La Prueba del Terciopelo Azul
La mañana de la recepción amaneció gris, pero sin lluvia. El tipo de clima que no arruina los eventos importantes, pero sí exige velas en los candelabros y té caliente en lugar de limonadas. Isabella se despertó con el corazón inquieto, la piel sensible como si presintiera la magnitud del día antes de comprenderla del todo.
Era su primera vez como anfitriona oficial de los Ashcombe. La invitación había sido enviada en papel apergaminado, con letras doradas, en nombre del conde y su esposa. La recepción era para una docena de damas de la aristocracia local, esposas de políticos, embajadores y dos marquesas de la vieja guardia. Mujeres que hablaban con los ojos tanto como con la lengua. Mujeres entrenadas para ver, juzgar y transmitir con una sonrisa lo que el protocolo no les permitía decir.
La abuela de Rowan, lady Honoria Ashcombe, la había convocado al desayuno temprano. Como siempre, su porte era impecable. No vestía colores brillantes, sino telas sobrias, de corte ancestral y poder oculto. Un simple broche de oro en forma de camelia la distinguía más que cualquier diadema.
- Hoy es un día importante, Isabella. - Le dijo mientras untaba mermelada de naranja con movimientos precisos - No porque recibas a damas nobles, sino porque cada una de ellas representa un voto en el tribunal invisible donde las verdaderas condesas son coronadas o condenadas al ostracismo.
Isabella tragó con esfuerzo una cucharada de avena, sabiendo que no había espacio para errores.
- Sí, Lady Ashcombe. Haré lo mejor que pueda.
La abuela alzó la vista un instante y clavó su mirada en ella.
- No. Hoy, harás más de lo mejor. Serás inolvidable. Porque tu marido ya lo es. Y Ashcombe no puede permitirse una mujer opaca en su estampa.
Tras la comida, Isabella volvió a su habitación con el peso de esas palabras todavía vibrando en su pecho. La doncella colocó sobre la cama los vestidos que habían preparado: uno en marfil, sobrio y elegante; otro en azul pálido con detalles de encaje.
Pero ella no los eligió.
Eligió el tercer vestido, uno que había pasado por alto en otras ocasiones: de gasa color cielo al atardecer, vaporoso, con bordados discretos en los puños. El mismo tono que la cinta de terciopelo que aún reposaba sobre su tocador. Se peinó el cabello con esmero, dejándolo caer con soltura hasta el medio de la espalda y pidió que lo recogieran a un lado con la cinta azul.
- ¿Está segura, milady? - preguntó la doncella - No es del todo formal…
- Estoy segura.
Cuando bajó al gran salón, los sirvientes ya preparaban las bandejas de plata con pasteles de limón, té n***o importado y delicadas copas de jerez. El aroma del perfume de lilas llenaba el aire, y los músicos afinaban sus violines en la galería.
Rowan apareció, impecable, en un traje gris perla con chaleco oscuro. Al verla, se detuvo un segundo más de lo usual. Su mirada recorrió lentamente la cinta en su cabello y algo parecido a una sonrisa real tocó la comisura de sus labios.
- Te ves… como un sueño difícil de olvidar. - murmuró, ofreciéndole el brazo.
Isabella sonrió con timidez y lo tomó, sintiendo cómo su presencia le daba seguridad. Bajaron juntos al vestíbulo donde las primeras damas hacían su entrada. Cada una fue recibida por Isabella con una sonrisa pulida, un gesto de cabeza exacto y frases que había ensayado mentalmente durante días.
- Lady Cowdray, qué placer. Su jardín de camelias es legendario.
- Milady, espero que el té esté a su altura.
- Lady Fawley, me han hablado de su talento con la pintura en miniatura. Tengo curiosidad por aprender.
Cada cumplido era un puente, una forma de halagar sin adular, de presentarse sin mendigar aprobación. Y funcionaba. Las damas sonreían, asentían y comenzaban a mirarla con interés genuino.
Desde una de las esquinas del salón, lady Mildred observaba todo con su bastón en mano, sin intervenir. Pero sus ojos no dejaban pasar un solo detalle: la postura de Isabella, la firmeza con que tomaba la tetera, la forma en que evitaba el exceso y guiaba la conversación hacia otras invitadas para equilibrar las interacciones. No era perfecta, pero tenía algo más raro aún: instinto social.
Cuando una de las marquesas elogió su peinado, Isabella se sonrojó apenas.
- Es un regalo. - respondió con naturalidad, tocando apenas la cinta - Mi esposo tiene buen ojo para los colores.
La marquesa levantó una ceja y miró a Rowan, quien, al escuchar la frase, se acercó a besarle la mano frente a todas.
- No es el color, querida, es la luz. Tú haces que brille.
Un par de damas soltaron risitas discretas. La marquesa entrecerró los ojos con picardía.
- Vaya, conde Ashcombe, ¿Usted siempre fue tan poético? No recuerdo esa faceta en su juventud…
- Me temo que el matrimonio saca lo mejor de algunos hombres. - respondió Rowan, sin apartar la vista de Isabella.
La sala entera quedó encantada. Era claro: el nuevo matrimonio Ashcombe era el tema del día. Y más aún, su química era difícil de fingir… o eso creyeron.
Horas después, cuando las damas se marcharon y los sirvientes recogían las copas, Isabella se encontró a solas en la galería con lady Honoria. La anciana se acercó sin aviso, como un fantasma.
- No lo hiciste mal.
Fue todo lo que dijo. Pero en su tono, seco y escueto, había una r*****a de aprobación. Isabella sintió que el aire regresaba a sus pulmones.
- Gracias, lady Ashcombe. Hice lo que me enseñó.
La condesa la miró con detenimiento.
- No. Hiciste lo que debías hacer. Lo que tu puesto te exige. No por mí, ni por Rowan. Por ti.
Y entonces, como si el momento no fuera ya lo suficientemente extraño, la abuela alargó la mano y ajustó suavemente la cinta azul en su cabello.
- Esa cinta… es peligrosa.
Isabella parpadeó, desconcertada.
- ¿Peligrosa?
- Porque te hará creer que todo esto es amor. Y tal vez, querida… solo sea estrategia.
Sin más, se giró y se marchó, dejando tras de sí el eco de una advertencia que Isabella aún no sabía cómo procesar.