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LA PRINCESA DEL PLACER

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Evangeline está cansada de obedecer, de quedarse callada y siempre tener que agachar la cabeza. Luego de enterarse de que ha caído en una cruel mentira, orquestada por su propio padre, el Rey, y el hombre del que ha estado enamorada desde siempre, deja que las ansias de libertad y de poder tomar las riendas de su vida la dominen, y decide huir del palacio y de un matrimonio al que quieren forzarla a contraer. En su huída, termina enredada en un bar donde los placeres más pecaminosos están a la orden del día y en donde caerá en las garras de su dueño, un apuesto hombre lleno de tatuajes, vestido de arrogancia y con un pasado oscuro que lo atormenta.

A pesar del negocio al que se dedica, Fabien Lacroix no tiene ningún vicio; no bebe alcohol y no consume ningún tipo de drogas; únicamente es esclavo de una sola adicción: El sexo; rudo, salvaje, sucio y lascivo.

¿Podrá este hombre moralmente gris y con un pasado traumático, abrirle su corazón a aquella princesa de carácter ingenuo y espíritu romántico, que ha venido a darle un giro a su tormentosa vida?

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LA MENTIRA QUE CAMBIÓ MI VIDA
NARRA EVANGELINE —¡Ese no! —la voz de mi asesor de imagen cruzó toda la habitación en mi dirección, provocando que me sobresaltara. El grito fue tan fuerte, que no solamente llamó mi atención, sino la de todos los presentes en la habitación: estilistas, modistas, diseñadores y maquillistas. Me gritó como si hubiese hecho algo verdaderamente terrible, cuando únicamente estaba tocando un vestido Oscar de La Renta en color rojo vibrante. Alistair, mi asesor, cruzó la habitación en tres zancadas y llegó hasta donde yo me encontraba para arrebatarme el vestido de las manos, como si yo fuera una ladrona a la que debía detener. —¡Sabes muy bien que estos vestidos no son apropiados para una princesa, Evangeline! —exclamó furioso, mientras sacudió el vestido frente a mí. —No iba a usarlo, Alistair. Únicamente lo estaba viendo —repliqué, sintiéndome contrariada y muy frustrada—. Sé muy bien que no puedo utilizar ese tipo de vestidos. —Si lo sabes bien, ¿entonces para qué pierdes tu tiempo viéndolo? —masculló. Sentí unas inmensas ganas de responder con un berrinche y mandarlo a comer algo verdaderamente desagradable, pero preferí tragar saliva y con ella todo lo que tenía atorado en mi garganta formando un nudo muy apretado que me causaba un intenso ardor. Me sentía cansada y reprimida, y solamente quería terminar con todo aquello para salir de ahí y no continuar viendo a nadie. El problema era que no podía hacerlo, ya que tenía mucho por delante y debía cumplir con mi papel de princesa sin rechistar. Sobre todo, porque el secretario privado del Rey, el hombre que dirige a todos en el palacio, llegó a la habitación a averiguar qué era lo que estaba pasando. —¿Sucede algo? —preguntó, observando a su alrededor en busca de una respuesta ante el silencio que imperó en la habitación. Todos le temían a Pierre Narmino, pues, estar frente a él, era como estar frente al mismísimo Rey. Era él quien manejaba los hilos para que todos acataran órdenes y cumplieran la voluntad del soberano. Bajé la cabeza, volví a tragar saliva, tomé aire y dejé que me manejaran a su antojo. Disney, las películas de Hollywood, las novelas y los cuentos de hadas, les han metido la idea a las mujeres de que ser una princesa es la cosa más maravillosa que puede existir; que las princesas viven una vida de color rosa en la que todo es felicidad, que conocen a un guapo príncipe del que se enamoran perdidamente y con el que se casan para tener su «Felices por siempre» pero la realidad dista mucho de eso. Es cierto que tenemos joyas con las que bien se podría comprar un pequeño país, que vestimos con ropas de diseñador hechas especialmente para nosotras, que tenemos aviones privados y coches de lujo en los que nos trasladamos de un lugar a otro, que vivimos en enormes palacios llenos de excesivos lujos, que nos alimentamos con platillos exóticos y exquisitos que no cualquiera podría probar más de una vez en su vida, y que tenemos muchos sirvientes atendiendo nuestras necesidades a cualquier hora del día. Sin embargo, somos prisioneras en jaulas de oro. No tenemos ni voz, ni voto, y, mucho menos, libertad para poder hacer lo que queremos. Siempre hay una o varias personas detrás de nosotras diciéndonos cómo tenemos que actuar, cómo tenemos que hablar, cómo tenemos que vestir y cómo tenemos que comportarnos. Desde que tenía memoria, siempre había tenido que seguir un sinfín de estatutos para lucir de acuerdo a los cánones históricamente impuestos. Tenía que sentarme de un mismo modo; sin cruzar las piernas, con la espalda derecha, con los hombros firmes y el mentón alzado. Tenía que hablar nada más de los temas que me eran permitidos; no podía dar mi propia opinión sobre temas sensibles y jamás, pero jamás de los jamases, podía hablar con un lenguaje soez o inapropiado. Debía ser como un títere o una marioneta que manejaban a su antojo; que tenía que sonreír cuando se le pedía, que tenía que hablar nada más con quien se le autorizaba y que debía vestir únicamente con lo que Alistair decía. No tenía libertad ni siquiera para elegir algo tan simple como una blusa, mucho menos para cosas más importantes. Muchas veces había fantaseado con la idea de que no era Evangeline Justine Colette Chevillard Guillaume, Princesa de Mónaco, y que era una simple mujer que había nacido en una familia común y corriente, que no ostentaba ningún título real, y que, por lo tanto, podía ser libre de tomar mis propias decisiones y hacer con mi vida lo que me placía. Sin embargo, esos solo eran sueños, pues aquí me encontraba: sentada frente al enorme espejo de una vanidad de estilo imperial, con la espalda derecha, con los hombros firmes, sin poder cruzar las piernas y con el mentón erguido, mientras me sometía a la voluntad de todas estas personas que tenían más derechos sobre mí, que los que yo podía tener sobre mi persona. Me maquillaron con un maquillaje sobrio y recatado, me peinaron con un moño sencillo y me vistieron con un traje de falda y chaqueta en tono rosa pastel, como si yo hubiese sido una Barbie en las manos de una niña, que hace con ella lo que se le plazca. Cuando estuve lista, salí de la habitación y caminé dando pasos firmes, cortos y elegantes, a través del enorme pasillo que me llevaba hacia las escaleras, acompañada de mi asesor y de mi propia dama de compañía, para dirigirme al enorme salón principal en donde El Rey y La Reina, o sea mis padres, me esperaban. Cuando me detuve frente a ellos, los saludé con una leve inclinación de cabeza, pues los estatutos protocolarios prohibían cualquier demostración de afecto o contacto físico, al menos en público. Debíamos comportarnos como estatuas o troncos de madera, sin sentimientos y totalmente fríos. Si estábamos tristes, no podíamos llorar, aunque fuera el funeral de un ser querido. La realeza no puede mostrar ningún sentimiento. Siempre debe parecer un robot: inalterable, frío y actuando de modo automatizado. —Todo está listo, su Majestad —anunció Pierre Narmino. Nos formamos tal y como el protocolo dictaba; el Rey en primer lugar, y su esposa e hija detrás de él. Avanzamos y salimos hacia el enorme balcón que daba hacia el extenso jardín principal del Palacio, en donde millares de personas aguardaban por nosotros. Estaban apostados en el enorme jardín, que era como una plazoleta que conectaba con la avenida más importante de la ciudad, pues era en la cual se llevaban a cabo los eventos Reales y más importantes del país. Habían venido personas de casi todo el país para escuchar el gran anuncio que el Rey tenía para darle a su pueblo. Centenares de cámaras transmitían en vivo a los otros habitantes del país que no se habían podido movilizar a la capital y también al mundo entero. Los periodistas esperaban impacientes, para dar la primicia. Nadie quería perderse detalle alguno de aquella noticia. Todos aguardaban, en silencio, entusiasmados, ondeando en sus manos banderillas que representaban la majestuosa bandera nacional monegasca. Cuando nos vieron aparecer, un grito de júbilo, un clamor unánime y fuertes aplausos, estallaron en todo el sitio. La familia Real era amada por todos los habitantes de Mónaco, gracias a la paz y a la abundancia que imperaba en el pequeño país. Nunca habíamos sido partícipes de escándalos, ni de malos comentarios. Hasta ahora, habíamos llevado el apellido y el título con honor, y eso había ganado el favor de nuestro pueblo. Les esbocé una leve sonrisa amable, sin mostrar mis dientes y sin curvar tanto los labios, y comencé a agitar mi mano lentamente, de un lado a otro, para saludarlos con distinción. Todo era tal y como debía de ser, y como me lo habían enseñado y metido en la cabeza desde que tenía uso de razón. Sin embargo, a pesar de que conocía todo esto, nada cambiaba el hecho de que, ver tanta gente pendiente de mí y de lo que hacía, me ponía nerviosa y me sentía muy abrumada. El corazón me latía con fuerza en el pecho y un zumbido me ensordecía, impidiendo que pudiera escuchar las palabras que mi padre le dirigía a su pueblo. En momentos como ese, era cuando deseaba poder salir corriendo o poder volar como las gaviotas que ondeaban en lo alto del cielo, libres, con toda la facultad de huir y de poder vivir sus vidas como a ellas les placía, sin que miles de ojos estuvieran puestos en ellas; escudriñándolas, señalándolas y juzgándolas. —Y, como ya todos saben —mi padre hablaba a través del micrófono para que todos lo pudieran escuchar—, la razón por la que esta mañana nos encontramos aquí, es para celebrar la unión de dos grandes naciones, como lo es la nuestra, Mónaco, con la grandiosa nación de Luxemburgo. Otro grito de júbilo se extendió entre la multitud, cuando mi padre señaló hacia atrás, a las puertas que daban al balcón, y por ella apareció El Gran Duque de Luxemburgo, acompañado de su esposa, La Gran Duquesa, y de sus dos hijos: La Princesa Claudine y El Gran Duque Heredero, Sebastién. Los tres se pararon a un costado de nosotros, Sebastién a mi lado, pero sin tocarme o siquiera mirarme más de lo que le era permitido. Mantenía la vista fija al frente, contemplando aquella gran multitud que ahora le rendía pleitesía, reconociéndolo como un futuro soberano. —Dentro de dos meses, mi única hija, Evangeline, contraerá matrimonio con el Gran Duque Heredero de Luxemburgo, Sebastién Le Roy, y así, estas dos grandes naciones quedarán unidas por la posteridad, cuando de esta unión nazca un heredero que reine ambas naciones y toda Europa de ser posible. Las personas volvieron a aplaudir y a emitir gritos de júbilo. Miré de soslayo a Sebastién y pude percatarme de que en su boca había una sonrisa de satisfacción. Yo sentía que las mejillas me iban a estallar por el ardor. Estaba completamente ruborizada y apenada. Solamente con imaginar lo que teníamos que hacer para tener a ese ansiado heredero... ¿Qué tan afortunada podía ser, como para que el hombre del que había estado enamorada durante toda mi vida hubiera puesto los ojos en mí y me hubiera pedido matrimonio? Mucho. La mayoría de las princesas o príncipes debían aceptar matrimonios arreglados por sus padres, en los que eran intercambiados como ganado para formar alianzas con otras naciones o reinos. Pero ese no fue mi caso. Los Le Roy y mi familia habían sido amigos desde siempre. Claudine y yo habíamos sido amigas, ya que teníamos la misma edad y habíamos ido al mismo Instituto de formación para princesas. Sebastién era unos años mayor, y desde que lo vi por primera vez, en una fiesta de cumpleaños de Claudine, había quedado fascinada por su belleza. Desde muy joven había sido dueño de una belleza que cautivaba a las chicas. Con su cabello color miel, con sus ojos color avellana, con su imponente altura que sobrepasaba el metro noventa y con su cuerpo tan tonificado y bien dotado. Era imposible no enamorarse y yo ya estaba muy enamorada, sobre todo, desde el día en que me pidió que hablásemos a solas y me pidió que me casara con él. Jamás me imaginé que se pudiera fijar en mí, pues siempre había pensado que le era indiferente. No habíamos tenido más citas que las extravagantes fiestas reales en las que habíamos compartido algún saludo, alguna conversación casual o algún baile. Nunca me cortejó y estábamos a punto de unir nuestras vidas en matrimonio. Cuando le pregunté por qué me había elegido, si parecía que nunca le había interesado, me respondió que porque yo era la mujer ideal para él y que también sentía lo mismo que yo. No fue la propuesta más romántica y sus razones tampoco fueron las más apasionadas, pero me sentí dichosa y acepté. —Dentro de un mes, a partir de esta fecha, se llevará a cabo una gran boda, y digna de una pareja Real como lo son El Gran Duque de Luxemburgo y mi hija, La Princesa Evangeline. El corazón se me desbocó en el pecho cuando él tomó mi mano, entrelazó nuestros dedos, y las alzó en lo alto, unidas, demostrándole a todos y a cada uno que éramos una pareja y que pronto seríamos marido y mujer. Quería sonreír como una loca, gritar eufórica a los cuatro vientos, pero no podía hacerlo porque debía comportarme como la princesa que era. Así que apenas esbocé una sonrisa y mantuve mi vista fija hacia el frente, viendo cómo las personas sí podían gritar de felicidad por nosotros, cómo ellos sí eran libres de demostrar sus sentimientos y de hacer lo que les placía, mientras que yo debía encerrar todo eso dentro de mi pecho. Un mes puede parecer bastante tiempo, pero no para organizar una boda Real como la nuestra. Con todos los preparativos que debían realizarse, el tiempo me pasó en un abrir y cerrar de ojos. Faltaba menos de una semana para que el gran día llegara y por fin me pudiera convertir en la esposa de Sebastién Le Roy, el Gran Duque de Luxemburgo. Mis días eran muy ocupados. Pasaba entre pruebas y ajustes del vestido que era confeccionado por las mismísimas manos de Valentino Garavani, a quien Pierre Narmino le encomendó la tarea de diseñar algo que fuera digno de una princesa, o sea, sobrio, elegante y recatado, pero que a la vez causara sensación para que fuera recordado para la posteridad. Sesiones de maquillaje, sesiones de fotografía para el recuerdo familiar y de los grandes invitados de honor que estarían presentes en la ceremonia, para ser testigos de aquella unión y sesiones con el gran Arzobispo y una monja, quienes me daban estrictas charlas sobre cómo debía comportarme para ser una gran esposa y Reina, algún día. Todo era una carrera de aquí para allá que me mantenía muy ocupada y al menos me ayudaba a mantener mi mente alejada de algunos pensamientos que me embargaban cuando me encontraba sola: «Voy a casarme con Sebastién, y él jamás ha mostrado interés en acercarse a mí y conocer quién soy yo realmente». Nunca había realizado el más mínimo esfuerzo en conocer qué había debajo de la personalidad de princesa que le mostraba a todos. «Mi hermano no es muy expresivo y suele ser un poco tosco y reservado con todos, aún con nosotros», eran las palabras que Claudine me decía para animarme, en los pequeños momentos que compartíamos, tomando el té o cuando me acompañaba a supervisar los preparativos de la boda. Lo único que podía hacer era resoplar y esperar a que quizá, después del matrimonio, su actitud para conmigo cambiaría. «Lo importante es que seré su esposa y ya después de eso todo será distinto y él podrá demostrarme su amor». Con aquella estúpida idea que me había formado en la cabeza era feliz. Estaba ciegamente enamorada y por eso, cuando me enteré de la cruel realidad, fue doblemente doloroso. Era el mediodía del miércoles, la boda sería en la mañana del viernes. Regresaba de la última prueba y ajustes del vestido, cuando decidí salir a dar un paseo en los terrenos del Palacio, para tomar aire y despejar mi cabeza y mi cuerpo de los nervios. Dejé mi bolso y mi sombrero en mi habitación, le pedí a mi dama de compañía que me dejara sola un momento y bajé las escaleras para dirigirme afuera. No sé qué me dio, pero sentí el deseo de ir al estudio privado de mi padre para saludarlo. Quizá fue el miserable instinto, no lo sé realmente. El asunto es que decidí emplear uno de los pasadizos secretos que había entre las paredes y que conectaban algunos puntos de la casa, porque no quería seguir todo el protocolo de tener que anunciarme entre los escoltas de mi padre o tener que rendirle cuentas a Pierre Narmino sobre el por qué quería ver a mi padre. Rodé los ojos, negué y me introduje en el pasadizo que conectaba una amplia sala de estar privada, con el despacho. Avancé con mi paso normal por el extenso corredor que era apenas iluminado por la luz que se filtraba por pequeñas rendijas en las paredes, hasta que, cuando estuve cerca de la pared que tenía que mover para entrar al despacho, el sonido de unas voces me detuvieron. Las reconocí de inmediato, pues se escuchaba con bastante claridad a través de la pared. Eran tres hombres los que se encontraban reunidos ahí: el Gran Duque de Luxemburgo, Pierre Narmino y mi padre, el Rey. —Hasta ahora todo está saliendo conforme al plan —dijo Pierre—. La Gran Boda Real será un rotundo éxito y la alianza entre las dos naciones una de las más poderosas de Europa. —Fue una gran idea el haberlos escogido a ustedes como nuestros aliados y haber arreglado esta boda entre nuestros hijos, para que nuestras familias quedaran unidas —comentó mi padre, causándome una gran sorpresa. —Creí que Sebastién pondría más resistencia en aceptar la boda, pero, al enterarse de que con eso se convertiría en el próximo soberano de Mónaco, ya que tú no quieres que sea tu hija quien se siente en el trono cuando tú te retires, aceptó de inmediato —declaró El Gran Duque—. Él sabe que ha sido la mejor decisión para su vida. Que nosotros, la realeza, no fuimos hechos para esa absurda idea del amor y de que en lo único que debemos pensar es en lo que nos conviene. En los matrimonios por conveniencia, para hacernos más poderosos Aquella declaración me cayó como un balde de agua de fría que me dejó helada y congelada. No recordaba ni cómo respirar, ni cómo moverme. Todo había sido una absoluta mentira. Sebastién no se iba a casar conmigo porque estuviera enamorado de mí, como yo lo estaba de él. Todo había sido causa de una de las jugadas de poder de mi padre, del Gran Duque y del mismo Sebastién. Yo, que creía que había corrido con la dicha de que no me obligarían a casarme con alguien que no amase, ni me amase, había caído en una cruel trampa. Mi futuro matrimonio estaba lejos de ser un cuento de hadas en el que la tonta princesa se casa con su príncipe azul. Todo era una estrategia de mi padre, pero estaba muy equivocado si creía que yo iba a seguir aquel juego y convertirme en su peón.

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