1.Ivy
Entré a la cocina, un lugar donde el desorden y el hedor se entrelazaban como recordatorio constante de mi complicada existencia. Revisé la nevera con la vaga esperanza de encontrar algo, cualquier cosa, para llenar mi estómago antes de enfrentar otro agotador turno de trabajo. Al confirmar que la nevera está vacía, suspiré, desanimada. No recordaba la última vez que tuve una comida decente.
No, la verdad es que sí lo recuerdo. Mis padres biológicos murieron en un accidente automovilístico cuando tenía solo 8 años. Pasé por casas de acogida durante años. Y como si no fuera suficiente castigo, a los 12 años fui recibida por Bob y Amelia, una pareja que, más que padres, resultaron ser guardianes crueles motivados por el dinero mensual que el gobierno les proporcionaba.
Cuando cumplí 18 años, dejaron de recibir dinero del gobierno. Desde entonces, me obligaron a trabajar para ellos. En realidad, trabajar se volvió mi única opción. Me di cuenta de que era mejor estar en la calle trabajando que en esa casa. Aunque en la actualidad tenía 21 años, la realidad es que apenas había logrado acumular unos pocos cientos de dólares, una cifra insignificante en comparación a lo que necesitaría para independizarme finalmente.
Tomé mi bolso y caminé rápido hacia la puerta. Si no había comida en la nevera, Amelia y Bob estarían de mal humor y no quería ser golpeada ese día. Sin embargo, fui atrapada justo antes de abrir la puerta. Amelia me sujetó del brazo, magullando mi sensible piel.
—¿Dónde está el dinero para la comida de esta semana? —me exigió Amelia.
Su aliento era casi tan horrible como el de Bob. Siempre olían a cigarrillos y alcohol. El día que me propuse encontrar otro trabajo, hice lo que pude para quitarme de encima el mal olor de ellos.
Quería decirle que no tengo dinero, que todavía no me habían pagado, pero no solo fui maldecida con unos horribles padres, tenía un problema considerable con mi timidez extrema, por lo que se me hacía casi imposible mentir. Saqué de mi bolsillo un par de billetes de 50 y se los entregué con manos temblorosas.
Ella contó los billetes. Pensé que estaría satisfecha por el momento, pero me empujó por el hombro y choqué contra la puerta.
—¿Qué rayos es esto, Ivy?
—Dinero…
—¡Lo sé! ¿Dónde está lo demás?
—Ju-juro que es todo lo que… tengo—balbuceé, aferrando mis manos al ala de mi bolso.
Ella me observó fijamente.
—Mas te vale que consigas más dinero, o la próxima vez será Bob quien trate contigo.
Sentí un nudo en mi estómago. Por lo general, era Amelia quien me pedía el dinero. Claramente no se trataba de que ella tuviera un mejor carácter que su esposo, pero cuando Bob lo hacía, y yo no tenía el dinero suficiente, él rompía mi ropa, tiraba mis zapatos por la ventana de mi habitación, y me golpeaba. Asentí rápidamente.
—Ya, sal de aquí—ordenó.
Sin dejar de mirarla, me apresuré a buscar el pomo de la puerta. Cuando la abrí, salí rápidamente. Hasta que no estuve por lo menos a dos calles de la casa, no me sentí segura de respirar profundamente. Me tragué las lágrimas esta vez y continué mi camino hasta la tienda de conveniencia en la que trabajaba desde hace dos años.
La señora Reina es la dueña, es nuestra vecina. Ella me daba todos los turnos que pedía cuando necesitaba más dinero. Es una anciana muy dulce y considerada. En varias ocasiones me dio de comer, en una de ellas, me desmallé por falta de alimentación.
El sonido familiar de la campana anunció mi llegada a la tienda. El brillo tenue de las luces resaltaba los estantes llenos de productos, y el característico olor a café inundaba el aire mientras me dirigía hacia el mostrador donde pasaría otra noche. El turno nocturno era la única vacante que había, por lo que la señora Reina necesitaba un hombre, así que tuve que suplicarle que me diera el trabajo.
El mostrador era una superficie de madera desgastada. Una pequeña luz colgante iluminaba el área, destacando el brillo del vidrio de la caja registradora y los pequeños objetos acumulados en el espacio. Una vieja silla se encontraba junto al mostrador, Letty, la chica del turno de la tarde, estaba sentada allí.
Aunque no éramos las mejores amigas, la consideraba una conocida amigable. Su cabello n***o corto le daba un aire inocente, la hacía parecer más joven de lo que probablemente era. Y sus ojos azules brillaban detrás de los lentes de montura negra que llevaba. Sabía poco de su vida, excepto que estaba luchando con dos trabajos al día para poder estudiar en las mañanas en la universidad.
—¡Hola, Ivy! —me saludó Letty con una sonrisa amable, a la que respondí con un asentimiento y una sonrisa tímida.
Mi dificultad para expresar lo que pensaba en voz alta me mantenía en una especie de caparazón. Sin embargo, Letty no se enojaba como Amelia y Bob, como mis excompañeros de segundaria que me hicieron la vida todavía más difícil. Ella siempre tenía una sonrisa dulce y alegre, aunque yo sospechaba que su vida era más complicada de lo que ella admitía. Yo nunca preguntaba, después de todo, yo también quería mantener en secreto la clase de personas con las que vivía.
Letty me observó con una mezcla de preocupación. Un segundo después, sin decir nada, sacó algo envuelto en papel de aluminio en su bolso. Extendió el paquete hacia mí.
—¿Qué es esto? —pregunté.
—Un sándwich de queso. No es mucho, pero espero que te ayude a pasar la noche—respondió con una sonrisa comprensiva.
Negué con mi cabeza.
—No puedo aceptarlo. Esa es… es tu comida—dije, observando tratando de no ver el sándwich con anhelo mientras lo rechazaba—. Y ahora tienes que ir a tu otro empleo.
Ella se encogió de hombros.
—Oh, tienes razón. Ya tengo que irme.
La vi con perplejidad mientras se levantaba de la silla, alcanzaba su bolso y dejaba el sándwich sobre el mostrador. Letty se detuvo junto a la salida y me miró con otra sonrisa positiva.
—Ten una buena noche, Ivy—me deseó antes de irse.
Miré el sándwich fijamente, un poco contrariada. Sin embargo, si no lo comía podría dañarse y ser un desperdicio. Rodeé el mostrador, me senté y comencé a comerlo. Antes de darme cuenta, ya lo había terminado.
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Mientras organizaba algunas cosas detrás del mostrador, la tienda cobraba vida. Uno de mis trabajos era reponer los estantes durante la noche. Algunos dirían que era un trabajo arduo, sobre todo por las cajas que debía mover del depósito, pero a mí me relajaba el tiempo que pasaba estando sola y en silencio.
Los estantes llenos de productos coloridos contrastaban con el suelo desgastado y las luces parpadeantes. Cuando terminé, volví al mostrador y saqué de mi bolso mi ejemplar gastado de "El Fantasma de la Ópera", una de las pocas cosas en las que me permití gastar dinero a escondidas de mis padres adoptivos.
El libro se abría con la historia de un misterioso y desfigurado Fantasma que habitaba en las profundidades de la Ópera de París. Lo que me fascinaba del libro era la complejidad del Fantasma, su dualidad entre la oscuridad y la compasión. En lo más profundo de mi corazón tímido y solitario, anhelaba vivir una historia de romance tórrido, aunque solo fuera en las páginas de un libro. Quizás era mi manera de escapar de la monotonía y la tristeza que me rodeaban, y encontrar consuelo en las fantasías de un amor apasionado y misterioso.
A veces, en mis momentos más oscuros, pensaba que incluso un tenebroso fantasma sería preferible a los padres adoptivos que me habían tocado. La idea de un ser que, a pesar de su dominio, podía ofrecer un tipo de amor y comprensión que escapaban a mi realidad cotidiana, se convertía en un consuelo tentador.
El tintineo de las campanas rompió la quietud de la madrugada cuando el reloj marcaba cerca de la 1. A regañadientes cerré mi libro y levanté la mirada hacia el sonido de los pasos que se acercaban. Mis ojos se encontraron con una figura imponente, un hombre de casi 2 metros de estatura, que avanzaba con una presencia a la que parecía no serle suficiente el tamaño de la tienda.
La contradicción entre su aspecto amenazador y su atractivo, indudablemente me dejó sin aliento.
La luz tenue de la tienda resaltaba su presencia, y me quedé paralizada ante la intensidad de sus ojos grises, fríos como el acero, que me miraban con una profundidad que enviaba escalofríos por mi espina dorsal.
Él llevaba un traje de vestir que parecía hecho a medida con el objetivo de acentuar su poderosa presencia. Una camisa de vestir negra se ajustaba perfectamente a su torso, combinando con un saco n***o que colgaba relajadamente sobre sus hombros. Sin corbata, pero con un estilo que hablaba de un dominio absoluto.
Su cabello, casi rapado al ras de la cabeza, le permitía destacar la firmeza de sus rasgos. Una barba gruesa adornaba su rostro, acentuando la dureza de su mandíbula. Pero lo que más llamaba la atención eran los tatuajes que adornaban sus nudillos y manos, continuando por su cuello, emergiendo como señales de ¡peligro! otra vez.