Reacción

1728 Words
Ivy Cross La brisa nocturna me rozó el rostro como una caricia suave, casi burlona, y sentí un leve escalofrío recorrerme la espalda. Estaba de pie junto a Alejandro, frente a la mansión, mientras las camionetas negras se alejaban lentamente por el camino de grava, perdiéndose entre los árboles centenarios que custodiaban la propiedad como guardianes mudos. Las luces traseras tintineaban como luciérnagas artificiales antes de desaparecer por completo. Apreté los labios. Sabía que había tomado más vino del que debía. No estaba ebria, pero sí lo suficiente para sentir el cuerpo liviano, las ideas sueltas y la lengua más desatada de lo habitual. Las risas con mis dos nuevas “amigas” griegas —ambas esposas de los capos con los que Alejandro acababa de cerrar el negocio— todavía resonaban en mis oídos, como un eco de otra vida. Una vida social. Una vida fuera de mi celda de lujo. Quizás, pensé, no había sido tan mala idea salir de aquella habitación. Encerrarme fue una decisión que tomé como escudo, como castigo, como venganza silenciosa. Pero esta noche... Esta noche había sido distinta. Me sentí casi humana otra vez. Casi libre. Aunque fuera dentro del mundo de Alejandro Cross. —Pareces distraída. —Su voz, tan baja y rasposa, rompió el silencio entre nosotros. Giré apenas el rostro hacia él. Estaba vestido igual que al inicio de la noche: todo de n***o, impecable, elegante hasta la arrogancia. Lo observé de reojo, notando cómo me estudiaba con sus ojos oscuros. Sentí que podía ver más de lo que yo quería mostrarle. —Solo pensaba… —musité, bajando la mirada un instante antes de volver a clavarla en el vacío que habían dejado las camionetas—. En lo fácil que es acostumbrarse a esto. A fingir. A jugar el papel. Él no dijo nada. Pero sentí cómo me escaneaba con la mirada, como si intentara leer entre líneas lo que no dije. —¿Tomaste más de lo habitual? —preguntó con un tono que no era juicio, sino curiosidad. —Quizás. —Le dediqué una media sonrisa ladeada—. Las griegas saben cómo llenar una copa sin que lo notes. —Deberías ir a descansar. —No tengo sueño. Silencio. Sentí su cuerpo girar apenas hacia mí. Una tensión invisible se enroscó entre nosotros. Algo en su energía cambió. Alejandro era como una tormenta contenida, y yo podía sentir la electricidad vibrando en el aire. Me miró otra vez, esta vez más lento, más detenido… y sus cejas se fruncieron levemente. —Tus ojos… —murmuró—. Están distintos. Parpadeé. Confundida. ¿Distintos cómo? —¿Qué? —Estás tranquila por fuera, pero tu mirada… está oscura. Tu iris está dilatado. Hay algo ahí… algo que no estaba esta mañana. —Dio un paso más cerca, con ese movimiento contenido que tenía, como un lobo, acercándose sin hacer ruido. —No soy la misma de esta mañana. —Levanté el mentón, desafiante—. Supongo que el vino, la compañía... y el hecho de volver a sentir que respiro, tienen ese efecto. Él me miró como si quisiera atraparme en una red invisible. Estudiando cada expresión, cada palabra. Me crucé de brazos, no por defensa, sino por sostenerme en mi eje. Había un cosquilleo en mi piel. No era el frío. Era él. —Te perdiste en la casa. —mencionó de pronto, cambiando de tema. Me reí suave, bajando la mirada. —No encontraba el maldito baño para una de las esposas invitadas. ¿Te imaginas? La “señora Cross”, anfitriona perfecta, sin idea de su propia mansión. Por suerte, el ama de llaves apareció como una salvadora antes de que humillara tu reputación. —No es mi reputación lo que me preocupa. —Su voz se volvió más baja, más grave. Inquietante. Levanté la mirada. Me encontró con una intensidad que hizo que mi estómago se encogiera. Una parte de mí quería empujar esa mirada, esa presencia... pero otra parte —una que me aterraba reconocer— quería quedarme en ella un poco más. —¿Entonces qué es lo que te preocupa, Alejandro? —pregunté con voz más suave. Tardó un segundo en responder. —Tú. Cuando estás así… cuando bajas la guardia. —Se acercó un paso más, y esta vez fui yo quien retrocedió. —No empieces. —Levanté una mano, marcando la distancia—. No arruines la noche. Él asintió muy levemente, casi como una concesión, pero no se apartó. Su mirada permaneció fija en mí, intensa, como si fuera a memorizarme por completo. —No lo haré… si tú no lo haces. —murmuró. Sentí cómo esas palabras se anclaban en mi pecho. —No tengo intenciones de pelear esta noche, Alejandro. —Le hablé despacio, dejando que mi voz se deslizara como el vino tinto que me mareaba aún—. Solo quiero disfrutar este momento. Guardarlo. Porque mañana, quizás, vuelva a odiarte. Sonrió. Fue una de esas sonrisas suyas, las peligrosas. Las que no sabías si eran ternura o amenaza. —Al menos aceptas que en este momento, no me odias... —dijo en voz baja. Volví a mirar hacia el camino vacío. Las luces se habían extinguido. Todo volvía a ser oscuridad. —No te confundas. Esta noche no es tuya, Alejandro. —Susurré—. Es mía. Me la he ganado. Sentí que él me observaba aun cuando cerré los ojos por un instante, dejando que el aire fresco me acariciara la piel. Me sentía viva. Por primera vez en mucho tiempo. Tal vez, demasiado. Y aunque no lo mirara, sabía que su atención seguía clavada en mí, como una marca invisible que dolía… y seducía. Ese cosquilleo volvió. No, no volvió. Aumentó. Como una corriente que se arrastraba desde el centro de mi pecho hasta mis extremidades. Como si cada célula supiera que él estaba ahí, demasiado cerca. Alejandro. Su presencia era como una sombra densa, envolvente, que me rozaba sin tocarme… pero me incendiaba. Me aclaré la garganta, incómoda. Me crucé de brazos, moviéndome apenas sobre mis pies, como si pudiera ahuyentar esa energía. Esa maldita necesidad que se colaba sin permiso. No podía… No debía. Asesinó a tu padre, me recordé. Lo viste caer. Lo viste sangrar. Por tu culpa lleva una cicatriz en la sien. No es un hombre. Es una sentencia. Respiré hondo, sin apartar la mirada del sendero oscuro. Pero lo sentí moverse. Sabía que lo haría. Porque Alejandro Cross era como un depredador: no se iba sin acercarse lo suficiente para dejar una marca invisible. Y entonces, lo hizo. Su cuerpo se desplazó hacia mí con lentitud. El sonido de sus zapatos sobre la piedra fue lo único que oí antes de que su sombra se cerniera sobre la mía. Era más alto que yo por muchos centímetros, fornido, imponente, como si cada músculo hubiera sido cincelado para imponer respeto… o miedo. Su rostro, ese maldito rostro atractivo, estaba ahora a escasos centímetros. Una obra de arte que ocultaba un infierno. «Cross». El asesino a sangre fría. El hombre solitario que, según habían susurrado mis nuevas compañeras con respeto disfrazado de fascinación, era más temido que la muerte misma en los círculos del bajo mundo. Y una de ellas entre su aumento de vino en su sangre, me preguntó que tal era el sexo entre los dos, imaginando que lo hacía duro, en cada rincón de esta mansión, sentí como mis mejillas se enrojecieron, provocando en ellas risas de emoción, obviamente no les diría que aún no sabía eso, pero mi mente viajó por un par de minutos, imaginando escenas caliente entre los dos. Piernas enroscadas a su cintura, su boca en mi pezón. Imaginando que tan grande sería su m*****o. ¡Dios mío, Ivy! Me obligué a mantenerme firme. A no parpadear. Y, sin embargo, el muy cabrón hizo lo que sabía que me sacudía. Alzó una mano. Sus dedos rozaron mi mejilla con una suavidad criminal y atraparon un mechón de mi cabello castaño, ondulado y un poco largo. Lo observó un segundo, como si fuera algo frágil, algo íntimo… y luego, con movimientos lentos, lo colocó detrás de mi oreja. Ese simple gesto. Dios. Sentí el calor dispararse por mi cuerpo como un disparo certero. Mis pezones se endurecieron de inmediato bajo el vestido de satén, dolorosamente conscientes de su cercanía. Una reacción involuntaria, carnal, traicionera. Lo odié por eso. Lo odié por lo que me provocaba sin siquiera tocarme más. Su mirada se deslizó hasta mi pecho por una fracción de segundo, y cuando volvió a subir, tenía esa sonrisa ladeada. Arrogante. Infame. —Interesante reacción… —murmuró con voz baja, oscura, como si se burlara y al mismo tiempo marcara territorio. Quise decir algo. Lo juro. Una réplica afilada. Un insulto. Pero mi garganta estaba seca. Mi corazón martillaba con fuerza, y mi piel temblaba, y el recuerdo de esa habitación donde me había encerrado por un año me pareció de pronto tan distante, tan inútil. No me había protegido de nada. Alejandro se inclinó apenas, como si fuera, a decir algo más, pero solo me estudió unos segundos. Y luego, con ese tono sarcástico que usaba cuando quería revolver mis entrañas, soltó: —Tengo trabajo. No me esperes, despierta, esposa. —Remarcó la palabra como si fuera un chiste privado, como si él supiera lo mucho que me costaba habitar ese papel. Retrocedió un paso y se volvió con esa elegancia violenta que le era natural. Ya de espaldas a mí, se dirigió a uno de sus hombres con voz seca y firme: —Quiero los informes del puerto esta noche. Y dile a Niko que si vuelve a usar mi nombre sin permiso, le corto la lengua. Literalmente. —Sí, señor —respondió el guardia con un leve asentimiento. —¡Ivy, entra AHORA!—gritó Alejandro cuando entró en la mansión sin mirar atrás. Como si no acabara de romper algo dentro de mí. Me quedé sola, en la oscuridad, sintiendo el frío en la piel… y el fuego bajo ella. Y por más que cerré los ojos con fuerza, deseando apagar el deseo y el odio al mismo tiempo, lo único que quedó fue su voz, sus dedos, y esa sonrisa de quien sabe que va ganando una guerra sin disparar una sola bala.
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