Capítulo 2: El primer día

681 Words
El despertador sonó con violencia a las seis y media, pero Antonella ya estaba despierta, mirando el techo desde hacía más de una hora. No era el típico nerviosismo de inicio de clases. Era otra cosa. Una mezcla de ansiedad, bronca y un presentimiento que le carcomía el pecho. Se vistió en silencio, con movimientos lentos, casi mecánicos. Eligió su remera favorita —una gris gastada con letras negras— como una especie de escudo. Bajó a la cocina y encontró a su madre revolviendo café y a su hermano Martín bostezando frente a un plato de cereales. —¿Dormiste algo? —preguntó Celeste sin mirarla, pero con la voz suave. Antonella negó con la cabeza. —Lo imaginé —dijo su madre, sin insistir. El desayuno se redujo a tostadas y sorbos de café. A cada minuto, el reloj parecía burlarse de ella. A las siete y media, ya estaba saliendo por la puerta, con la mochila colgando floja de un hombro. No quería llegar temprano, pero tampoco soportaba quedarse en casa un segundo más. Al llegar al colegio, el bullicio la golpeó como una ola. Risas, saludos, gente que no se había visto en todo el verano. Ella caminó por el patio sin detenerse, esquivando abrazos y miradas, hasta que encontró a Maia y a los demás del grupo cerca de la galería. —¡Anto! —gritó Martina, agitando una mano. Se acercó con una sonrisa forzada. Saludó uno por uno: Demian, Ayrton, Yasmin, Ernesto, Iván. Todos le preguntaban cómo estaba, si tenía ganas de empezar, si sabía algo de los nuevos compañeros. —Dicen que se anotaron dos chicos nuevos en cuarto —comentó Ernesto. Antonella sintió que se le congelaba el cuerpo. —Sí... lo escuché —murmuró. —¿Los conocés? —preguntó Sofía, sin saber el peso de esa pregunta. —Sí —contestó Antonella, mirando al piso—. Son mis primos. El grupo enmudeció. —¿Mauricio y Gonzalo? —dijo Maia, sin rodeos. Antonella asintió. Su mirada estaba fija en una grieta del cemento. —¿Qué hacen en nuestro colegio ahora? —preguntó Ayrton, sorprendido. —Larga historia —respondió ella—. Pero prepárense, porque van a estar en nuestro curso. El timbre sonó, cortando la conversación. Entraron al aula en medio de murmullos. Y ahí estaban. En la puerta. Mauricio, con su actitud de sabelotodo, y Gonzalo, más serio, con la mochila colgada de un solo hombro. Parecían fuera de lugar, pero actuaban como si hubieran estado ahí toda la vida. La profesora los presentó con entusiasmo. —Espero que los reciban bien —dijo—. A partir de hoy, serán parte del curso. Antonella se hundió en su asiento, deseando volverse invisible. Mauricio cruzó miradas con ella por una fracción de segundo. Una sonrisa apenas dibujada se le formó en los labios, pero no era amable. Era provocadora. Gonzalo solo bajó la vista y se sentó atrás, sin decir una palabra. Durante toda la clase, Antonella sintió las miradas. No solo las de ellos, sino también las de sus compañeros, curiosos por ver cómo reaccionaba. Pero no les dio el gusto. Mantuvo la cara seria, los hombros tensos, la vista en el cuaderno. En el recreo, apenas salió del aula, se refugió con sus amigos en el banco de siempre. —No entiendo qué hacen acá —soltó Matías—. ¿No estaban en otro colegio? —Mi tía decidió mudarse. Y mi papá le hizo el favor de conseguirles lugar acá —explicó Antonella con voz baja. —¿Y por qué justo en nuestro curso? —preguntó Yasmin. —Porque así duele más —respondió Antonella sin pensar. Maia la miró con ternura, pero sin lástima. —Si se meten con vos, no estás sola, ¿sabés? Antonella respiró profundo. Quería creerlo. Quería confiar en que esta vez, las cosas iban a ser diferentes. Que no iba a dejar que la destruyeran de nuevo. Pero cuando Mauricio se acercó y le guiñó un ojo al pasar, supo que el juego recién comenzaba.
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