La primera vez que Aileen Carter murió, el bosque se quedó en silencio. La segunda vez que respiró, lo hizo envuelta en luz blanca.
Nadie en Blackwood había visto nunca algo así, nadie había presenciado el momento exacto en que la sangre, la magia y la luna se alineaban para reclamar un destino que había estado escrito mucho antes de que sus padres siquiera imaginaran su existencia. Porque Aileen no era una muchacha cualquiera, por más que hubiera intentado serlo toda su vida, y Leo... Leo tampoco era solo un alfa, era el punto final y el comienzo de la misma profecía que marcó su nacimiento.
La mañana en que su corazón se detuvo, el reloj del hospital marcó las once cincuenta y nueve. Doce horas exactas después de su hora de nacimiento, dieciocho años atrás., y aunque para muchos fue la tragedia más cruel que podían presenciar, para las fuerzas antiguas que velaban desde el bosque fue simplemente el cumplimiento de un ciclo. Un susurro de destino, una llave girando por fin en una cerradura que llevaba milenios esperando.
Nadie sintió el quiebre más que Leo.
Cuando la noticia atravesó su pecho como una piedra ardiente, su lobo se partió, literalmente, el licántropo que conocía, el ser que había sido su sombra desde la primera transformación quedó reducido a cenizas. En su lugar despertó algo más antiguo, más puro, más brutal. Una bestia de tres metros y medio, de pelaje blanco como la nieve fresca, ojos carmín que parecían sangrar poder, y un aullido que sacudió las raíces del bosque y heló la médula de cada criatura viva en kilómetros a la redonda.
El Alfa Blanco.
Una leyenda, un mito, un presagio. Nadie sabía que ese renacer tenía un precio. Nadie sospechaba que Aileen, al morir, había abierto un umbral, la noche anterior a la tragedia, Aileen había tenido un sueño que no contó a nadie, ni siquiera a Leo.
Había visto el bosque arder con fuego azul, como una aurora caída del cielo, había oído voces antiguas llamarla por su nombre completo, el original, el que el bosque le dio —Aileen Margot Carter— y había sentido una presencia suave, femenina, que le acariciaba el cabello como si la conociera desde antes de nacer, la voz le dijo una sola frase.
"Cuando llegue la Duodécima Hora, abre los ojos. Nada muere donde el Alfa Blanco respira."
Aileen despertó sudando, temblando, con el corazón golpeándole las costillas. Y, como siempre, ignoró la corazonada que la acompañaba desde niña; la certeza de que el bosque la miraba, la seguía y, en ocasiones, la reconocía.
Si se lo hubiera contado a Leo... quizás algo habría cambiado. O quizás no. Algunos destinos están escritos con tinta que no se puede borrar, la muerte llegó rápido, demasiado rápido, golpes, gritos, el sabor metálico de su propia sangre, recuerdos fragmentados como vidrios rotos, y después... nada.
Solo oscuridad, una oscuridad tan profunda que no tenía fin.
Aileen no supo cuánto tiempo estuvo allí, pudo haber sido un segundo o una eternidad, lo único que recordaba era la sensación de estar suspendida, como si flotara en agua tibia. No había dolor, ni miedo, ni cuerpo, solo un silencio extraño que no era vacío, sino espera.
Hasta que algo la tocó. No era una mano, no era una criatura, era más bien una fuerza suave, como viento envolviendo una llama sin apagarla, y entonces la oscuridad habló.
— Todavía no, niña de la luna partida. —
Aileen intentó responder, pero no tenía voz, intentó abrir los ojos, pero no tenía párpados, intentó entrar en pánico... pero ni siquiera tenía corazón para acelerar, la voz volvió a susurrar.
— La Duodécima Hora se acerca, él te llamó, y nosotros respondimos. —
Ella no entendía ¿Quién era "él"? ¿Leo? ¿Su lobo? ¿O aquello que había emergido entre los árboles, gigante y blanco como un espíritu del invierno? La fuerza la envolvió con más intensidad, casi maternal.
— No temas, lo que muere puede renacer, si un Alfa Blanco así lo reclama, y tú has sido reclamada. —
Entonces, por primera vez, Aileen sintió algo físico: un latido, uno solo, pero suficiente para devolver el mundo. Cuando abrió los ojos, la luz del hospital la cegó, o tal vez no era el hospital, Aileen no estaba segura, todo era difuso, borroso, doblado en los bordes como un recuerdo mal enmarcado.
Lo primero que sintió fue el frío, un frío antinatural, casi doloroso, que descendía de su pecho y se expandía por sus brazos como si tuviera nieve corriendo bajo la piel.
Lo segundo fue el silencio, un silencio pesado, espeso... roto apenas por un sollozo.
Noah.
Aileen parpadeó, lo vio en una esquina, de rodillas, temblando, con las manos cubriéndose el rostro, parecía devastado. Elías estaba sentado en el suelo, mirando la pared como si hubiera visto algo que su mente se negaba a procesar. River estaba encorvado, respirando como quien acaba de sobrevivir al ahogo. Masón... Masón estaba inmóvil, con una expresión que nunca le había visto antes; vulnerabilidad pura.
Ella quiso hablarles, quiso decirles que estaba allí, que estaba viva, que no lloraran, pero nadie la miró, nadie reaccionó, porque nadie podía verla. Ese fue el primer indicio de que algo estaba fuera de lugar.
El segundo fue que Aileen no sentía su cuerpo. Caminaba —o creía caminar— pero no escuchaba sus pasos, tocaba la camilla, pero no sentía el tacto, y cuando intentó rozar el hombro de Noah... su mano lo atravesó como humo.
Pánico, por fin, pánico real.
— ¿Qué soy? — habría gritado, si su voz hubiera formado sonido.
Pero la voz que respondió no vino de ninguno de ellos.
— Eres tránsito. — Aileen se dio la vuelta.
Y allí estaba. Una mujer, o algo parecido a una mujer. Alta, de piel irrealmente pálida, con cabellos oscuros que se movían con una brisa que no existía, sus ojos eran plateados, sin pupilas, como si reflejaran luna líquida, Aileen retrocedió tanto como su no-cuerpo se lo permitió.
— ¿Estoy muerta? — preguntó con horror.
— Ya no. — respondió tranquila.
— ¿Entonces estoy viva? — la mujer sonrió con una ternura inquietante.
— Aún no. — Aileen quiso gritar, quiso llorar, quiso correr.
Nada funcionó, la figura levantó una mano.
— No temas, la Duodécima Hora llegó y el Alfa Blanco te llamó desde la frontera, cuando un alfa así ruge, las puertas se abren. — acaricio su mejilla.
— ¿Puertas? — pregunto confundida.
— La que separa la carne del espíritu, la vida de la muerte, la luna de su sombra. — Aileen sintió que algo dentro de ella vibraba.
— ¿Dónde está Leo? — preguntó sin sonido.
— En el bosque, en su verdadera forma, en el dolor más alto que un corazón puede soportar... — Aileen sintió un tirón, como un imán invisible en su pecho — Te está llamando, Aileen, desde que su lobo murió y la Bestia Blanca nació, su sangre te busca, su alma te busca, tú eres su equilibrio, su luna. — Aileen no entendía, no quería entender.
— ¿Puedo volver? — la mujer inclinó la cabeza.
— Puedes seguirlo, solo él puede devolverte. — un temblor recorrió el aire.
Un aullido lejano atravesó la dimensión donde estaba atrapada, un aullido tan profundo que hizo vibrar el piso inexistente bajo sus pies. Aileen lo reconoció al instante, era Leo, pero no su Leo humano, era algo más salvaje, más roto, más poderoso. El Alfa Blanco, la mujer extendió una mano hacia ella.
— Ve, no temas lo que encontrarás, la muerte no es el final para quienes están unidos por destino. — Aileen retrocedió instintivamente.
— ¿Y si él no me quiere de vuelta? — comenzo a sentir miedo.
— No existe tal opción para un Alfa Blanco, él ya te eligió, y la profecía ya se cumplió. — el mundo comenzó a deshacerse alrededor de ellas, como si la realidad fuera un cuadro empapado en agua, luz blanca, viento helado, el aullido cada vez más fuerte.
Aileen dio un paso, luego otro, y sintió, por primera vez desde que despertó, el peso de un cuerpo, el suyo. El bosque la recibió con un frío brutal. La luna estaba alta, gorda, casi sangrando luz plateada, los árboles parecían inclinarse hacia ella, como si reconocieran algo sagrado, y en el centro del claro, enorme, devastador, hermoso de una forma aterradora, estaba él.
Leo. O lo que quedaba de él. Tres metros y medio de pelaje blanco brillante, garras como dagas, mandíbulas capaces de partir hueso como ramas secas, ojos carmín que parecían mirar dentro de los recuerdos del mundo. Sus ojos la encontraron, y el monstruo dio un paso hacia ella, Aileen no supo si llorar, correr o arrodillarse, su corazón —el que volvió a latir— dio un salto doloroso.
Leo inclinó la cabeza, olfateó el aire y entonces, en un susurro casi humano, casi roto, casi su Leo de siempre, murmuró dentro de su mente.
"No te mueras otra vez..."
Y Aileen supo que lo que venía después no era una continuación, era un renacer, un pacto, una guerra, un destino del que ninguno podría escapar, porque nadie vuelve de la muerte sin un precio, y nadie ama a un Alfa Blanco sin arriesgar el alma.