien observa una joya en vitrina.
Isabella no respondió. Su mente estaba llena del sonido de esa voz grave, del tono educado, pero sutilmente inquisitivo. Era un hombre que conocía su poder, pero no lo ostentaba. Y eso, en los salones de la alta sociedad londinense, podía ser tan seductor como peligroso.
El Nombre Richards
La familia Richards no tenía título nobiliario, pero ostentaba algo casi tan valioso en ciertos círculos de la aristocracia británica: una fortuna consolidada, una reputación intachable y una genealogía sin escándalos. Su ascendencia provenía de una línea de comerciantes ilustrados que, durante el reinado de Jorge III, supieron invertir con sabiduría en el comercio del té y la industria textil del norte de Inglaterra.
El Patriarca era Jonathan Richards.
Jonathan era un hombre de sesenta años, de cabello canoso y porte sobrio. Hijo único de un hombre de negocios astuto, heredó tanto la riqueza como el recato. Se codeaba con los lores, pero jamás pretendió convertirse en uno de ellos. Su elegancia residía en la contención: hablaba poco, pero sus palabras eran medidas con precisión matemática. Jonathan sabía que su poder residía en su discreción y que la clave de su ascenso social estaba, en última instancia, en el matrimonio de su única hija.
El hombre era un ferviente creyente en el deber, la virtud protestante del esfuerzo y el control emocional como signo de carácter. Aun así, adoraba a Isabella. En su silencio había ternura y en cada decisión que tomaba, pensaba en su bienestar, aunque jamás lo dijera abiertamente.
Su esposa, Eleanor, de origen escocés, había sido una dama de compañía en su juventud, lo que le había permitido observar de cerca el comportamiento de las grandes casas. Su matrimonio con Jonathan fue, en parte, arreglado por conveniencia, pero había florecido en una alianza firme y afectuosa. Eleanor era elegante, estricta en cuanto a protocolo, y profundamente ambiciosa para su hija. Soñaba con ver a Isabella convertida en condesa, convencida de que la belleza, la educación y la gracia de su hija bastarían para cumplir tal designio.
- La posición de una mujer es frágil, incluso en la riqueza. Solo un título puede protegerla cuando las circunstancias cambien. - solía decir Eleanor, ajustando los lazos de los vestidos de Isabella con una precisión que bordeaba la obsesión.
La familia vivía en una mansión situada en una tranquila calle de Mayfair, Rosefield House no era una mansión palaciega, pero su fachada blanca con columnas dóricas y rosales trepadores hablaba de refinamiento y gusto. Los interiores eran cálidos, con retratos de antepasados poco conocidos y tapices franceses. Eleanor supervisaba cada rincón: desde el té servido en porcelana Wedgwood hasta las flores dispuestas en los salones según las estaciones. Isabella había crecido en un entorno de orden, belleza y expectativas contenidas.
Los criados eran tratados con cortesía, pero nunca con familiaridad. La cocinera, la señorita Greaves, preparaba pasteles de limón que Isabella amaba desde niña. El ama de llaves, la señora Whitlow, era tan antigua como los retratos del vestíbulo y siempre decía que Isabella había nacido “con la columna de una reina”.
Desde pequeña, Isabella había sido preparada no solo para ser una dama, sino para moverse como una pieza en el tablero del poder social. Le enseñaron francés e italiano, a bordar y tocar el clavicordio, a leer a Austen y a Shakespeare con gracia, a bailar sin mover los brazos demasiado y a ocultar cada emoción bajo una sonrisa tenue.
A pesar de su educación, Isabella no era frívola. Había en ella una sensibilidad callada, un anhelo de algo más que cenas y alianzas. Aunque nunca lo dijo en voz alta, su mirada se perdía con frecuencia en los jardines de la casa, como si presintiera que el mundo no acababa en Mayfair, ni siquiera en Londres.
Y, sin embargo, era allí donde debía comenzar su destino.