1. No seré la esposa traicionada
1. No seré la esposa traicionada
POV Lucía
El sonido de mis tacones se mezcla con el eco del aire acondicionado mientras camino por el pasillo que lleva a la sala de juntas de Ortega Construcciones. Cada paso es una declaración de guerra.
La luz blanca del edificio resbala por los muros de cristal y me devuelve el reflejo de una mujer impecable: El vestido Chanel de edición limitada, el bolso de piel a juego, los tacones de doce centímetros, incluso el pequeño sombrero con velo que roza lo teatral, todo ha sido elegido con precisión estudiada.
Hoy no vengo a ser discreta. Hoy vengo a ser recordada.
Pero lo más importante no está en lo que llevo puesto, sino en lo que llevo en mi mano derecha: una bolsa de basura negr-a, insignificante, pero más poderosa que cualquier arma.
Dentro de ella guardo las pruebas del teatro en el que he vivido durante los últimos años. Me detengo frente a la puerta de la sala. Escucho las voces de los accionistas, las risas ensayadas de quienes se creen dueños del mundo.
Cierro los ojos un segundo, dejo que el aire entre en mis pulmones y cuento en silencio.
Uno, dos, tres... aquí vamos. Abro la puerta sin anuncio.
El murmullo se apaga de golpe, como si hubiera entrado una ráfaga de viento helado.
Los viejos socios de Darío me observan desconcertados; algunos se acomodan las corbatas, otros bajan la mirada. Y allí está él, sentado a la cabecera de la mesa, el hombre que juró amarme, el que construyó su imperio sobre mis ideas y mi silencio.
Darío Ortega.
Perfectamente peinado, el nudo de su corbata en su lugar, las mangas ajustadas sobre un reloj que cuesta más que un año de escuela de mi hijo.
Su mirada, al principio distraída, se levanta de la laptop y se clava en mí con una mezcla de molestia y sorpresa.
—¡Lucía! ¿Qué demonios significa esto?
Su voz retumba en la sala y se estrella contra las paredes de cristal.
Durante años esa voz marcó mi rutina: me despertaba con ella, cenaba con ella, aprendí a medir mi vida según su tono. Pero hoy, por primera vez, ya no me intimida.
—¿Esto? —respondo, alzando la bolsa que llevo en la mano con una sonrisa suave. —Esto, querido, es parte de mis deberes de esposa.
Camino despacio hasta la mesa. Cada paso hace resonar el suelo, y el sonido de mis tacones se vuelve el metrónomo de mi venganza. Abro la bolsa con calma.
Sobre los documentos de contratos y balances que cubren la mesa, dejo caer una corbata de seda azul marino.
—Esta te la regalé en nuestro primer aniversario. La encontré bajo el asiento de tu coche. Tiene una mancha de labial… un tono bastante peculiar —mi mirada se desplaza lentamente hacia la joven sentada a su lado. —Me recuerda al de la señorita Valeria Núñez.
Los presentes giran al unísono para mirar a Valeria. Ella, pálida, intenta ocultar la boca tras una carpeta. Su expresión es una mezcla de vergüenza y estupor: los ojos muy abiertos, la respiración entrecortada, la fragilidad de quien acaba de ser expuesta.
Hace apenas un año llegó a la empresa, con su sonrisa estudiada, su perfume importado y su ambición envuelta en cortesía. Pronto empezó a ocupar lugares que no le correspondían: reuniones, viajes, incluso las cenas que yo organizaba.
Al principio quise creer que era una coincidencia, una etapa de crisis. Pero la evidencia siempre termina por encontrar su camino.
Saco un calcetín gris, lo levanto con la punta de los dedos.
—Este lo encontré debajo de nuestra cama. Jamás apareció el otro. Supongo que tuvo el mismo destino que los recibos del Hotel Mirage que estaban en tu maletín.
Darío se pone de pie de un salto.
—¡Basta, Lucía! ¡Esto es una locura!
—¿Locura? —repito suavemente, inclinando la cabeza. —No, amor mío. Esto es orden.
Después de todo, llevo años recogiendo tus desastres. Abro la bolsa una vez más y saco un boxer de color claro. Lo levanto con calma, casi con ternura.
—Este es tu favorito, ¿verdad? —pregunto sin apartar la vista de él. —El que traías anoche cuando llegaste a las tres de la madrugada alegando trabajo urgente.
Un murmullo recorre la mesa. Uno de los accionistas tose, otro carraspea. El aire se vuelve pesado, espeso, casi tangible.
Y entonces, como la cereza del pastel, saco un pañuelo de seda con las iniciales V.N. bordadas en dorado.
—Este lo encontré en nuestro dormitorio. —Camino hacia Valeria y lo dejo frente a ella, con delicadeza. —No suelo ser celosa, pero suelo ser observadora.
El color abandona por completo el rostro de la joven. Sus manos tiemblan al recoger el pañuelo, y por un instante parece que va a romper a llorar.
Darío, rojo de ira, golpea la mesa.
—¡Estás humillándome delante de todos!
—No, Darío —mi voz es baja, casi un susurro. —Yo solo estoy mostrando lo que tú hiciste. Durante años recogí tu ropa, limpié tus camisas, doblé tus mentiras. Pensé que al mantener todo en orden, mantenía en pie nuestro hogar. Pero lo único que estaba haciendo era ocultar tu traición.
Me acerco a Valeria. Ella apenas respira. Deposito en su regazo las prendas que aún llevo: la corbata, el calcetín, el boxer.
Todo lo que simboliza el desorden de un hombre que nunca supo valorar lo que tenía.
—Esto —digo con voz firme— es lo que dejo cada mañana en la cesta. Su desorden, su ego, sus pecados. Ahora son tuyos.
El silencio que sigue es absoluto. Nadie se atreve a moverse. Solo se escucha el zumbido del aire y el golpeteo suave de mi pulso en los oídos.
Darío intenta recomponerse, buscando aliados. Pero solo encuentra miradas esquivas. La reputación que tanto cuidó se está desmoronando frente a sus ojos.
Yo, en cambio, siento una paz extraña, una ligereza que no conocía. Por primera vez en años, no tengo miedo. Respiro hondo, recojo mi bolso y me acomodo el velo.
—Mi abogado se comunicará contigo —digo, mirándolo con una serenidad que lo desconcierta.
Camino hacia la salida sin volver la vista.
Escucho murmullos, respiraciones contenidas, la voz ahogada de Valeria tratando de explicar lo inexplicable. No me detengo.
He pasado demasiado tiempo siendo la mujer que calla. Hoy decido ser la que rompe el silencio.
Cuando llego al vestíbulo, el aire me golpea el rostro como una liberación.
El edificio de cristal refleja una versión de mí misma que casi no reconozco: una mujer erguida, con la cabeza alta, los labios curvados en una sonrisa contenida.
No seré la esposa traicionada. Ni la sombra de un hombre infiel. Quiero ser Lucía Montalvo, la mujer que sobrevivió al derrumbe de su propio castillo.
Un auto n***o se detiene frente a la puerta. De él baja Manuel, mi abogado.
Siempre tan impecable, con ese aire de calma que me recuerda que aún hay hombres que no necesitan gritar para hacerse escuchar.
Abre la puerta del coche y me mira con una mezcla de respeto y preocupación.
—¿Estás bien? —pregunta con voz baja.
—No —respondo, dejando escapar el aire lentamente. —Pero lo estaré.
Subo al coche. Mientras avanzamos por la avenida, observo por la ventanilla cómo el reflejo del edificio se aleja, y con él, una parte de mi pasado.
Siento el pulso todavía acelerado, una mezcla de rabia, alivio y tristeza. Pero debajo de todo eso, hay algo nuevo: la certeza de que acaba de comenzar mi verdadera vida.
Y por primera vez en mucho tiempo, sonrío.