Cuando Samuel me tomó de la mano y me llevó por los pasillos interiores del hotel, no supe si me estaba metiendo en una novela romántica… o en una trampa letal
—¿A dónde vamos? —pregunté, mirando los muros de mármol y las flores carísimas que bordeaban los corredores.
—A arreglarte —dijo simplemente—. Ya que vamos a casarnos, quiero que lo hagas viéndote espectacular.
Antes de poder preguntar cómo se supone que iba a hacer eso, ya habíamos llegado a una habitación privada con una puerta de doble hoja. Al abrirse, tres mujeres corrieron hacia mí.
—¡Aquí está! —gritó una, alzando un pincel—. ¡Maquillaje arruinado, pestañas al borde del colapso y peinado… bueno, no hablaremos del peinado!
—¡Vestido sin vaporizar! —añadió otra.
—¡Pero nada que no podamos arreglar en quince minutos!
Me senté sin protestar, más por inercia que por decisión propia. Una estaba retocándome el maquillaje, mientras otra ajustaba mi peinado y la tercera le pasaba vapor al vestido con manos mágicas.
Miré a Samuel por el espejo. Él seguía en su silla, con las manos sobre sus rodillas, observándome con una expresión que no supe leer. No era juicio ni deseo. Era como si me viera de verdad.
No dije nada. Él tampoco.
Cuando por fin me tomaron del brazo, porque no me dejaban caminar sola, me llevaron al salón, abrí la boca sorprendida por el lugar.
Era el doble del tamaño del salón donde yo planeaba casarme.
Candelabros de cristal, alfombra blanca, arreglos florales gigantes en tonos marfil y dorado. Todo brillaba. Todo era hermoso. Y carísimo.
Volteé a ver a Samuel con los ojos entrecerrados.
—Tú… ¿qué es esto?
Él alzó una ceja.
—¿De qué hablas?
—Parece como si la reina fuera a casarse, esto es demasiado.
—Estoy seguro que podrás soportarlo —mencionó —. Te espero al frente.
Dicho eso, siguió su camino al frente.
Todo pasó tan rápido.
La música suave, los murmullos entre los invitados, las miradas curiosas, y yo ahí, con un hombre que apenas conocía, de pie frente a un altar que olía a jazmín.
Cuando llegó el momento del “sí, acepto”, lo dije.
Mi voz tembló un poco, pero no me importó. Me sentí extrañamente en paz.
El oficiante de la boda nos miró con una sonrisa.
—Pueden besarse.
Oh. El beso.
¿Debía inclinarme? ¿Inclinarlo a él? ¿Acercarme? ¿Esperar?
Samuel me miró esperando que yo diera el paso. ¡Por supuesto! ¡Yo era la alta en tacones de aguja, él estaba sentado!
Tragué saliva y me incliné hacia él… demasiado rápido.
—¡Ah! Perdón, ¡perdón! —me choqué con su nariz, tuve que sujetarme de su hombro para poder inclinarme despacio y poder besarlo, él me ayudó colocando su mano en mi mejilla, sus labios eran suaves, aunque fue un beso algo torpe y rápido, fue bonito. Cálido.
La recepción fue aún más abrumadora.
Todo estaba perfectamente organizado. Una orquesta, mesas con manteles de hilo bordado, centros de mesa que olían a boutique floral francesa, y más de doscientos invitados.
¿Quién demonios era este hombre?
—Nyla, ven —dijo Samuel, guiando su silla hacia una mesa donde varias personas lo esperaban.
Ahí los vi. Elegantes, impecables y peligrosamente imponentes. Los Donovan.
—Papá, mamá —dijo Samuel con voz firme—, ella es Nyla.
La madre era rubia, elegante, tenía un vestido azul precioso e impecable. Me dio dos besos, uno en cada mejilla, se sintieron falsos y sonrió sin decir mucho. El padre, un hombre con mirada afilada y mandíbula cuadrada, no se molestó en disimular.
—¿De dónde eres? —preguntó.
—De aquí, señor.
—¿A qué te dedicas?
—Soy… estuve trabajando de cajera en un centro comercial —dije, con la espalda recta.
Él alzó una ceja.
—Interesante elección para casarse con un Donovan.
—No lo veo de esa forma, señor —respondí con una sonrisa—. Yo amo a su hijo.
Él me sostuvo la mirada. Un duelo silencioso. Hasta que una voz chillona me sacó de mi postura de combate.
—Hola, mucho gusto —una mujer con vestido beige apareció con una sonrisa —. ¿Cómo te llamas? Lo siento es que Samuel te tuvo oculta todo este tiempo, hasta empezamos a creer que eso de la novia era una alucinación de su parte y que necesitaba un psiquiatra.
Empezó a reír, aunque solo ella lo hizo, los demás mantuvimos nuestra postura, a mí no me pareció gracioso su comentario.
—Soy muy real —aseguré —. Y aqui estoy con Samuel, soy Nyla.
—Nyla, que bonito nombre y tu eres bonita —me miró de arriba a abajo y me hizo sentir incómoda.
—Gracias —murmuré, la familia de Samuel comenzaba a desagradarme.
—Aunque debe ser difícil para ti, después de todo lo conociste con esta condición, ¿Estás segura de que puedes con esto? —preguntó
Ay, no. Lo dijo. Lo dijo en serio.
—¿Su qué? —pregunté, dándole la oportunidad de arrepentirse.
—Ya sabes… la silla. Las limitaciones. Las necesidades especiales...
—¿Y tú estás segura de que puedes con tu personalidad? —solté con una sonrisa afilada—. Porque eso sí que parece una condición difícil de sobrellevar.
Un par de copas se atragantaron cerca. Me dí cuenta que había cometido un error, el primero de muchos y frente a la familia de Samuel, se supone que tenía que caerles bien y no ser así, murmuré una disculpa y me alejé de ellos con toda la elegancia que pude, pero por dentro me sentí muy avergonzada.
Me senté en la mesa nupcial, con el corazón latiendo rápido. Genial, Nyla. Ahora sí la arruinaste. Ni un día y ya insultaste a su hermana y desafiaste al papá.
—Eso fue increíble —dijo una voz a mi lado.
Era un tipo de cabello rubio, ojos verdes con brillo travieso. Se notaba que tenía la confianza de quien está acostumbrado a hablar sin pedir permiso.
—¿Y tú eres? —pregunté.
—Rob Winter. Amigo de Samuel. El único que sabe que no eres la novia.
—Por supuesto que no soy la novia, ahora soy su esposa.
—Pero no eres Linda —aclaró —. Aunque si soy sincero me gusta más tu nombre… Nyla, está bastante bien.
—¿Qué pasó con la chica? —dudé.
—No te preocupes por ella, no aparecerá jamás —dijo, bebiendo de su copa—. Al principio pensé que era mala idea lo de la desconocida en el jardín, pero ahora que te conozco, estoy empezando a pensar que quizás era la mejor.
Me sonrojé. Lo odié un poco por eso.
Samuel regresó poco después, rodando su silla con calma y esa elegancia inexplicable que tenía, ese algo que lo hacía visible, tenía presencia.
—Lo siento —le dije enseguida—. Fui grosera con tu familia. Me alteré…
—No importa —respondió él—. Mi hermana es una idiota, por eso no la invitamos a nada y eso lo hace aún peor.
—De saber que tenías tanto dinero, te hubiera dado el sí mucho antes —bromeé con una sonrisa —. Hice un mal negocio, debi cobrarte…
Me detuve. Su expresión cambió apenas. Un leve parpadeo, una sombra cruzando sus ojos.
Y ahí supe que algo en esa frase no le había gustado.
No dije nada más. No debí hacer esa broma, estuvo fuera de lugar, no quiero que piense que quiero su dinero, aunque hay algo que me intriga, su hermana dijo que era una lastima ya haberlo conocido en esa condición, quiere decir que el no estaba en silla de ruedas antes, ¿Qué le pasó?