El Claro Entre los Sauces
El cielo estaba despejado, bañado en un azul profundo, cuando Isabella bajó las escaleras de piedra hacia los establos. Una brisa suave agitaba su vestido de montar color crema, sencillo pero elegante y el sombrero de ala ancha que su doncella había decorado con una cinta azul cielo.
No esperaba verlo tan pronto. Rowan ya estaba allí, junto a dos caballos ensillados, hablando en voz baja con uno de los mozos. Llevaba un abrigo gris claro sobre una camisa de lino abierta en el cuello, botas altas de cuero y guantes oscuros que aún no se había puesto.
La vio acercarse y su rostro se iluminó con una sonrisa que no supo si era real o cuidadosamente ensayada. Pero no importaba. Isabella sintió el corazón dar un vuelco de todos modos.
- Buenos días, mi dama del alba. - saludó él, haciendo una ligera reverencia.
- ¿Siempre saludas así en las mañanas? - preguntó ella, sonriendo.
- Solo cuando el sol decide encarnarse en alguien. - replicó, ofreciéndole la mano.
Isabella montó con su ayuda y en cuestión de minutos cabalgaban por el sendero arbolado que rodeaba la finca, un camino apenas visible entre helechos, robles y sauces dormidos aún en la penumbra de las primeras horas. El silencio se vio interrumpido únicamente por el sonido acompasado de los cascos y el trino intermitente de algún mirlo solitario.
- No pensé que me invitarías a montar. - comentó ella tras unos minutos - La última vez que cabalgamos, terminamos con barro hasta las cejas.
Rowan rio.
- Esa vez el caballo estaba celoso de mí. Hoy le he hablado con claridad.
- ¿Y qué le dijiste?
- Que, si te volvía a derribar, lo convertiría en sopa.
Isabella rio con fuerza y Rowan la miró de reojo, deleitándose en su risa libre. Había aprendido a provocar esos destellos. Sabía cómo hablarle, cómo caminar a su ritmo, cómo evitar parecer invasivo, pero a la vez mantenerse presente, envolvente. Su abuela estaba empezando a observar más de cerca, pero él ya había descubierto el antídoto perfecto: ternura medida, pasión contenida y mucha, muchísima devoción fingida.
Después de una hora de cabalgata tranquila, Rowan detuvo su caballo cerca de un claro escondido entre los árboles. Una lona había sido extendida sobre la hierba y sobre ella descansaba una pequeña canasta de picnic con frutas, pan y queso.
Isabella lo miró sorprendida.
- ¿Hiciste esto?
- No soy torpe con las manos, aunque mi abuela diga lo contrario. - Se desmontó y la ayudó a bajar - Pensé que merecías un descanso. Y un secreto.
- ¿Un secreto?
- Un lugar solo nuestro. - dijo, guiándola hacia la manta - Aquí no hay títulos ni etiquetas, Isabella. Solo tú y yo. Y el bosque.
Se sentaron uno frente al otro. El silencio entre ellos era cómodo, como si los árboles los protegieran del mundo real.
Comieron despacio. Rowan cortaba las manzanas con su navaja y se las ofrecía en pequeños trozos. Ella aceptaba, riendo a veces, sonrojada otras, sin notar que él la observaba con una devoción que parecía infinita.
- ¿Sabes montar desde niña? - preguntó él.
- Mi padre me enseñó. Me decía que una dama debe saber controlar una bestia si quiere sobrevivir entre hombres.
- Un sabio.
- Era un soñador.
Rowan la miró con más atención.
- ¿Y tú?
- ¿Yo qué?
- ¿Eres una soñadora también?
Ella lo pensó un momento.
- Solía serlo. Pero los sueños no sobreviven mucho cuando te envían a vivir con tías que creen que el amor es una debilidad.
- ¿Y ahora?
Isabella lo miró. El viento jugaba con su cabello suelto. Los rayos de sol se filtraban a través de las hojas, formando dibujos dorados sobre su rostro.
- Ahora… no lo sé. - desvió la mirada - A veces siento que quiero creer otra vez.
Rowan se inclinó un poco, tomándole una mano con cuidado.
- Créeme a mí, entonces.
Ella alzó los ojos, sorprendida.
- ¿Por qué tú?
- Porque si confías en mí… prometo sostener tus sueños hasta que sepas cómo sostenerlos tú misma.
La frase era una trampa de oro. Tan dulce, tan cuidadosamente colocada. Isabella no lo sabía, pero él la había practicado frente al espejo esa mañana, eligiendo el tono exacto, el momento exacto. Y funcionó. Porque los ojos de Isabella se humedecieron y una sonrisa se dibujó en sus labios.
- Eres imposible.
- Soy tu imposible. - dijo él y llevó su mano a sus labios, besándola como si fuera sagrada.
Ese beso - pequeño, casto, cuidado - bastó para terminar de sellar el hechizo. Isabella se recostó de lado sobre la manta, apoyando la cabeza en su brazo y lo miró como si el mundo se hubiese creado solo para ese instante.
Rowan se recostó a su lado, sin tocarla, solo cerca. Y durante un buen rato, hablaron en susurros: de lugares que querían visitar, de libros que les gustaban, de tonterías que no importaban… pero que construían puentes.
Cuando regresaron al castillo, Isabella no volvió caminando. Cabalgó con él, delante suyo, rodeada por sus brazos, su calor y su voz que tarareaba algo al oído.
Esa noche, mientras se desvestía, se miró en el espejo y pensó:
Estoy empezando a quererlo.
Y aunque no lo dijo en voz alta, su corazón ya no podía callarlo.
El Lazo de Terciopelo
Isabella despertó tarde esa mañana. El sol ya iluminaba completamente las cortinas pesadas de su habitación cuando la doncella entró con una bandeja de té y cartas.
- Milady. - dijo la joven con una sonrisa contenida - Esto acaba de llegar.
Isabella se incorporó con curiosidad, cubriéndose con una bata clara. Sobre la bandeja había un pequeño paquete envuelto con papel de seda y una nota. El sello era el del blasón de los Ashcombe.
Con manos aún adormecidas, desató la cinta. Dentro del paquete, cuidadosamente doblado, encontró un pañuelo de encaje antiguo, cosido a mano con un hilo dorado que formaba su inicial: I. Y envuelto en el mismo lazo, una cinta de terciopelo azul noche, finísima, con una pequeña nota manuscrita:
“Te vi con el cabello suelto bajo el sol y pensé que el cielo se sentía celoso.
Permíteme reclamar una hebra del cielo para ti.
R.”
Isabella lo leyó varias veces. La nota era tan… absurda. Y a la vez tan hermosa. Nunca nadie le había dicho algo así. Nunca con esa mezcla de poesía y ternura. Sintió un temblor ligero recorrerle la espalda. Se tocó el cabello con gesto inconsciente y se miró al espejo, imaginándose con esa cinta azul recogiendo sus rizos oscuros. Parecía una tontería… pero no lo era.
No para ella.
Al bajar al salón, se encontró con más flores en la mesa. No rosas, sino lirios blancos y campanillas silvestres, como las que vio en el claro del bosque. No pudo evitar sonreír.
- ¿Quién se cree que es? - murmuró en voz baja, sin dejar de sonreír.
Pero lo supo. Lo supo desde que lo vio entrar con paso sereno, el bastón apoyado a medias en su mano izquierda, el cabello peinado con descuido elegante y una mirada suave, casi dormida, que parecía haberse despertado solo para verla.
Rowan se detuvo frente a ella y antes de que pudiera decir una palabra, sacó algo de su bolsillo interior.
- ¿Puedo? - preguntó, alzando la mano.
Isabella asintió, aún sin entender.
Rowan se acercó y, con una suavidad que la estremeció, recogió parte de su cabello en una coleta baja y ató la cinta de terciopelo azul. Sus dedos rozaron su nuca, la línea delicada detrás de su oreja. El gesto fue lento, íntimo. No impropio, pero sí profundamente personal. Un gesto que ninguna doncella de buena familia permitiría… salvo que estuviera, como ella, embriagada.
Cuando terminó, retrocedió un paso y la miró como si hubiera coronado una estatua.
- Perfecta. - dijo con voz baja, casi reverente - Me temo que ahora no podré ver otro color.
Isabella bajó la vista, sintiendo las mejillas arder. No supo qué decir. El silencio se llenó de algo nuevo, algo vibrante que la atravesó de pies a cabeza.
Más tarde, durante el almuerzo, él no hizo mención del gesto. Se comportó como siempre: cortés, atento, encantador. Pero no demasiado. Lo justo para que la duda no se convirtiera en certeza.
Y esa noche, al guardar la cinta sobre la mesa de su tocador, Isabella la acarició como si fuese una joya. No de valor. Sino de sentido.
Recordó cada palabra.
“Una hebra del cielo para ti.”
Y pensó, con un nudo dulce en la garganta:
“Está enamorado de mí. De verdad.”
Y así, Rowan Ashcombe selló un lazo invisible que empezaba a apretarse sin que Isabella pudiera - o quisiera - soltarse.