Rumores en la Galería
El aire del salón de baile comenzaba a tornarse espeso por el aliento cálido de tantas conversaciones. Las parejas más formales tomaban pequeños descansos entre vals y polonesas, retirándose hacia las galerías laterales del salón, donde los sirvientes ofrecían copas de champagne, limonadas con hielo y pequeñas porciones de pastelería francesa. Allí era donde, realmente, se tejía la vida social: tras abanicos abiertos, con sonrisas veladas y miradas que decían más que las palabras.
Isabella caminaba junto a su hermana, el brazo de la mayor en el suyo, avanzando entre los cuadros colgados en las paredes. Retratos de nobles, escenas bucólicas, paisajes rurales. La galería de los Ashcombe era sobria, pero con detalles exquisitos: marcos dorados y mármol oscuro, como si los rostros pintados observaran en silencio las tramas humanas desarrollarse una y otra vez.
- Ha sido un buen baile. - comentó Margaret, tomando una copa - Y tu desempeño ha sido… cautivador.
Isabella bajó la vista, reprimiendo una sonrisa.
- No fue mérito mío. El conde sabe bailar.
- Sabe muchas cosas. - replicó su hermana con tono significativo - Y todas las madres casamenteras lo saben también. Me sorprende que se haya fijado en ti tan pronto.
- ¿Debo entender eso como un cumplido?
- Como una advertencia.
Isabella entrecerró los ojos.
- ¿Qué sabes?
Margaret fingió examinar un cuadro. Su abanico se abrió con un suspiro suave.
- Se rumorea que el conde Ashcombe ha rehusado varias propuestas. Que ha estado ausente del circuito londinense por años… Y que su regreso coincide con el interés repentino de Su Gracia el duque de Warlington por restablecer vínculos con nuestra familia.
- Papá dijo que fue una coincidencia.
- Papá ve coincidencias donde otros ven estrategias.
Isabella frunció el ceño. El conde la había tratado con deferencia, pero sin urgencia. No había en él la necesidad de conquistar. Su forma de cortejar era la de alguien que ya había elegido. Eso, precisamente, era lo que la inquietaba.
- ¿Y qué más dicen los abanicos? - preguntó con ironía.
- Que el conde guarda luto por un hermano fallecido en extrañas circunstancias. Que no confía en la nobleza de Londres y que prefiere el silencio de su finca en Yorkshire a las fiestas de temporada. Pero que ha regresado por una razón. Y ahora todos creen que esa razón tiene un nombre: el tuyo.
Isabella sintió un nudo inesperado en el pecho. No por temor… sino por la certeza de que algo más se movía bajo los pétalos de su cortejo. Y lo peor era que no sentía rechazo. Sentía curiosidad.
Justo entonces, a lo lejos, vio al conde conversar con su padre. Ambos de pie, serios, como si estuvieran discutiendo algo más que modas o clima. El conde inclinó levemente la cabeza en dirección a ella, sin perder la compostura. Era un gesto mínimo, pero suficiente para electrizarle la espalda.
- ¿Sabes? - dijo Margaret mientras le seguía la mirada - A veces los caballeros se comportan como perfectos caballeros… cuando quieren evitar que se les vea la daga.
- ¿Y tú crees que él la oculta?
- Creo que todos lo hacen. Pero pocos saben usarla sin mancharse las manos.
Isabella volvió a mirar al conde. Esta vez no solo con el rubor del halago, sino con el ojo clínico de quien empieza a desconfiar. La galería olía a cera de abejas, perfume de rosa y secretos antiguos. Y en el centro de todos ellos, Rowan Ashcombe parecía moverse con la precisión de alguien que ya había vivido esta escena antes.
Pero esta vez, pensó Isabella, ella no sería una pieza más del cuadro.
Una Propuesta Entre Sorbos de Té
El sonido de la porcelana rozando la bandeja plateada llenaba el salón de visitas como un eco delicado. La señorita Isabella Richards se encontraba sentada en el sofá más próximo a la ventana, con el corsé ajustado, la falda dispuesta con gracia y las manos reposadas sobre su regazo, como le habían enseñado desde niña. Frente a ella, su madre, la señora Eleonor, vertía el té con una destreza pulida por décadas de práctica social.
- Debes dejarlo reposar exactamente dos minutos antes de beberlo. - indicó la mujer sin levantar la vista - No menos, no más. El conde ha sido educado en la precisión. Esperará lo mismo de su futura esposa.
Isabella alzó la vista, pero no respondió. Su estómago tenía un leve nudo, no de hambre sino de expectación. Había sido invitada, junto con su madre, a una visita privada a la residencia de los Ashcombe. Y aunque no se había pronunciado oficialmente, el hecho de que el conde solicitara una audiencia con ellas antes del fin de la semana era, según los estándares de la nobleza, una declaración clara de intenciones.
Rowan Ashcombe apareció con puntualidad inglesa. Vestía un traje color carbón de corte impecable, sin joyas visibles, salvo un alfiler de plata antigua prendido a su corbata. Su andar era firme, su saludo medido y su reverencia hacia la señora Eleonor e Isabella, exactamente tan profunda como lo exigía la etiqueta… y no más.
- Lady Richards. Señorita Richards. Es un verdadero honor tenerlas aquí. - dijo, y su voz era una mezcla de humo y hielo - Espero que hayan tenido un viaje cómodo.
- Su cochero fue excepcionalmente atento. - respondió la madre con una sonrisa entrenada - Y su mayordomo, puntual como un reloj suizo.
- La puntualidad, como el honor, es una costumbre que intento conservar. - replicó Rowan, con una leve inclinación de cabeza.
Se sentaron. Las palabras flotaron entre tazas, cucharitas y breves silencios. El conde hablaba con mesura, preguntando por la salud del señor Richards, comentando la belleza de los jardines de los Richards en Kent y elogiando discretamente el gusto de Isabella al elegir un vestido de muselina azul cielo.
Pero el momento llegó, inevitablemente. Rowan dejó su taza sobre la mesa, entrelazó los dedos y se volvió hacia la señora Eleonor con una seriedad que hizo que incluso el mayordomo al fondo de la sala contuviera el aliento.
- Milady, he solicitado esta reunión porque, tras meditarlo cuidadosamente y consultar con mi familia, me complacería formalizar mi interés en su hija.
Isabella contuvo el aliento.
- He observado su educación, su virtud y su refinamiento. No solo son notables, sino escasos. Creo que podría convertirse en una condesa ejemplar. Y más allá del título… creo que podría convertirse en alguien verdaderamente importante en mi vida.
Lady Clarissa no respondió de inmediato. Se limitó a observar a su hija. Isabella sentía cómo el mundo se comprimía en su pecho: el deber, el destino y ese repentino escalofrío que no sabía si era miedo o deseo. Sus manos sudaban, pero su rostro permanecía sereno.
- ¿Desea usted que iniciemos conversaciones oficiales de compromiso? - preguntó la mujer con firmeza diplomática.
- Sí, milady. - respondió Rowan, mirándola por un instante, y luego girando la mirada directamente hacia Isabella - Con su permiso… y el de su hija.
Isabella bajó la vista, pero no en sumisión. Lo hizo para encontrar su centro, su respuesta. Y entonces alzó la barbilla, mirándolo a los ojos con un brillo que mezclaba respeto… y un desafío sutil.
- Será un honor, señor conde.
Una breve sonrisa se dibujó en los labios de Rowan. No fue una sonrisa de conquista, sino de reconocimiento.
Y así, entre tazas de porcelana, dulces de limón y normas no escritas, comenzó oficialmente el cortejo entre la joven señorita Richards y el conde Rowan Ashcombe.