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Ilein se congeló. Completamente. Su respiración se detuvo por varios segundos, y cuando volvió a respirar, era un jadeo corto y desesperado que le dolió la garganta. Su visión se estrechó hasta quedar en un punto fijo en sus ojos azules penetrantes —como si un velo n***o le cubriera el resto del mundo, y solo él existiera. Sus manos se cerraron en puños tan fuertes que le sangraron los nudillos, el sudor frío le empapó la piel y le hizo cosquillas en la nuca, y sus piernas empezaron a temblar con tanta fuerza que tuvo que agarrarse a la base de la escultura para no caer. El aroma a cuero oscuro y especias picantes que emanaba de él se volvió abrumador, le robó el aliento y le hizo marear —era como respirar peligro en estado puro.
El silencio se hizo denso, casi palpable —tanto que Ilein pudo oír el zumbido de su propia sangre en los oídos, como un tambor de guerra que anunciaba el fin. La tensión en el aire era tan intensa que podía cortarse con un cuchillo, y cada segundo que pasaba se sentía como una eternidad.
Máximo la observó con una mirada que la hacía sentir como un insecto bajo un microscopio, sin valor, sin escondites. Sus ojos recorrieron su figura de arriba abajo, deteniéndose en su jersey gris sencillo, su cabello recogido en una coleta desaliñada, sus manos temblorosas —y en ese instante, Ilein sintió que había visto todo de ella: su origen humilde, su sueño, su miedo.
—Ma tu chi sei e che ci fai qui? —preguntó con una voz grave y resonante que parecía vibrar en los muros, con un tono que no era solo una pregunta, sino una advertencia: ¿qué haces en un lugar que no te pertenece?
(Pero tú quién eres y qué haces aquí?)
La frase le cayó como un golpe en el estómago. Su mente se quedó en blanco, pero en el fondo, sintió un destello de la determinación que la había traído hasta aquí.
—Scusi, solo estaba admirando la escultura... Aspetto la signora Joana Moretti —respondió, pero su voz salió rota, casi un susurro, delatando su terror a pesar de sí misma.
(Disculpe, solo estaba admirando la escultura... Espero a la señora Joana Moretti)
Máximo sonrió con frialdad, revelando unos dientes blancos y afilados que le recordaron a un depredador listo para atacar.
—Joana ha vuelto a hacer de las suyas... Siempre trayendo pequeños ruidos a este lugar que debe estar en silencio —murmuró, enfatizando "ruidos" con un tono que sugería que ella era una perturbación que habría que eliminar.
Dio un paso más cerca, invadiendo su espacio personal hasta que su aliento frío tocaba su mejilla. Ilein sintió que se le quedaba sin aire, que su corazón se paraba —y aún así, se mantuvo de pie, agarrándose a la escultura como si fuera su única salvación.
En ese momento, como una aparición, Joana surgió de un pasillo lateral, interrumpiendo el tenso encuentro con una sonrisa enigmática. La luz que se filtraba a través de los ventanales iluminaba su rostro, resaltando sus rasgos exóticos y su mirada penetrante.
—Máximo, lei è Ilein, nuestra nueva stagista. Le assegneremo un appartamento nell'edificio —anunció con una mirada desafiante que parecía encender una chispa en los ojos de Máximo.
(Ella es Ilein, nuestra nueva becaria. Le asignaremos un apartamento en el edificio)
Máximo entrecerró los ojos hasta que se volvieron dos rendijas azules peligrosas, y su mandíbula se tensó tanto que se le veían los músculos en la cara. Ilein sintió que la temperatura de la habitación descendía varios grados, y el aire se volvió tan frío que le dolió la garganta al respirar.
—Non ne ero al corrente. Y menos aún que sería en MI apartamento —replicó con un tono venenoso que hacía temblar el aire, enfatizando "mi" como si fuera una advertencia de que ella estaba entrando en su territorio prohibido, y que pagaría las consecuencias.
(No lo sabía. Y menos aún que sería en MI apartamento)
Joana, ignorando la hostilidad de Máximo, continuó con una sonrisa forzada:
—Ilein, te quedarás en uno de los apartamentos tipo estudio propiedad de Máximo. Spero che sia di suo gradimento —su voz era calma, pero sus manos estaban cerradas en puños.
(Espero que le guste)
La incomodidad era palpable, como una corriente eléctrica que recorría el aire. Máximo no parecía estar de acuerdo con la decisión, pero se limitó a asentir con la cabeza con una frialdad absoluta antes de alejarse con paso firme —cada uno de sus pasos resonaba en el vestíbulo como un golpe.
Solo cuando su figura desapareció por el pasillo, Ilein pudo soltar el aire que no sabía haber estado aguantando. Sus piernas le cedieron, y se desplomó en el borde de un banco cerca de la escultura, temblando de pies a cabeza. El sol ya empezaba a inclinarse hacia el oeste, pintando las ventanas con tonos naranjas y rosados —el mediodía había pasado sin darse cuenta, absorbida por el recorrido y el encuentro con Máximo. Mientras miraba la pieza retorcida frente a ella, procesaba lo sucedido: había visto al hombre que controlaba todo aquello, y el rumor del aeropuerto volvía a su mente, más creíble que nunca. El sueño que había venido a cumplir ahora tenía un matiz peligroso —pero también, una fuerza nueva en su interior: no se iba a dejar amedrentar. Sacó el pañuelo de encaje que le había dado Susy, se secó el sudor de la frente y se enderezó.
Luego, salió del edificio y esperó un taxi en la acera. La ciudad de Milán, con su vibrante energía y su arquitectura imponente, parecía un escenario de sueños y peligros. El sol brillaba aún, pero con menos fuerza, y las sombras del encuentro con Máximo se extendían sobre ella, tiñendo su visión de un matiz oscuro y amenazante —igual que las sombras en la escultura.
Esa misma tarde, cuando el sol ya estaba cerca de ponerse, Ilein se instaló en su nuevo hogar, un apartamento tipo estudio con una decoración minimalista y una vista panorámica de la ciudad. Las paredes blancas, los muebles de metal y cristal y la ausencia de colores creaban un ambiente frío e impersonal que le hizo extrañar su casa en Caracas: el piso de baldosas de colores, las paredes pintadas de azul claro con fotos de la familia, el ruido de los vecinos que compartían comida. Mientras desempacaba sus pertenencias —incluyendo el tejedor que le había dado su abuela y un rollo de tela de manta criolla que trajo de Venezuela—, sus pensamientos volvieron a sus esperanzas: quería presentar una colección en la próxima Semana de la Moda de Milán, una que llevará el aroma de la playa de Chichiriviche y la elegancia de la calle Via Montenapoleone. Quería que su abuela, donde quiera que estuviera, pudiera verla triunfar. Quería demostrar que una chica de raíces humildes podía dejar su marca en el mundo de la moda, a pesar de los peligros que lo rodeaban. La luz del atardecer se filtraba a través de los ventanales, proyectando sombras largas y fantasmales sobre las paredes —sombras que le recordaron a la escultura y a los ojos de Máximo, pero que ahora no le producían solo miedo, sino también determinación.
Durante los días siguientes, Ilein se sumergió en la rutina del taller, aprendiendo nuevas técnicas y perfeccionando su estilo bajo la tutela de Camila y Joana. El taller era un hervidero de actividad, con telas de todos los colores y texturas apiladas en estantes, maniquíes adornados con diseños vanguardistas y el zumbido constante de las máquinas de coser. El aire olía a algodón, seda y el sutil perfume de las diseñadoras, creando una atmósfera estimulante y creativa —un refugio temporal de las sombras que la esperaban fuera.
Una tarde, mientras trabajaba en un boceto que mezclaba telas italianas con motivos venezolanos, recibió una llamada de Joana. La voz de Joana, cálida y reconfortante, rompió la tensión que la había estado consumiendo desde su encuentro..._