La Cena Para Dos
La luz del crepúsculo bañaba las cristaleras del comedor privado en tonos dorados y rojizos. Isabella había insistido en que no se sirviera la cena en el gran salón aquella noche. En su lugar, había escogido una estancia más pequeña y cálida, junto al jardín de invierno, con una mesa redonda, baja iluminación y una vajilla antigua de porcelana azul que había encontrado entre los baúles de la familia Ashcombe. Había mandado preparar el platillo favorito de Rowan - cordero al romero, según la vieja cocinera - y, personalmente, había dispuesto las flores frescas, el mantel de encaje y dos copas altas de vino oscuro.
Isabella llevaba un vestido azul pálido, recogido el cabello con cintas de seda y un leve perfume de lavanda en la nuca. Cada detalle había sido pensado. Porque quería agradarle. Porque comenzaba a soñar.
Quizás esta noche lo vea sonreír más allá del deber. Quizás esta noche hablemos, como los esposos que se buscan de verdad.
Cuando la puerta se abrió, Rowan entró con la elegancia de siempre. Su abrigo oscuro colgaba de uno de sus hombros y su mirada, aunque cansada, se suavizó al ver la escena.
- ¿Qué es esto? - preguntó, alzando apenas una ceja.
- Una cena... solo para nosotros. Pensé que te agradaría un poco de intimidad. - Ella le ofreció una sonrisa tímida - He intentado aprender tus gustos.
Por un momento, Rowan no respondió. Caminó lentamente hacia la mesa, examinando el mantel, las copas, las flores. Luego la miró, largo y profundamente. Isabella sintió que el corazón se le aceleraba.
Pero cuando habló, su tono fue distante.
- No era necesario. Has ocupado el día en estas frivolidades, cuando tienes una casa entera bajo tu cuidado. - Se sentó, acomodando su servilleta con parsimonia - Espero que al menos el cordero esté bien hecho.
La sonrisa de Isabella vaciló. Se sentó frente a él, en silencio, luchando por mantener la compostura.
- Quería agradarte, eso es todo.
- ¿Agradarme? - Rowan alzó la copa y bebió un sorbo sin mirarla - Te agradezco el gesto. Pero no confundas cortesía con algo más. Sabes por qué estamos casados.
Las palabras cayeron como plomo. Y aunque su tono no fue cruel, la frialdad en su mirada fue más elocuente que cualquier desprecio.
Isabella sintió una punzada en el pecho. Trató de reír, de restarle peso al momento.
- Pensé que... quizás te agradaba mi compañía.
- Me agrada cuando eres discreta. Cuando haces lo que se espera. Cuando sonríes y callas como esta noche frente al vizconde de Marrowbridge - añadió con frialdad. Haces bien ese papel, Isabella. No lo estropees creyendo en ilusiones.
Ella apartó la mirada, tragando el nudo que se le formó en la garganta. El silencio que siguió fue espeso, denso.
La cena transcurrió entre frases breves y comentarios vagos sobre política y la próxima visita de la condesa viuda. Él no le preguntó cómo había estado su día. No elogió su vestido. No tocó su mano. Y cuando acabó, se levantó sin mirarla.
- Tengo cartas que responder. Que descanses, mi señora.
La puerta se cerró con suavidad. Pero el eco de su indiferencia quedó colgando en el aire.
Isabella recogió su servilleta lentamente. Las flores en la mesa seguían frescas. El cordero estaba intacto en su plato. El vino, a medio terminar. Pero todo se sentía vacío. Inútil.
Se quedó sentada largo rato, con los ojos fijos en el reflejo tembloroso de las velas.
Quizás no era amor. Pero lo parecía. Y en el parecía… yo me perdí.
Las Grietas del Caballero
Rowan cruzó el umbral del comedor con paso firme y expresión pétrea. Su voz aún resonaba en su mente, cortante y distante, como un látigo:
No era necesario… No necesito gestos sentimentales a estas alturas del día.
La mirada de Isabella, quebrada y desconcertada fue como una bofetada inesperada. Un segundo de debilidad en su rostro que él no supo anticipar… y que, para su disgusto, le caló más hondo de lo que debía.
Ya no estaba en la sala. El silencio lo envolvía en el vestíbulo vacío, mientras la tenue luz de las lámparas a gas proyectaba sombras doradas en las molduras del techo.
Se apoyó contra la pared, cerró los ojos y exhaló despacio.
Estúpido.
No era el momento. No con espías tras las cortinas. No con su primo Henry rondando como buitre.
Esa cena había sido planeada, servida, decorada para construir la imagen perfecta. Y él, con un solo comentario mal colocado, había dejado una fisura.
“¿Qué clase de esposo decepciona tan pronto a su nueva esposa… justo cuando está aprendiendo a mirarte sin miedo?”
Su mandíbula se tensó.
No se trataba de culpa. No en el sentido emocional. Era control. Era estrategia. Había que remediarlo antes de que esa pequeña g****a se ampliara. Antes de que Isabella comenzara a preguntarse si el amor que él fingía ante el mundo era sólo eso: una ficción.
Respiró hondo, alisó la pechera de su camisa y regresó.
Cuando volvió a entrar al comedor, Isabella se había quedado sentada, rígida, con la espalda recta y los ojos fijos en el plato, aunque apenas lo había tocado. Los sirvientes merodeaban en silencio, sin atreverse a romper la quietud.
Rowan se acercó sin prisas. Hizo una breve inclinación con la cabeza hacia los criados.
- Déjennos.
El mayordomo hizo una leve reverencia y desapareció junto con los demás.
Rowan se volvió hacia su esposa. Se sentó frente a ella con la elegancia ensayada de un noble, pero cuando habló, bajó el tono. Su voz fue suave, casi íntima.
- Isabella…
Ella no lo miró.
El joven apoyó los codos sobre la mesa, entrelazando los dedos como quien pondera antes de atacar, aunque esta vez el arma fuera una disculpa.
- No debí hablar así. Estaba… agotado y actué como un patán.
Un silencio. Luego, bajó la mirada como si la vergüenza fuera genuina.
- Has hecho un esfuerzo por esta cena… por mí. Y lo noté. El color de las flores, la música… - sus ojos buscaron los de ella - El vestido que elegiste es exquisito. Resalta el tono de tus ojos como ninguna otra prenda lo ha hecho hasta ahora.
Por fin, Isabella lo miró, desconcertada. No esperaba halagos. No de esa boca.
- Gracias. - murmuró con cautela, aún dolida.
Rowan asintió con una sonrisa leve, esa que usaba en los bailes, cuando las cámaras mentales de la aristocracia lo fotografiaban.
Tomó su servilleta y la colocó sobre su regazo.
- Si me lo permites, me gustaría acompañarte en la cena. Aún está caliente.
Isabella lo observó en silencio. Y entonces, como una hoja que cae sin hacer ruido, asintió.
Rowan alzó la copa, con una gracia tan natural que parecía sincera.
- Por la belleza de mi esposa… y su talento como anfitriona.
La joven alzó la suya, apenas tocando sus labios. Aún no sonreía del todo, pero ya no temblaba.
Y él, desde su lugar, volvió a blindar su juego.
“Así debe ser. Hasta que el fideicomiso sea mío. Hasta que el heredero esté asegurado. Ni una g****a más.”
Pero esa noche, por primera vez, al mirarla de reojo mientras ella reía con timidez por un comentario trivial… algo dentro de él se movió.
Solo un poco.
Apenas lo suficiente para incomodarlo.