Luego de que Enrique se fuera, se le podía ver muy feliz a Isabella, quien nuevamente cantaba por todo el castillo mientras se encargaba de sus múltiples tareas, todos en el palacio podían escuchar su melodiosa voz.
— Odio que canté a causa ese infeliz que ni la quiere como ella cree.
El rey se disgustaba consigo mismo por tener tan malos pensamientos acerca de Enrique pues, tenía la impresión de que sólo era un interesado arribista y, aunque sabía que terminaría con la ilusión de ella, debía exponer sus verdaderas intenciones.
Los preparativos para la fiesta tenían a todos los trabajadores del palacio laborando hasta altas horas de la noche, pues todo debía estar impecable para ese día, el rey ya había mandado a hacer las invitaciones y comenzaban a ser repartidas entre las familias más ricas y poderosas, las cuales no serían muchas en ese sitio. Enrique estaba en la lista, pues quería conocer todo de él y tenerlo en la mira todo el tiempo, al enemigo es mejor tenerlo cerca. Isabella ni siquiera lograba sospechar las verdaderas intenciones del rey y creía que lo que había conocido hasta ahora, solamente era una máscara para encubrir el gran dolor de haber perdido a sus padres y que en realidad el rey, su rey, era una persona de buenos sentimientos.
Enrique se había quedado tranquilo con la conversación que tuvo con el rey, al saber que Isabella no había sido deshonrada ni lo sería, pues ahora creía que realmente eran puras habladurías, como el mismo rey le había mencionado, en cuanto a la relación de él con las mujeres del palacio. A fin de cuentas, no había una sola mujer que se atreviera a decirlo de verdad, al ser un hombre guapo, era normal que todas quisieran estar entre sus brazos y soñaran, incluso, lo inventaran como parte de su ilusión. El compromiso del rey que pronto se daría a conocer, lo exoneraba de todas esas acusaciones, pero eso pasaba a ser irrelevante con la idea de que Isabella podía haber sido reina, ¿la hermana del rey? No suena nada mal, pensaba conforme con la idea
En cuanto Enrique recibió la invitación al palacio, sus hermanas y su madre comenzaron a buscar su mejor atuendo para estar ante la presencia del rey y codearse con las familias más distinguidas del reino y sus alrededores, sentían que tenían un trébol de la buena suerte en sus manos y debían cuidarlo y adorarlo hasta el último momento, ese trébol era Isabella. Ellas no habían tenido la oportunidad de conocerla en persona aún, pero por todo lo que Enrique les contaba, la creían un ángel caído del cielo para cambiar su suerte, no es que a Enrique le fuera mal, pero con la ayuda del rey, podrían tener una mejor posición en sociedad, lo cual, a nadie le desagradaba.
Isabella, por tanto, nunca pensaba en esas cosas, al contrario, ella era feliz tal y como era ahora, con lo poco que tenía como suyo y con todo el amor con el que, inocentemente, soñaba. La ambición no era parte de su esencia, su más grande sueño era casarse y formar una familia, la familia que le habían arrebatado de niña. Creía que al ser amada como ella esperaba, no sería necesario recordar quién era ni reclamar nada de lo que le había prometido a aquél hombre que la rescató de la muerte, pues sentía que al regresar a ese lugar, debería enfrentarse a lo que tanto temía, su padrastro, el hombre que guardaba un profundo odio en su mirada y el culpable de la muerte de su madre, aunque le dolía su pasado y fallar a su promesa, no estaba en sus planes volver a lo que había sido y, solamente se permitía pensar en ello de vez en cuando, cuando retrocedía en la lectura de sus diarios para recordar a sus adorados padres. Ella ya había decidido que luego de su compromiso con Enrique, escondería sus escritos para empezar un diario desde cero, con su nueva vida feliz y llena de amor, sin rencores ni tristezas, así que ésta, sería la última vez que los leería sólo para despedirse de su pasado. Al final, solamente añadió una nota disculpándose por pensar en ella y en su hermoso futuro, sabía que sus padres se sentirían orgullosos al no pensar en venganzas ni en odios, pues siempre le inculcaron buenos sentimientos y valores. También escribió una nota al rey Vladimir, a quien consideró como un segundo padre, en la nota le expresaba su felicidad y esperaba que se sintiera tan feliz como ella al verla casarse con un buen hombre como él tanto le aconsejaba. "Enrique me trae una flor diaria, me recuerda mucho a ti cuando cada día me regalabas las flores más bellas de todo el reino, amado padre... " Podía leerse en las líneas que escribía "...por eso sé que él es el indicado, además de que me ama y lo amo como tanto he soñado."
Como cada noche, Vladimir espiaba a Isabella, la veía escribir junto a su ventana favorita, esa que a veces brincaba para disfrutar del cielo azul y la brisa del atardecer hasta ver emerger cada estrella y resplandecer con la luz de la luna. Él no se explicaba qué era lo que hacía a Isabella tan especial ante sus ojos, no tenía un cuerpo perfecto como el de las mujeres que solía tener en su cama, pero podía ver en sus ojos esa luz que a él tanta falta le había hecho desde que perdió a su madre, el brillo en su mirada, la sonrisa, su perfume y el dulce tono de su voz le provocaban sentimientos que odiaba, pues lo hacían vulnerable y no estaba dispuesto a ceder ante nadie, ni siquiera ante ella. Y así, cada noche decidía alejarse y no espiarla más para huir de sus sentimientos, esos que poco a poco iban alimentándose de su luz, pero siempre fallaba.
Al día siguiente continuaban los preparativos para la fiesta, Miguelina al fin había regresado y el rey estaba feliz de verla de nuevo, aunque fingía no tener ninguna emoción ante los demás, solía llamarla en privado para pedirle mimos y consejos, era como un niño pequeño al que Miguelina le brindaba su amor incondicional a escondidas de todos.
— Miguelina, no vuelvas a irte por tanto tiempo, ¿que no ves que eres como la mamá de todos? — mencionó el rey recordando las palabras de Isabella — y sin ti estamos perdidos.
— Mi rey, no diga eso, yo sólo soy una vieja enferma y...
— Miguelina, te prohíbo decir eso, tú no estás enferma — replicaba el rey temeroso de perderla también
— Pero vieja sí y todos sabemos lo que les pasa a los viejos
— Se vuelven más sabios y tercos con la edad — le dijo evitando hablar del tema que tanto le dolía
— Tú eres muy joven y muy terco también
— Pero así me quieres, ¿no? Tú me criaste — Miguelina sonreía al ver que ese niño que vio crecer seguía allí, en el fondo de su corazón, oculto bajo la arrogancia y el pésimo humor
— Por supuesto, mi niño, siempre serás mi niño consentido
— Y el único, espero
— Claro que sí, hijo
Isabella a veces se quedaba detrás de la puerta y lograba percibir un poco de esta tierna escena, ahora sabía porqué Miguelina lo defendía tanto siendo él tan cruel y arrogante la mayor parte del tiempo, efectivamente, sólo era un niño que ocultaba su dolor tras esa furia que mostraba a diario contra el mundo que le había quitado lo que más amaba en la vida.
— Miguelina tenía razón, no es tan malo como parece, sólo no ha sabido manejar el dolor. Es tan tierno, ¿quién lo diría?... — susurraba mientras se alejaba de la puerta.