Sebastián.
La puerta se cerró con un golpe seco, y el sonido me atravesó como una bala. Renata acababa de irse. Así. Sin más. Con la voz temblorosa y los ojos nublados, llevándose consigo la calma que aún me quedaba en el pecho.
Ver a Renata salir así, con los ojos brillantes de furia y esa rigidez en los hombros que solo aparecía cuando estaba realmente dolida, me hizo sentir como si alguien me hubiera dado un puñetazo en el estómago y el miedo a perderla me arropó. No, no podía dejar que la mujer que amaba se alejara de mi lado.
—¡Renata, espera! —grité, pero el portazo de la puerta del auto ahogó mi voz.
Maldición.
Juro que no quería ofenderla, ni hacerle daño. Lo que dije no lo hablé con mala intención, lo hice fue porque no quería agobiarla, deseaba protegerla, no quería abusar
