La Boda de los Corazones
La mañana del enlace entre Isabella Richards y el conde Rowan Ashcombe se alzó con una neblina espesa que cubría los tejados de Londres como un velo translúcido. Parecía un presagio, pero en el lenguaje de las damas mayores se decía que la niebla traía fortuna a los recién casados. El murmullo de las campanas de St. George’s Hanover Square comenzó a sonar incluso antes de que el carruaje de los Richards abandonara la residencia familiar.
Los curiosos se reunían cerca de la iglesia para ver el lujo y la elegancia de las uniones aristocráticas y los encargados hacían una barrera.
Preparativos finales
Isabella se encontraba de pie frente al espejo de cuerpo entero mientras su doncella ajustaba los últimos pliegues del vestido. El corpiño, decorado con perlas y rosas bordadas a mano, ceñía su figura juvenil. El encaje antiguo que colgaba del velo pertenecía a su abuela materna y había sido usado por las mujeres de su linaje desde generaciones atrás. Su cabello, cuidadosamente trenzado y recogido en la nuca, estaba adornado con pequeñas flores de azahar.
Lady Eleanor la observó desde la distancia. Su rostro, normalmente férreo, mostraba una sombra de ternura.
- Recuerda, hija, - dijo en voz baja - el matrimonio es una danza. A veces guías, a veces sigues. Pero nunca dejes que tus pies pierdan el ritmo.
Isabella asintió. Su estómago era una masa de nudos. Sabía lo que debía hacer. Lo que esperaba la sociedad. Lo que esperaban todos. Lo que había deseado. ¿O lo que había creído desear?
- Mamá, ¿Podremos llegar a amarnos?
La mujer la miró con una ceja alzada.
- El cariño o el amor son emociones complejas. El matrimonio es un contrato, con deberes y obligaciones. Tu comportamiento honrará a la casa de tu esposo y que puedas darle hijos que aseguren su linaje, tu responsabilidad estará cumplida.
Isabella suspiró. Las novelas hablaban de un amor intenso y comprometido. Con una promesa de protección y cuidado.
¿Podría Rowan amarla?
La Ceremonia
La iglesia, engalanada con lirios, claveles blancos y cintas marfil, estaba repleta. Las damas exhibían sombreros y abanicos que rozaban los límites del decoro, mientras los caballeros susurraban en voz baja, entre elogios a la belleza de la novia y observaciones triviales sobre la política del momento.
Rowan la esperaba en el altar, de pie como una estatua de mármol. Su traje ceremonial, de impecable corte n***o, realzaba su porte aristocrático. Cuando Isabella entró del brazo de su padre, los murmullos cesaron. Todos se pusieron de pie. Y entonces, los ojos del joven conde se encontraron con los suyos.
Por un instante, todo desapareció: el murmullo, los protocolos, las presiones. Solo quedaron ellos dos y ese largo pasillo que los separaba.
La ceremonia fue impecable. Las promesas fueron pronunciadas con claridad, las alianzas colocadas con pulso firme. Isabella repitió sus votos con una voz dulce, apenas temblorosa. Y cuando llegó el beso, corto y medido, como exigía el decoro, sintió que una página de su vida había sido arrancada.
El Banquete
El salón del Club de Mayfair estaba iluminado por cientos de candelabros de cristal. La música de cuerdas flotaba sobre el murmullo de la aristocracia, y la nueva condesa recibía los saludos con una sonrisa que comenzaba a dolerle en los labios. Los brindis fueron largos, los platillos exquisitos y los discursos cuidadosamente planeados.
Rowan fue un caballero ejemplar. Atento. Amable. Presente. Bailó con ella el primer vals y después permitió que otros caballeros respetables le pidieran su mano. Isabella notó que lo observaban todos… pero que él solo la miraba a ella.
- Ahora somos uno. - le susurró mientras cruzaban la pista de baile - Lo que le ocurra a usted… me ocurre a mí.
Isabella bajó la mirada, algo confundida por la seriedad de su voz.
- ¿Y si me pierdo en el camino? - preguntó sin pensar.
- Entonces yo la buscaré. - dijo él, sin titubeos - Aunque me cueste la eternidad. - le sonrió - Siempre y cuando sea una esposa obediente.
Isabella lo observó.
Algo en su tono, la sobresaltó, pero no dijo nada.
La Partida
Al caer la noche, partieron hacia la residencia de Ashcombe Hall. Las despedidas fueron efusivas, los pétalos lanzados, las sonrisas forzadas. Isabella, ya agotada, se acomodó en el carruaje junto a su esposo, quien la tomó suavemente de la mano.
A través de la ventana, la ciudad parecía desvanecerse.
Y así, entre faroles de gas y esperanzas doradas, comenzó su vida como condesa.
El Umbral de Ashcombe Hall
Mansión del conde Rowan Ashcombe
La carroza avanzaba lenta, amortiguada por los adoquines húmedos y el peso del silencio que reinaba entre los recién casados. Afuera, la niebla londinense tejía un velo de misterio sobre el camino, como si la misma ciudad contuviera el aliento ante la llegada de Isabella a su nuevo destino.
Ashcombe Hall emergió entre los árboles como una sombra antigua y poderosa, sus torres de piedra gris recortadas contra la luna menguante. El portón de hierro forjado se abrió sin esfuerzo, como si la casa reconociera a su nueva señora. Isabella observó los ventanales encendidos y las columnas cubiertas de hiedra, con el corazón latiéndole en la garganta. No era miedo. No exactamente. Era la conciencia de que, tras esa noche, jamás volvería a ser la misma.
Rowan le ofreció su mano para descender. Sus dedos enguantados rozaron los de ella con una cortesía perfecta, tan medida que resultaba imposible adivinar qué pensaba. Había sido encantador durante el cortejo, incluso tierno en algunos momentos. Pero esta noche, la noche que lo cambiaba todo, su expresión era impenetrable.
- Bienvenida a casa, Lady Ashcombe. - dijo en voz baja.
Ella asintió, tragando saliva, sin poder devolverle aún una sonrisa.
Los criados aguardaban en fila. El mayordomo inclinó la cabeza con la solemnidad de una coronación. Detrás, dos doncellas jóvenes le sonrieron con calidez. Isabella cruzó el umbral del palacio ancestral sin mirar atrás. Un nuevo apellido. Una nueva vida. Un nuevo destino.
La escalinata de mármol parecía más alta que cualquier otra que hubiese subido. Al final del corredor principal, una puerta de roble oscuro esperaba entreabierta: su dormitorio. O quizás, su jaula dorada.
Rowan le ofreció su brazo y ella lo tomó. Avanzaron juntos por el corredor, escoltados por el eco de sus propios pasos. El silencio era denso, elegante, cargado de anticipación.
Dentro del dormitorio, la habitación brillaba con luces tenues y velas aromáticas. El fuego crepitaba en la chimenea. Las cortinas eran de terciopelo azul y las sábanas, de lino marfil, bordadas con las iniciales entrelazadas R & I.
- Espero que todo esté a tu gusto. - dijo él, desabrochando sus guantes con una lentitud estudiada.
Isabella sintió que el aire se espesaba. Sus manos estaban frías dentro de sus guantes de encaje. No sabía si debía hablar, sentarse, retirarse sola o esperar a que él iniciara algo. En su educación, la noche de bodas había sido descrita con palabras vagas, a veces poéticas, otras veces crudas. Pero ninguna se comparaba con esta espera sorda, con esta fragilidad que se adhería a su piel.
Rowan se acercó. No hizo gesto alguno por tocarla. Solo extendió la mano y, con un gesto inesperadamente tierno, acarició su mejilla.
- No tienes que temerme, Isabella. Esta casa puede ser extraña, pero tú no lo serás en ella.
La joven lo miró. Sus ojos tenían un brillo que no había notado antes. ¿Era sinceridad? ¿Era deseo? ¿O era simplemente un reflejo más de su habilidad para ocultarse detrás de una fachada perfecta?
El conde se retiró a la antesala, donde el criado ya lo esperaba para ayudarlo a cambiarse. Isabella fue guiada por las doncellas a un baño tibio, perfumado con lavanda. Le soltaron el corsé, liberaron su cabello, perfilaron sus labios con un leve tinte de rosas.
Cuando regresó al dormitorio, con una bata de encaje crema sobre la piel temblorosa, encontró a Rowan junto a la chimenea, vestido con una camisa de lino abierta en el cuello, su chaqueta y chaleco colgados. El fuego le iluminaba el rostro con un resplandor dorado.
La joven se quedó de pie, esperando. La ansiedad era una niebla densa entre los dos.
El conde se acercó. Esta vez no hubo palabras. Solo tomó su mano y la besó con un gesto delicado, como si aún pidiera permiso.
- ¿Estás lista? - susurró.
La mujer asintió. No porque lo estuviera por completo, sino porque había llegado el momento de cruzar ese umbral, el último de todos.
Y en la penumbra de esa habitación antigua, donde las sombras danzaban como memorias de otras bodas pasadas, Isabella se entregó no solo al cuerpo de su esposo, sino al peso de su nuevo nombre, su nueva vida y al fuego incierto que recién comenzaba a arder.