8

1722 Words
El precio del Legado La mirada de Rowan El cuarto estaba en penumbra, apenas iluminado por el resplandor de la mañana filtrándose entre los pliegues de terciopelo del cortinaje. El lecho, aún cálido por los cuerpos, olía a sexo y flores marchitas. Rowan no necesitaba amor. Necesitaba un heredero. Se apoyó sobre los codos, observando su espalda desnuda. La curva de su cintura, el temblor involuntario que aún recorría sus músculos, la respiración entrecortada. La joven no se había quejado. No había dicho una palabra cuando la penetró sin la dulzura de la noche anterior. Solo había apretado los dientes, tragándose la humillación. No era crueldad. Era rutina. Era lo que le tocaba. - Serás una buena esposa. - murmuró con tono seco, sin esperar que lo oyera. Su voz era más para sí mismo que para ella. Un recordatorio. Isabella era perfecta en el papel. Educada, bien entrenada para moverse entre la aristocracia, hija de un comerciante enriquecido, sí, pero aceptable gracias a su fortuna. No podía aspirar a una duquesa, no con la carga de rumores que aún lo seguía. Ni con su apellido marcado por la disolución, el alcohol y la decadencia. Una esposa joven, virgen, silenciosa. Eso bastaba. Al menos para lo que necesitaba: acceso al fideicomiso que su abuela le había negado mientras no se asentara “como un hombre decente y casado”. Rowan sonrió, sin alegría. Ya estaba hecho. La había tomado. Era suya. El documento estaba firmado, el apellido transferido, la dote asegurada. Isabella Ashcombe. Como sonaba eso… elegante. Aristocrático. Sin rastros de su pasado en las fábricas de algodón de Lancashire. El joven conde no creía en sentimentalismos. Ni en la pureza de las muchachas bien educadas. Había visto lo que eran detrás de abanicos y reverencias: ambición bien disfrazada. Pero Isabella… no era como las otras. No del todo. Había una inocencia dolorosa en ella. En cómo lo miraba. En cómo se tensaba bajo su cuerpo, como si aún esperara ternura. Como si creyera que la noche de bodas había sido el inicio de algo. Pobre ilusa. Eso no le impedía disfrutar de su cuerpo. Al contrario. Su piel era suave, su cuello olía a gardenias y su silencio sumiso resultaba cómodo. No tenía que convencerla, ni comprar afecto. No tenía que fingir que le importaba. Había pagado con su apellido. Con su apellido y un matrimonio. Y ella, por su parte, tenía asegurado un futuro lleno de joyas, títulos y una posición que ninguna otra hija de comerciantes alcanzaría jamás. - No llores. - susurró, sin mirar su rostro - Aprenderás. Se incorporó, recogiendo su camisa de lino. Aún tenía el aroma de coñac de la noche anterior. La rutina lo esperaba: desayuno, una reunión con el abogado del fideicomiso, y la inspección del nuevo establo. Isabella no era más que el primer paso. Luego vendría el hijo. Y después… el olvido. Isabella dormiría en otra habitación, si así lo deseaba. Él tendría sus placeres lejos del hogar, como cualquier caballero. Todo con decoro. Con silencio. Con clase. La apariencia lo era todo. Y ella - esa joven hermosa, frágil y obediente - sería la joya en su corona de hipocresías nobles. Un adorno perfecto para el mundo. Y una jaula dorada para ella. El Teatro de la Porcelana Fina Desde la mirada de Isabella El tintineo de la loza fina fue lo primero que escuchó al abrir los ojos. El sol ya entraba con descaro por los ventanales, dorando las cortinas de encaje y revelando la opulencia del mobiliario que ahora debía llamar suyo. Una mesilla rodante cubierta por un mantel bordado la esperaba junto al lecho. Sobre ella, una bandeja con té caliente, tostadas, frutas cortadas y confituras dispuestas con esmero. Pero no era eso lo que la hizo sentarse de golpe. Rowan estaba allí. Vestido con una camisa de lino blanco, el chaleco abotonado hasta el pecho, sin la chaqueta, pero con el cabello ya peinado hacia atrás. Parecía un retrato. Uno de esos caballeros serenos y distinguidos de las revistas de sociedad. Y lo más desconcertante: sonreía. - Buenos días, lady Ashcombe. - dijo, como si fuera la escena de una comedia ligera - Espero que hayas dormido bien. Isabella sintió un vacío extraño en el estómago. Dormido bien… ¿Acaso no había estado sobre ella horas antes, tan distinto, tan brutalmente indiferente? Apretó la manta contra el pecho, sin saber qué decir. Rowan no pareció notar su desconcierto. Se acercó con una taza de té servida y la dejó a su alcance. - He pedido que te traigan desayuno aquí. Te vendrá bien algo caliente. Estás más pálida que anoche. La dulzura en su tono era desconcertante. - Gracias… - musitó ella, la voz casi inaudible. Rowan se sentó al borde de la cama, pero a una distancia apropiada. El mismo hombre que la había tomado sin mirarla ahora la miraba como si cada gesto fuera reverente. - Hay mucho que organizar. Esta noche, mi abuela desea vernos. Te adora, ya lo verás. Y esta tarde, si estás de ánimo, puedo mostrarte los invernaderos. Isabella asintió, sin entender si aquello era una cortesía o una prueba. ¿Era este el verdadero Rowan? ¿O el de la madrugada? Mientras bebía en silencio, lo observaba de reojo. El conde tomaba su café con calma, hojeaba el periódico como si fueran una pareja cualquiera. Le preguntó si prefería mermelada de rosas o de ciruelas, si dormía mejor con la ventana abierta o cerrada. Incluso mencionó que haría instalar una bañera para ella en sus aposentos privados. Todo… tan normal. Tan falso. Cuando él tomó su mano - suavemente, con los dedos apenas rozando los suyo - y besó el dorso con estudiada delicadeza, Isabella sintió un escalofrío. No por el gesto en sí, sino por lo que escondía. Era un papel. Un acto. Uno que dominaba con maestría. - No temas, querida. - le dijo, rozando su mejilla con una ternura que la hizo contener el aliento - Esta vida será más llevadera de lo que imaginas. ¿Qué vida?, pensó ella. ¿La del adorno? ¿La de la esposa útil? El desayuno continuó entre frases suaves, sonrisas ensayadas y un silencio ensordecedor por dentro. Isabella sabía comportarse. Había sido educada para ello. Así que asintió, sonrió y fingió también. Porque eso, al parecer, era lo que se esperaba de ella. Sombras entre encajes Perspectiva de Isabella La taza temblaba apenas entre sus dedos, aunque el té ya estaba frío. Martha no hizo comentario al respecto. Solo se inclinó con la elegancia silenciosa de quien ha hecho lo mismo durante décadas y retiró la porcelana sin romper el momento. Isabella se encontraba sentada frente al tocador, aún con la bata de seda, mientras la criada cepillaba con paciencia su cabello. Las ventanas dejaban entrar la bruma dorada del amanecer tardío y el silencio del cuarto tenía un eco que parecía pesar más con cada respiración. - ¿Desea que le prepare el baño, mi lady? - preguntó Martha, su voz baja y amable. - Aún no… - murmuró Isabella, observando su reflejo con atención. Las ojeras sutiles, los ojos que ya no brillaban como el día anterior - Martha… ¿Usted ha servido aquí desde hace mucho? - Cuarenta y dos años, milady. - respondió con una sonrisa discreta, sin dejar de pasar el cepillo. - ¿Conoció al conde cuando era niño? - Sí, señorita. Fui una de las criadas personales de su madre en su juventud… y luego cuidé de él cuando la enfermedad la postró. Era un niño reservado. No lloraba. Nunca lloró. Isabella guardó silencio un instante. - ¿Él… siempre ha sido así? Martha detuvo el cepillo por un segundo. No demasiado, solo lo suficiente para que Isabella notara el ligero titubeo. Luego continuó. - ¿Así… cómo, mi lady? - Frío. Y luego, encantador. Como si llevara dos rostros. Anoche fue un hombre… - no terminó la frase. Le ardían las mejillas solo de recordar - Y esta mañana, parecía un esposo de novela. No entiendo qué espera de mí. No sé cómo… actuar. La doncella colocó el cepillo con suavidad sobre el tocador y se inclinó un poco, de modo que Isabella pudo ver sus ojos en el espejo. Eran ojos de madre. De abuela. Cansados, pero bondadosos. - Permítame hablar con franqueza, milady. No por atrevimiento, sino porque no puedo verla así sin decirle algo. Isabella asintió, tragando la inquietud. - Su señoría fue criado por hombres. Hombres duros, militares y comerciantes que no conocían el lenguaje del afecto. Su padre no permitía ternura en la casa. Decía que eso debilitaba el carácter. Cuando la señora condesa enfermó, él apenas tenía diez años… y aprendió que el silencio era su único refugio. - ¿Y eso excusa lo que hace? - preguntó Isabella, bajando la voz. Martha negó lentamente. - No, mi lady. No lo excusa. Pero quizás… lo explica. El silencio volvió. Unos segundos eternos. - ¿Por qué es tan distinto cuando hay gente delante? - Porque así fue entrenado - respondió Martha sin vacilar - Su excelencia aprendió que mostrar afecto, aunque no lo sienta, facilita las alianzas. Lo necesita para conservar su posición. Pero en la intimidad… no sabe cómo ser diferente. Solo repite lo que conoce. - Como si yo no fuera real. - murmuró Isabella - Solo… parte del escenario. Martha tomó con cuidado sus manos. Tenía las suyas gastadas, con cicatrices de años de lavar y servir, pero su contacto era cálido. - Lo que usted es, milady, es una luz en una casa que ha estado a oscuras demasiado tiempo. No deje que la frialdad del conde le haga olvidar que tiene valor. El joven señor no sabe cómo ver a una esposa como compañera… pero quizás, algún día, aprenda. O no. Pero eso no define lo que usted es. Isabella no supo qué decir. Solo asintió, tragando el nudo en la garganta. - Gracias, Martha. - Estoy para servirle. Siempre. - respondió la criada, inclinando la cabeza con respeto - Ahora, ¿Le preparo ese baño? Isabella asintió, y mientras la mujer se retiraba hacia la sala de baño, comprendió que ese hogar no era suyo aún. Pero no estaba sola. Y tal vez… aún no todo estaba perdido.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD