Sebastián. La expresión de Renata se apagó en un instante. Sus ojos, que hace apenas segundos brillaban con deseo, ahora se nublaron de inseguridad y su rostro palideció. Viendo que no reaccionaba, le quité el teléfono de la mano preocupado, con un movimiento rápido, como si temiera que el aparato le haría daño. —¿Quién es? —pregunté, aunque algo en mi estómago ya sabía la respuesta. La voz al otro lado confirmó mis peores sospechas. “Sebas, soy yo, tu esposa”. Era Patricia. Esa palabra, esposa de sus labios, en el pasado solía significar hogar, pero ahora escucharla de sus labios me sabía a traición. Renata intentó alejarse, pero la atrapé por la cintura, manteniéndola cerca. No iba a permitir que los fantasmas del pasado arruinaran nuestro presente. —¿Esposa? —repetí,

